Como han podido observar mis lectores pacientes y acuciosos, a lo largo de esta serie lo que hice fue presentarles algo así como un ramillete de mujeres. Mujeres que, en las más diversas épocas y desde las más disímiles perspectivas, le aportaron sus luces a la Filosofía.
Por supuesto, ellas no son las únicas filósofas que ha dado la humanidad. Al contrario, podría continuar escribiendo y publicando nuevas entradas para referirme a muchas otras, posiblemente no menos importantes, y también cubriría con estas otras filósofas las más diversas épocas y las más disímiles tendencias. Mis lectores se encontrarían, entonces, con Miro de Rodas, o con Sosipatra de Éfeso, o con Pánfila de Epidauro, en Grecia. O con Eloísa del Paráclito, en Francia, o con Hildegarda de Bingen, en Alemania, estas dos en la Edad Media. En fin, el recorrido histórico al cual me acompañaron se prolongaría por muchos días.
Empero, desisto de extenderme más, no solo para no fatigar a mis amigos —y a quienes no siéndolo, me fueron permitiendo llegar hasta su privacidad para enterarlos de la más reciente entrada de la serie—, sino porque solamente quise dejar sembrada en todos la inquietud acerca de este —para mí— interesantísimo tema, luego de demostrar, nada más con estos quince ejemplos concretos, que no es cierta la aseveración que un día me motivó a hacer lo que solo pude hacer mucho tiempo después: la del profesor de Filosofía de colegio de bachillerato que no tuvo óbice alguno en mandarse a decirles a sus alumnas que no existieron mujeres filósofas, solamente porque él no conocía ninguna, y que remató su exhibición de supina ignorancia echando el chiste flojo de que eso era porque las mujeres no pensaban.
Lo que se concluye, entonces, es que la mujer sí ha estado presente, y desde tiempos inmemoriales, en la Filosofía, pero su presencia ha sido ninguneada por la perspectiva profundamente machista —e incluso peligrosamente machista— de las sociedades en las que les tocó vivir.
Machismo tosco que las anuló en su momento, a pesar de que algunas como Hiparquia de Maronea se negaban a aceptar que eso sucediera y se le enfrentaban públicamente a quien lo intentaba, conforme lo hizo esta filósofa cínica con Teodoro el Ateo, de los cirenaicos.
Machismo tosco que las sigue anulando aun hoy en día, a pesar de todo cuanto se dice y se escribe acerca de los progresos logrados en la larga lucha por la independencia femenina. Bandera esta que, de todos modos, sigue siendo objeto de burla, desprecio, acallamiento y persecución.
Que hoy nada le digan a nadie nombres como Teodora, Teófila, Fania, Temistoclea, Mía o Melisa es sintomático de que algo de fondo y muy grave tuvo que haber sucedido, y no de ahora, sino desde la lejana época en que estas filósofas vivieron, como también lo es que, para no poner sino un ejemplo, de los treinta y tres libros de Pánfila de los que habla Suidas nadie sepa el paradero, ni cronista o historiador antiguo alguno haya dejado la más mínima constancia sobre qué sucedió con ellos.
El salvaje y cobarde asesinato de Hipatya, dentro de su propia ciudad natal, en años lejanos, o el tardío reconocimiento de María Zambrano, dentro de su propio país, en años recientes, no son hechos casuales: responden a todo un contexto. Un contexto de hostilidad, de negación, de minimización, de persecución o de invisibilización histórica de la mujer filósofa.
Y es que, como lo manifestó el exaltado Teodoro el Ateo en su arrebato de machismo frente al planteamiento filosófico del que era destinatario por parte de Hiparquia de Maronea en aquel accidentado banquete al que me referí en el capítulo correspondiente a ella, a la mujer se le manda a su casa para que vuelva “a la tela y a la lanzadera”, y —le podría complementar a Teodoro el Ateo— a los trabajos domésticos, a la cocina, a la escoba y al trapero, a dedicarse exclusivamente a atender a su marido, a procrear, en fin, a resignarse al eclipse sempiterno, en lugar de estar “perdiendo el tiempo” en la biblioteca, y si no se somete a esa vida eclipsada, si además de cambiar pañales y demás labores caseras —contra las cuales no tengo nada—, trata de surgir en la Filosofía, o en las letras, o en la cultura, o en la ciencia, se desencadena contra ella la más oprobiosa cascada de epítetos de desaprobación, reproche, crítica y condena social hasta llegar a los extremos a los que se llegó con Aspasia de Mileto: descalificársele como una mera prostituta con cultura y resaltar así, de manera perversa, solamente la faceta sexual —si es que la misma no termina resultando falaz— y negando de tajo su talento para las cosas del intelecto y del espíritu.
Por supuesto, este ramillete no podía ser más heterogéneo, pues mucho va de Santa Catalina de Siena a Rosa Luxemburgo, pero las quince personas que lo conforman tienen como común denominador lo que, precisamente, quería resaltar con la serie: su condición de mujeres y su condición de filósofas.
Les agradezco a todos la atención que me dispensaron. Si estos capítulos han servido para que alguna de ustedes, amigas lectoras, o alguno de ustedes, amigos lectores, se molesten cualquier día en indagar acerca de otros nombres o en profundizar sobre los aquí reseñados, esta serie habrá satisfecho a cabalidad el propósito por el cual fue preparada y escrita.
Y si en algo contribuyeron estos capítulos a aumentar el poco o mucho aprecio personal que me tienen, cumplieron a plenitud con el propósito general que se tuvo cuando se pensó en fundar este portal.
Porque, como lo confesó con singular luminosidad Gabriel García Márquez, yo también escribo, única y exclusivamente, para que mis amigos me quieran un poco más.
Lo demás, siempre será añadidura.
Ruitoque, Mesa de las Tempestades, jueves 26 de abril de 2018