Tres meses antes de que en nuestro país el presidente Rafael Núñez sancionara la nueva Constitución de 1886, en los Estados Unidos se producían los terribles hechos que habrían de conducir al nacimiento del Día Internacional del Trabajo.
En efecto, el primer día del mes de mayo de aquel año, estalló en dicho país una huelga general de trabajadores.
La huelga buscaba forzar la aprobación de “los tres ochos”: 8 horas de trabajo, 8 horas de descanso y 8 horas de sueño.
Y es que las condiciones laborales eran extremas en aquellos momentos a lo largo y ancho del territorio norteamericano, con agotadoras jornadas que no les permitían a muchos trabajadores dormir sino 6 horas mientras el resto del día lo pasaban laborando sin descanso. Y ello, porque la legislación norteamericana prohibía una jornada superior a las 18 horas diarias y la sanción por violar este tope era tan solo la imposición de una multa, no precisamente ejemplarizante.
El movimiento huelguístico se prorrogó en la ciudad de Chicago. La fábrica de maquinaria agrícola MacCormick, ubicada en esa ciudad del Estado de Illinois, había empezado a reemplazar a los huelguistas con trabajadores externos, los esquiroles.
El día 3, en momentos en que uno de los líderes de la huelga pronunciaba un discurso ante los miles de huelguistas, la fábrica puso a sonar la potente sirena que anunciaba el final del turno, por lo cual centenares de manifestantes se dirigieron a exigir que se respetara la huelga, pero lo que se originó fue un enfrentamiento, primero verbal y luego físico, entre huelguistas y esquiroles. La empresa llamó a la policía, la cual se hizo presente y el enfrentamiento fue mayúsculo. En algunas fuentes que consulté para esta crónica se habla de que hubo un “saldo trágico” de “trabajadores muertos”, pero en ninguna se dan sus nombres.
En esa atmósfera de confrontación, se convocó para el día siguiente una nueva manifestación, pero esta vez en la Plaza de Haymarket, para protestar por lo acaecido el día inmediatamente anterior, que se consideraba una brutal agresión policial y patronal en contra de los trabajadores en huelga.
El día 4, en la plaza de Haymarket, cuando se llevaba a cabo la manifestación, se produjo el detonante final: la policía hizo su aparición para disolverla, se desencadenó el desorden y, de pronto, se produjo una explosión y un policía resultó muerto. Se llamaba Mathias Degan.
Algunas de las fuentes que consulté para esta crónica hablan de otros policías que habrían muerto en medio de los desórdenes que se desencadenaron, pero ni siquiera suministran sus nombres. Lo evidente es que la acusación contra los hombres que habrían de ser capturados, juzgados, condenados y cuatro de ellos ejecutados, solo se refiere a la muerte de Degan.
Se iniciaron, entonces, las redadas y fueron capturados los que se sabía que eran líderes del movimiento de protesta.
Luego de permanecer presos, ocho de ellos fueron llevados a juicio.
En realidad, toda la dinámica probatoria y argumentativa del fiscal a cargo del caso estuvo orientada a demostrar lo que ninguno de los acusados negaba: su militancia política, sus ideas revolucionarias, su participación en manifestaciones públicas, el haber sido oradores dentro de ellas, el estar en contra del orden de cosas que reinaba, el haber redactado manifiestos y panfletos, el haber asistido a reuniones políticas, el conocer a los demás acusados, etcétera. Jamás, sin embargo, se probó quién hizo estallar la bomba y, exceptuando a uno de ellos, a quien de todos modos nadie vio haciéndola estallar, ninguno de los acusados se encontraba en la plaza al momento de ocurrir los hechos.
Todos los analistas coinciden en que la acusación estuvo determinada por su evidente militancia y su lenguaje rebelde, lenguaje empleado por ellos inclusive dentro del juicio mismo. Testigos presenciales desmintieron a declarantes que afirmaban circunstancias comprometedoras, como la tenencia de un arma, por ejemplo. Vino a saberse que los jurados fueron escogidos perversamente por el juez entre personas con claros prejuicios en contra de los sindicados por razones de xenofobia (la mayoría eran inmigrantes) o de orden ideológico, escogencia que comprometió seriamente el principio fundamental de la justicia, que es el de la imparcialidad de los jueces, y que los testigos de cargo —más allá de que hubiesen sido desmentidos por testigos que se hallaban presentes en el lugar— habían sido literalmente comprados por la fiscalía.
Los mismos reos asumieron su defensa.
El juez, sin embargo, los interrumpía permanentemente.
George Engel, alemán, de 50 años, quien era tipógrafo, dijo, entre otras cosas:
“Es la primera vez que comparezco ante un tribunal norteamericano, y en él se me acusa de asesino. ¿Y por qué razón estoy aquí? ¿Por qué razón se me acusa de asesino? Por la misma que me hizo abandonar Alemania; por la pobreza, por la miseria de la clase trabajadora. Aquí también, en esta “República Libre”, en el país más rico de la tierra, hay muchos obreros que no tienen lugar en el banquete de la vida y que como parias sociales arrastran una vida miserable. Aquí he visto a seres humanos buscando algo con que alimentarse en los montones de basura de las calles.
(…)
¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonen millones […], otros caigan en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizadas en beneficios de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar […]. La noche en que fue arrojada la primera bomba en este país, yo estaba en mi casa y no sabía una palabra de la ‘conspiración’ que pretende haber descubierto el ministerio público”.
Otro de los acusados, Samuel Fielden, de 39 años y nacido en Inglaterra, quien era obrero textil y pastor metodista, dijo:
“Se me acusa de excitar las pasiones, se me acusa de incendiario porque he afirmado que la sociedad actual degrada al hombre hasta reducirlo a la categoría de animal ¡Andad! Id a las casas de los pobres, y los veréis amontonados en el menor espacio posible, respirando una atmósfera infernal de enfermedad y muerte….
La cuestión social es una cuestión tanto europea como americana. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos el obrero arrastra una vida miserable, la mujer pobre se prostituye para vivir, los niños perecen prematuramente aniquilados por las penosas tareas a las que tienen que dedicarse, y una parte de los vuestros se empobrece también diariamente. ¿En dónde está la diferencia de país a país?”
El acusado August Spies, de 31 años y nacido en Alemania, quien era periodista, luego de haber sido tapicero, expresó: (La persona que menciona como “Bonfield” es el capitán de la policía John Bonfield, quien llevó a la policía a la plaza).
“Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente de los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos ante el Consejo de los Diez en ocasión semejante:
Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia. Se me acusa de complicidad en un asesinato y se me condena, a pesar de no presentar el Ministerio Público prueba alguna de que yo conozca al que arrojó la bomba ni siquiera de que en tal asunto haya tenido intervención alguna. Sólo el testimonio del procurador del Estado y de Bonfield y las contradictorias declaraciones de Thomson y de Gilmer, testigos pagados por la policía, pueden hacerme pasar como criminal. Y si no existe un hecho que pruebe mi participación o mi responsabilidad en el asunto de la bomba, el veredicto y su ejecución no son más que un crimen maquiavélicamente combinado y fríamente ejecutado, como tantos otros que registra la historia de las persecuciones políticas y religiosas. Se han cometido muchos crímenes jurídicos aún obrando de buena fe los representantes del Estado, creyendo realmente delincuentes a los sentenciados. En esta ocasión ni esa excusa existe. Por sí mismos los representantes del Estado han fabricado la mayor parte de los testimonios, y han elegido un jurado viciado en su origen. Ante este tribunal, ante el público, yo acuso al Procurador del Estado y a Bonfield de conspiración infame para asesinarnos.
Referiré un incidente que arrojará bastante luz sobre la cuestión. La tarde del mitin de Haymarket, encontré a eso de las ocho a un tal Legner. Este joven me acompañó, no dejándome hasta el momento que bajé de la tribuna, unos cuantos segundos antes de estallar la bomba. Él sabe que no vi a Schwab aquella tarde. Sabe también que no tuve la conversación que me atribuye Thomson. Sabe que no bajé de la tribuna para encender la mecha de la bomba. ¿Por qué los honorables representantes del Estado, Grinnell y Bonfield, rechazan a este testigo que nada tiene de socialista? Porque probaría el perjurio de Thomson y la falsedad de Gilmer. El nombre de Legner estaba en la lista de los testigos presentados por el Ministerio Público. No fue, sin embargo, citado, y la razón es obvia. Se le ofrecieron 500 duros por que abandonase la población y rechazó indignado el ofrecimiento. Cuando yo preguntaba por Legner nadie sabía de él; ¡el honorable, el honorabilísimo Grinnell me contestaba que él mismo lo había buscado sin conseguir encontrarle! Tres semanas después supe que aquel joven había sido conducido por dos policías a Buffalo, Nueva York. ¡Juzgad quiénes son los asesinos!
Si yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido causa de que se arrojara, o hubiera siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí”.
Finalmente, los ocho acusados fueron condenados (20 de agosto de 1886).
Siete años después, sin embargo, el Estado de Illinois reconoció que en el proceso se habían presentado gravísimos errores judiciales, actos que contrariaban la imparcialidad del juez y la objetividad del fiscal, y ausencia de lógica en la valoración de las pruebas.
“El honorable Carter H. Harrison, entonces alcalde de Chicago, y el Sr. F. S. Winston, procurador general de Chicago, —se lee en el documento fechado el 26 de junio de 1893 y suscrito por el gobernador del Estado de Illinois John P. Altgeld— tuvieron una conversación con el fiscal Grinell respecto a la evidencia contra Neebe. Según los señores Harrison y Winston, el fiscal manifestó que no creía que hubiese pruebas contra Neebe y que quería dejarlo fuera del proceso, pero que sus colegas lo disuadieron por temor a que semejante paso influyera al jurado en favor de los demás acusados”.
He analizado cuidadosamente toda la evidencia que existe contra Neebe y no pude hallar ni la sombra de un cargo contra él. Algunos de los otros acusados eran culpables de utilizar un lenguaje sedicioso, pero ni siquiera esto puede atribuirse a Neebe”.
Particularmente grave es el siguiente aparte del documento:
“Los que defienden a los prisioneros también manifiestan con amargura que consta en el expediente que el juez condujo el juicio con una ferocidad maliciosa y forzó a los ocho hombres a ser juzgados en conjunto; que en el interrogatorio de los testigos provistos por el Estado, el juez obligó a la defensa a limitarse a ciertos puntos específicos, mientras que al interrogar a los testigos de los acusados permitió que la fiscalía inquiriera sobre temas totalmente ajenos a las hechos; también manifiestan que a lo largo del juicio todos los dictámenes fueron favorables al Estado. Además, folio tras folio el expediente contiene insinuaciones del juez, con la evidente intención de alinear al jurado con su particular punto de vista, y que estas exposiciones, que provenían del juez, fueron mucho más perjudiciales que cualquier arenga del fiscal del Estado; que el fiscal a menudo se inspiró en el ejemplo del juez en sus exposiciones. (…)
Estas acusaciones son de carácter personal, y aunque parecen respaldadas por los expedientes del juicio y por los documentos que tengo ante mí y tienden a demostrar que los acusados no tuvieron un juicio justo, no creo necesario seguir discutiendo este aspecto del caso”.
Pero no menos elocuente es el siguiente aparte del documento (Recuérdese que el “Sr. Grinnell” del que allí se habla, apellido que también aparece escrito con una sola letra “n”, es, nada más ni nada menos, que el fiscal):
“En el otoño de 1887, algunos de los empresarios más destacados de Chicago se reunieron para consultar si debían solicitar un indulto para alguno de los condenados. El Sr. Grinnell estaba presente y manifestó que tenía serias dudas sobre si Fielden tenía un revólver en aquella ocasión, e incluso sobre si alguna vez había tenido uno.
(…).
Resulta evidente que no había pruebas contra Fielden por algo que hubiera sucedido aquella noche, y como queda demostrado, para ser considerados culpables él y los demás acusados por las consecuencias y efectos de instigación perniciosa y criminal a la violencia ante grandes masas, ya fuera en discursos o impresos, debía demostrarse que la persona que cometió el atentado había leído u oído tal instigación: porque no puede decirse que el culpable actuó bajo tal instigación si nunca la recibió”.
El documento desnuda que el propio juez sabía perfectamente que ninguno de los condenados había tomado parte en el hecho de la muerte del policía y que, en realidad, habían sido condenados por sus discursos y proclamas. Dice el documento lo siguiente:
“El Estado nunca encontró a los responsables de arrojar la bomba que mató al policía, y la evidencia no demuestra ninguna conexión entre los acusados y el hombre que la arrojó. El juez que intervino en la causa se manifestó de la siguiente manera tanto al denegar la moción para una nueva audiencia como en un artículo publicado recientemente en una revista: “Los acusados no fueron condenados por haber tenido alguna participación en el acto específico que causó la muerte de Degan; fueron condenados porque ellos, en general, en sus discursos y en sus impresos, habían aconsejado a grandes cantidades de personas, no a individuos particulares, sino a grandes cantidades, cometer asesinato, y habían dejado la concreción de tal crimen -la hora, el lugar y el momento- a voluntad y capricho de la persona que escuchaba tal consejo, y como consecuencia de tal consejo, siguiendo tal consejo e influenciado por tal consejo, alguien a quien no conocemos sí arrojó la bomba que causó la muerte de Degan. Ahora, si esto no es un principio del derecho, entonces, por supuesto, los acusados tienen derecho a un nuevo juicio. Este caso no tiene precedente; no hay jurisprudencia de un caso de este tipo”.
Sin dudas, el juez decía la verdad cuando declaraba que este caso no tiene precedentes, y que no había ningún ejemplo en los códigos de leyes que aplicara la ley en el sentido declarado aquí arriba. Porque, en todos los siglos durante los cuales los hombres se han dado gobiernos y el crimen fue castigado, nunca antes un juez de un país civilizado ha establecido semejante ley”.
Ante la abrumadora evidencia, el Gobernador del Estado de Illinois, en ejercicio de las potestades que le confiere la Constitución de los Estados Unidos, dispuso la libertad inmediata de los condenados que purgaban prisión, Samuel Fielden, Oscar Neebe y Michael Schawab (26 de junio de 1893).
Empero, los que habían sido condenados a la pena de muerte —Albert Parsons, Augusto Spies, Adolph Fischer y George Engel— ya habían sido ejecutados en la horca (11 de noviembre de 1886).
Antes de la ejecución (10 de noviembre de 1886), el acusado Louise Lingg se había suicidado dentro de su celda. Había nacido en Alemania, era carpintero y tenía 22 años de edad.
Con la pretensión de unir a todos los partidos, movimientos, tendencias y organizaciones, los dirigentes obreros se idearon en Londres, Inglaterra, lo que llamaron “la Internacional”, que aspiraba a unir a todos los trabajadores del mundo y que, unidos, defendieran sus intereses. La primera se celebró allí, en Londres, en 1864. Pero no se trataba de una reunión, sino de una serie de congresos y de actuaciones que se celebrarían y se prolongarían a lo largo de los años. Finalmente, la así llamada Primera Internacional, después de 12 años, llegó a su fin, pues se decidió su disolución en 1876 en Filadelfia, Estados Unidos.
Vino, entonces, la Segunda Internacional. Esta tuvo su sede en Bruselas, Bélgica, y se inició en 1889.
Fue en la Segunda Internacional donde se aprobó que se conmemorara el primer día de mayo de cada año como el Día Internacional del Trabajo. Esta decisión de la Segunda Internacional fue aprobada por los países del mundo y así el 1 de mayo quedó definido universalmente como el Día Internacional del Trabajo. No obstante, los Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda decidieron no unirse a esa fecha y dispusieron conmemorar el Día del Trabajo dentro de sus países en otras fechas distintas.
Para conmemorar los hechos, dos años después de su ocurrencia, se instaló en la Plaza de Haymarket una estatua en homenaje a la memoria… del policía que murió en la revuelta. (O de los policías que supuestamente murieron, pero cuyos nombres, exceptuando el de Mathias Degan, desconocemos).
La estatua del policía fue esculpida por el escultor Johannes Gelert y el encargo de la obra se lo hizo un grupo de empresarios y líderes de la sociedad civil.
Como era de esperarse, el monumento despertó una fuerte controversia, máxime que, en cambio, ningún monumento fue erigido a la memoria de los trabajadores que, a raíz de tales hechos, habían perdido la vida.
Finalmente, la estatua fue trasladada a otro lugar.
En el año 2004, más de un siglo después de lo ocurrido, se instaló otra escultura.
Esta —que sí representa a los huelguistas— fue esculpida por la escultora Mary Brogger. Es la que pueden observar libremente los turistas que hoy en día visitan la Plaza de Haymarket.
Para observar la otra, hay que ir a la Jefatura de Policía de Chicago, donde se encuentra instalada, y obtener un permiso para ingresar a verla.
ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ: Miembro de la Academia de Historia de Santander y del Colegio Nacional de Periodistas.