El cura no acaba de terminar la frase de despedida —”Podéis ir en paz”— cuando ya el sonido de la letra “z” se empieza a confundir con el creciente bullicio del masivo y apresurado retiro de la feligresía. Una feligresía que, como si estuviese siendo impulsada por la ansiedad, va abandonando el templo a medida que va perdiendo, con la prisa, la compostura que debería observar dentro de un lugar que se supone sagrado. La pierde, únicamente para ir en la pronta busca de sus automóviles o iniciar a pie el regreso frenético hacia sus casas. Entonces, el feligrés que fue a la misa ese domingo sin más compañía que la de su soledad inmensa, empieza su retorno solo. Tan solo como llegó al templo. Descubre así que tampoco la religión está preparada para ofrecerle compañía a nadie.
El ser humano contemporáneo vive en la más absoluta soledad.
Salvo, claro, que tenga una familia formada. En ese caso, contará con la calidez que le pueda brindar esa familia. Una que, quizás, él mismo formó. Ello, claro, si su familia funciona como tal. Si no es, como tantas, un mero agregado de personas solitarias que sobreviven bajo el mismo techo.
De todos modos, lo normal es que cada uno de los miembros de una familia viva y se desenvuelva dentro de su propio mundo y afronte en soledad su propia problemática.
Y, aunque así no ocurriese, lo cierto es que, algún día, sucederá que aquel que dio origen a una familia bulliciosa y acompañante volverá a quedarse solo, como al principio.
La soledad dentro de la multitud es la soledad predominante de la época moderna. Es una soledad que derrumba el mito de que, para estar solo, el hombre debe alejarse de su entorno e irse a sumergir en el silencio de, por ejemplo, una montaña lejana, como cuentan que lo hacían anacoretas o ermitaños.
No, no hay que ir a descubrir la soledad en una isla desierta. El ser humano de hoy vive solo en medio de las multitudes. El ser humano está solo. Lo está, por muy paradójico que parezca, al lado de miles y miles de personas en las tumultuosas graderías de un colosal estadio de fútbol colmadas de fanáticos que gritan. Que gritan y se insultan entre ellos. Está solo en medio de miles y miles de seguidores de la estrella de la música a cuyo concierto fue para tratar de brindarle compañía a su alma solitaria. Está solo en la inmensa pista de baile del elegante y colosal club donde centenares de parejas —tan solitarias como él— bailan en la fiesta de San Silvestre un fin de año. Está solo en los grandes y multitudinarios centros comerciales los fines de semana cuando la gente se vuelca sobre ellos para intentar espantar su soledad mirando vitrinas y llenándose de necesidades que no tiene, y está solo en las grandes plazas de mercadeo donde a su lado un enjambre de personas han ido a mercar o también a llenarse de necesidades que no tienen, y está solo mientras trata de avanzar en solitario por entre la muchedumbre que, como él, camina presurosa por los andenes del centro de la gran ciudad, arrastrando cada cual su propia soledad. Y estará solo en el avión repleto de pasajeros, y solo en el tren al que no le cabe un turista más, y solo en la estación ferroviaria atiborrada de seres humanos tan preocupados, como lo está él, por no perder el tren, y solo en el aeropuerto mientras a su lado un frenético gentío compra cervezas y se sienta con ellas en una mesa solitaria a beberse a sorbos su soledad. Y estará solo en la playa atestada de bañistas donde no conoce a nadie, ni nadie lo conoce a él.
La soledad ha sido un reto que la humanidad no ha podido —o no ha querido— superar. Talvez su más abrumador reto. Un reto por cuya superación, en todo caso, pasa indefectiblemente la conquista de su sueño por llegar algún día a ser feliz.
Pero no existe siempre una sola soledad. Hay varias soledades. Está, por ejemplo, la soledad de quienes poseen buena memoria y, por consiguiente, se quedan solos intentando que los demás recuerden lo que él rememora perfectamente, pero de lo cual ya nadie se acuerda. “¿No te acuerdas de eso? ¿De verdad no te acuerdas? ¡Pero si tú estabas ahí! ¡Cómo no lo vas a recordar!”, se le oye decir a alguien con asombro. “No, la verdad es que yo no me acuerdo de eso. Pero si tú lo dices…”.
Las diferencias políticas, las diferencias generacionales, los gustos musicales, las aficiones literarias, las creencias religiosas, y un largo etcétera, se han convertido en manantiales inagotables de soledad. Generan una soledad relativa. Una soledad que de vez en cuando se relativiza a favor del solitario cuando se topa, de cuando en vez, con alguien que, de su generación o no, realmente comparte su postura política, su gusto musical, su afición literaria, su creencia religiosa. Pero si en su entorno, si en su universo familiar, si en el contexto social al que pertenece, el ser humano no encuentra esa identificación, se acentúa su soledad. El ser humano comienza, entonces, una prudente y conveniente retirada del entorno que percibe frío. O, peor aún, hostil. Conozco a personas que jamás volvieron a asistir a fiestas de su entorno familiar porque ya no soportaban su inmensa soledad. “Literalmente —me dijo alguien— ya no tenía con quién hablar, ni de qué hablar con nadie”.
Cuando las ideas que alguien profesa son controversiales; cuando van en contravía de lo que está en boga; cuando contradicen lo que su entorno piensa, emerge esa soledad relativa de la que hablo. El que piensa diferente empieza, entonces, a verse aislado. Es como si se tratara de un enfermo conversacional.
La crisis del respeto por la diferencia, de la tolerancia hacia el que piensa y opina diferente, ha incrementado de manera dramática los ya altos niveles de soledad propios del mundo contemporáneo.
Y con esta reflexión final cierro esta entrada.
La entrada, no el tema. Porque pienso —seguramente en solitario— que el tema de la soledad en la que vive el ser humano de hoy no debe darse por cerrado.
Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, martes 5 de mayo de 2020.