Ya no recordaba cuántas horas había caminado desde su hogar humilde para presenciar el fastuoso acontecimiento, para ser protagonista directo de la historia en vez de dejar que otros se la contaran algún día, para vivir de cerca el hecho que iría a partir en dos el transcurrir del mundo.
Hubo de caminar porque le fue imposible conseguir cupo en uno de los numerosos autobuses venidos desde cualquier parte y cuyos conductores cobraron cuanto quisieron por el pasaje.
Se enteró de que mucha gente viajó en avión hasta los aeropuertos improvisados a última hora, o en helicópteros civiles y militares que aterrizaron en las azoteas de las casas sin siquiera pedir permiso a sus dueños o moradores, o en lancha por los ríos más cercanos, o en coches tirados por caballos, que en aquel desorden de los diablos pasaron inadvertidos a pesar de lo insólitos, o hasta en globos provenientes de los lugares más ignotos de la geografía comarcana.
Supo también que el Ministerio de Relaciones Exteriores tuvo que ponerse enérgico para evitar que otros miles, y miles, y miles de extranjeros prácticamente invadieran el país con filmadoras, grabadoras y cámaras de fotografiar de todos los pelambres, con las que querían congelar para la posteridad cada detalle del magno acaecer, en la convicción de que sólo así obtendrían la credibilidad de sus dudosos descendientes.
Él se imaginó desde el principio que el mero hecho de poder llegar hasta la ciudad en la plenitud de semejante barullo resultaba por sí mismo una proeza y era consciente de lo difícil, de lo prácticamente imposible que sería poder acomodarse en algún resquicio que dejara la multitud a lo largo de la avenida que partía la ciudad en dos franjas y por donde, según los insistentes anuncios del programa, iba a pasar el imponente desfile. Por eso fue enorme su sorpresa al ver el espacio preciso. Había sido dejado, inexplicablemente, por las gentes frenéticas apostadas desde hacía varios días sobre los comienzos de la avenida en sentido sur – norte, que habrían de ser los finales de la majestuosa procesión, la cual, según lo anunciado, vendría de norte a sur. El observar por encima de los hombros próximos le permitía ver, allá al fondo, nítida, alegre, atiborrada de clientes sedientos que se peleaban el turno de ser atendidos, la caseta de la coja Ana Joaquina. Sintió deseos inmensos de refrescar la garganta con una cerveza bien helada e incluso de vaciar la botella en su cabeza para mitigar el calor que ya a esa hora amenazaba con derretirle la vida, pero en seguida comprendió que no iba a poder hacerlo porque no guardaba en sus bolsillos más que el trozo de panela que alcanzó a echar a las carreras antes de partir y el deshecho papelito en el que apuntó el teléfono del doctor Hermenegildo Cuevas, único contacto posible en la urbe lejana y desconocida, amigo de doña Hipotética Bernal, su vecina de siempre, según ella le contó la noche anterior a su partida, en la que también le advirtió que en caso de necesidad podía llamar a su gran amigo, el doctor Hermenegildo, aunque no pudo precisarle, porque dijo no recordarlo, qué profesión ejercía su tabla de salvación, ni le dio mayores detalles acerca de su perfil académico. Él conservó el papelito, pero tiró al piso mucho antes de llegar a la ciudad la esperanza de obtener ayuda de alguien que, en todo caso, le era completamente extraño.
Decidió en segundos acomodarse en el espacio inexplicable, pues temió que si se iba a buscar una mejor ubicación, más cerca a los inicios de la caravana, era posible que se quedara sin puesto y para cuando quisiera regresarse al sitio que ahora estaba a su disposición, el mismo, a lo mejor, estaría ocupado.
Parado, pues, en su inesperado lugar de observación, pudo apreciar, ahí sí, la verdadera magnitud del acontecimiento: miles, y miles, y miles de personas colmaban las aceras de la interminable avenida, y eran incontables las banderas, las serpentinas, los carteles y los pasacalles que saludaban al asombroso personaje y, por supuesto, a los gobernantes, los políticos y los grandes señores de la comarca que, según reiteraba la prensa local, lograron calmar la impaciencia de los gobiernos extranjeros interesados en llevárselo de una vez, y la ansiedad de las academias científicas de todo el mundo, que se peleaban el derecho a penetrar en sus entrañas para investigar todos sus porqués: el porqué de su existencia, el porqué de sus orígenes, el porqué pudo sobrevivir a todos los cataclismos, el porqué justamente él no se convirtió en otra gota cualquiera de petróleo; y averiguar, también, de dónde demonios salió exactamente, pues ya era noticia universalmente aceptada la de que con su aparición había convertido bibliotecas enteras de todo el orbe en apenas un montón de libracos inactuales y erráticos que sus autores iban a tener que volver a escribir, si les era posible hacerlo, naufragando en las arenas movedizas del sonrojo y la vergüenza.
Oyó, una vez y otra, la marcación interminable de los bombos, los platillos y los redoblantes, y las cornetas desafinadas de los centenares de bandas de guerra que ya se preparaban, mientras cruzaban hacia el norte, para desfilar hacia el sur, a lo largo de la avenida, antes de él, con él y después de él, formándole calle de honor, brindándole las venias musicales, rindiéndole los homenajes marciales que él se merecía y, de paso, rodeando con sus cobres y sus penachos multicolores a las autoridades civiles, eclesiásticas, militares y científicas del mundo, que se dieron cita en la ciudad para acompañar al ser más maravilloso descubierto en la tierra a lo largo de las últimas centurias.
A pesar de la emoción que sentía, no lo atrajeron los innumerables vendedores de bombas de colores y fósiles de juguete, pero, en cambio, sí se distrajo mirando el tropel de hombres vestidos de blanco de la marina de guerra que iban a tomar parte en el séquito, y la multitud de prostitutas venidas desde diversos rincones, y las gitanas que por decenas se ofrecían para leerle la mano y descifrarle la suerte, y el hombre que nació viejo, y los vividores que vendían el derecho a tomarse una fotografía al lado del personaje antediluviano que llegó a visitarlos, y el alcalde de la ciudad en los tiempos de la locura onomatopéyica, y el individuo a quien por burlarse del viernes santo el pene llegó a reptarle sobre el piso de su casa gracias a un extraño encantamiento que nunca pudo ser explicado; y luego sacó el pedazo de panela del bolsillo, pero finalmente desistió de morderlo porque le absorbió la atención por completo el paso del hombre que resucitó de entre las flores el mismo día de su entierro.
Recordó, no supo por qué, algunos hechos aislados acaecidos en la ciudad antes de la aparición del personaje por el cual estaba ahora parado a la vera del camino interminable con el estómago vacío y el alma en vilo.
Sobre ellos sólo se enteró porque leyó los informes en los periódicos y escuchó los paliques en las tertulias comarcanas, pero, en todo caso, ya los consideraba episodios familiares. La tarde de setiembre en que Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza llegaron hasta la casa de un viejo profesor de Derecho y lo saludaron desde sus cabalgaduras terminó siendo, sin embargo, el suceso que con mayor frecuencia se le venía a la memoria.
Pronto se dio cuenta de que la ciudad no sería capaz de albergar más visitantes. Y es que de todas partes continuaban llegando innumerables familias y, junto a ellas, numerosas delegaciones enviadas desde diversos rincones del orbe por entidades, asociaciones, academias, iglesias, partidos políticos, gobiernos, parlamentos, universidades, instituciones científicas, compañías petroleras, grupos económicos, empresas industriales y, en fin, por el mundo entero, porque todo el planeta estaba pendiente de la ciudad donde había aparecido el ser que presagiaba, en el sentir colectivo, la definitiva culminación de la historia.
Utilizando helicópteros, patrullas, pregoneros a caballo y a pie, pasacalles impresos a última hora, altoparlantes, megáfonos, periódicos, carteles, mensajes a través de la televisión y la radio, en fin, como pudieron, las autoridades locales trataron de exhortar al orden y rogaron compostura y paciencia a los miles y miles de turistas que se quedaron a pernoctar en la calle a falta de un albergue, a pesar de que el presidente de la república había decretado el estado de conmoción nacional y suspendido el derecho a la propiedad privada, por lo cual no hubo casa, edificio, bodega o lugar bajo techo que no quedara habilitado como lugar de refugio por razones de orden público y de seguridad del Estado mientras se cumplía el recorrido.
Vio pasar luego los caballos atiborrados de penachos multicolores, los perros disfrazados de bestia prehistórica, los niños uniformados de todos los colegios, escuelas y liceos que con ansia anhelaban verlo y tocarlo, y la caravana inacabable de los carros de bomberos, en uno de los cuales exhibirían al personaje para que recibiera desde allí la ovación de la multitud enloquecida.
Centenares de curiosos caminaban hacia el norte para tratar de llegar al punto de partida del desfile apoteósico, lugar de donde iría a provenir la maravilla.
Finalmente, cuando ya el hambre comenzaba a incomodar su expectativa y a disminuir su súbito interés en los reptiles de los olvidados tiempos mesozoicos, anunciaron, en un enloquecedor desorden, en el bochinche más espantoso, entre los gritos desgarradores de la multitud y carreras y empujones de quienes a última hora querían ganarse un puesto en la hilera infinita, que el cortejo ya venía y ahora sí, en serio, se les aparecía como una irrepetible realidad la hermosa y jamás soñada oportunidad de protagonizar la prehistoria.
Las autoridades, para intentar calmar los ánimos, hicieron disparos repetidos al aire con balas de salva, pero el remolino gigantesco ya se les había salido de su control. Él, como no contaba con un aparato de radio, ignoraba cuán cerca estaba el desfile. Además, apenas acababan de pasar hacia el norte, desde donde vendría la caravana, personas que, según lo que decía la prensa, harían parte de la comitiva, y eso lo confundió. Así que todo lo tomó por sorpresa y lo único que pudo hacer fue concentrarse en los miles de ciclistas que comenzaron a pasar portando enormes guirnaldas, en los miles de motociclistas que batían banderines de colores, en las reinas de belleza subidas en los carros de bomberos, que saludaban con la mano y arrojaban flores; en las bandas de guerra que tocaban en un barullo espantoso, porque una estaba prácticamente junto a la otra e interpretaban diferente canción; en los niños uniformados que desfilaban llorando y protestando con verraquera, pues no se lo dejaban ver; en las cámaras de televisión de todos los países; en los payasos, bufones, mimos y arlequines que trataban de hacer reír con pantomimas; en los científicos serios que pasaban a pie; en los que pedían monedas; en los ladrones que sacaban carteras de manera subrepticia mientras sus dueños trataban de ubicar al personaje en medio de aquel desorden, y, finalmente, en el enorme carro de bomberos que lo traía, según decían por los altoparlantes, el cual venía engalanado con la bandera nacional y con pequeños estandartes de todas las naciones del mundo. Entonces entrecerró los ojos para tratar de verlo mejor, para captarlo con la mirada de su misma alma, para retenerlo en la memoria por siempre, para metérselo en el fondo de su cerebro y de su corazón, para justificar por fin todos los kilómetros andados, toda el hambre soportada con estoicismo, toda su pobreza eterna y sus ilusiones siempre desvanecidas por la tozudez de la vida. Pero no vio ningún dinosaurio. En la inmensa máquina de bomberos no iba trepado el animalazo enorme y verde que él se imaginaba. Tampoco, el dragón mitológico que, arrojando llamaradas por la boca, lo mantenía horrorizado en sus últimas pesadillas. Ni siquiera escuchó gruñido alguno, como para al menos justificarlo todo con la grabación de su voz en la memoria. Lo que pasó fugaz frente a sus ojos ansiosos, sin piedad ni consideración, fue un animalito infeliz, una especie de ratoncillo pendejo, que inclusive volvió a mirarlo, inexplicablemente, y él creyó verlo sonreír, como si no fuese al menos un animal, sino alguien diminuto a quien hubieran disfrazado. Fue tan veloz el paso del personaje frente a sus ojos desilusionados, que no alcanzó siquiera a esquivar el polvo blanco que unos patanes le echaron desde una de las volquetas que participaban en el desfile, ni el chorro de agua que, no supo por qué, los bomberos lanzaron contra la multitud vociferante que gritaba groserías. En un momento se vio solo, mientras a lo lejos se perdía el bochinche, y fue ahí cuando vio, por fin, la única arma que disparó en su vida. Al principio la confundió con una piedra. La agarró, con el alma sumida en el caos de la ira y el desencanto, para tirarla contra el acompañamiento del personaje que se alejaba. Empero cayó en la cuenta de que no era, en realidad, una piedra, sino un terrón, porque una vez lo proyectó se le desmoronó en el aire. Se paró, pues, en la mitad de la calle, deshecho en lágrimas, mirando la caravana que iba desapareciendo en lontananza, ensopado y con su misma hambre de siempre, mientras a su lado corrían, para cualquier parte, infinidad de personas desilusionadas, vendedores de golosinas que ofrecían dos por el precio de una, ladrones que contaban las monedas y los billetes producto de su habilidad, niños que gritaban como locos porque no pudieron ver el animal que los trajeron a ver, y vendedores de bombas de colores y fósiles de juguete a quienes nadie ponía cuidado; hasta que, al fin, derrotado por la sed, el hambre y la fatiga, vio como única alternativa la de irse para su casa, pues todo le indicó en esos instantes que el día anhelado de su reencuentro con los comienzos del mundo ya no le ofrecía la posibilidad de alguna nueva sorpresa.
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* Derechos Reservados de Autor. 2000.
NOTAS: Con este relato se cierra el libro de cuentos de su autor titulado, precisamente, EL ÚLTIMO DINOSAURIO” (La Pluma Editores. 1a. edición. Bucaramanga. 1998).
El mismo relato y su continuación integran dos capítulos de la novela de su autor “TIERRA DE CIGARRAS (1a. edición. Sic Editorial. Bucaramanga. 2000). En ellos ya no aparece la protagonista, Julieta Álvarez, pues para entonces ha muerto.
En los capítulos inmediatamente precedentes al que dentro de la novela narra el apoteósico desfile de exhibición del último dinosaurio se recrea, entre otros hechos prodigiosos, el gran ambiente de expectativa reinante por doquier a raíz del asombroso anuncio oficial de que entre los riscos del norte acaba de aparecer un reptil del jurásico. Y es que es obvio que, de ser cierta la versión oficial, con aquella supuesta aparición quedan sin valor alguno bibliotecas enteras y todo cuanto se ha venido enseñando a lo largo de los siglos acerca de la desaparición definitiva de los dinosaurios de la faz del mundo.
Tanto en la novela como en el cuento se percibe que, a pesar del escepticismo acerca de la veracidad de la noticia, no solo la gente de la ciudad se vuelca sobre la larga avenida por donde, según los anuncios oficiales, desfilará la caravana que exhibirá al dinosaurio, sino que lo hace muchísima gente proveniente de distintos lugares del planeta. La decepción, sin embargo, es enorme y se origina en el diminuto tamaño del supuesto dinosaurio.
Después del decepcionante desfile, en la novela se desencadena una fuerte crítica social a lo que se considera que fue un engaño. Sin embargo, la ciencia tendrá un argumento demoledor en contra de aquella crítica.
“EL ÚLTIMO DINOSAURIO” muestra que el ser humano oscila entre la expectativa y el desencanto, y que la sociedad lo hace entre el escándalo y el olvido.