Cada vez más se están poniendo en evidencia los enormes riesgos que trae consigo el ejercicio de la potestad disciplinaria omnímoda que la ley les da a los jueces y magistrados para, incluso, privar de la libertad a las personas cuando, simplemente, consideran que les han faltado al respeto.
En el caso de la abogacía, esta profesión liberal fue puesta por el Estado bajo la férula de su poder disciplinario a través de un código en cuya redacción tomó parte exclusivamente el Poder Público. Allí se describen como faltas disciplinarias numerosas conductas, entre ellas una aparentemente obvia, pero cuya peligrosidad para la libertad de expresión de la abogacía ya empieza a notarse: la que se denomina “faltas al respeto debido a los funcionarios públicos“, entre los cuales se incluyen, desde luego, los del Poder Judicial.
La cuestión cobra una particular gravedad porque, en primer lugar, por ninguna parte se define qué debe entenderse por “respeto“, y, en segundo lugar, si bien se señala que, de todos modos, la abogacía tiene derecho a “denunciar” las faltas cometidas por los funcionarios estatales, y a “reprocharlas“, es evidente —como lo comprobará este portal— que tales vocablos, “denunciar” y “reprochar”, no son comprendidos en su verdadera significación por la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, de suerte que esa Sala censura al abogado que se atreve a, precisamente, denunciar y reprochar las faltas de esos funcionarios. La censura se impone con el argumento de que se ha violado el deber de “mesura“, concepto que tampoco se delimita en ninguna parte del código y queda, por lo tanto, al libre criterio de la Sala Disciplinaria decir si le parece que el orador o el escritor forense fue mesurado en su discurso o en su pieza escrita, o no lo fue.
En otras palabras, mientras el propio Código Disciplinario del Abogado le otorga a la abogacía colombiana el derecho a la denuncia y al reproche (que, dicho sea de paso, no son solo un derecho, sino también un deber de todo ciudadano honorable), una visión totalmente recortada de esas nociones, al igual que de la noción de mesura, permite que a quien denuncia o a quien reprocha, le caiga todo el peso del poder disciplinario estatal.
Pero la cosa es todavía más grave.
En efecto, la Sala Disciplinaria califica la “mesura” y el “respeto” con la mera lectura aislada, completamente fuera de contexto, de la pieza oratoria pronunciada o del memorial escrito por el jurista. De modo que aspectos de capital importancia como la justicia o injusticia de la denuncia o del reproche, los motivos determinantes, las circunstancias antecedentes, el estado de ánimo del jurista, las condiciones de adversidad o angustia en que se desenvolvía, la provocación de la que hubiese sido víctima por parte del funcionario estatal, la particular monstruosidad de los hechos minimizados o despreciados por el funcionario, el hecho de que el jurista estuviese defendiendo su honor profesional, etcétera, nada, absolutamente nada significan.
Y ello, a pesar de que, clara y expresamente, el propio Código Disciplinario del Abogado ordena que se tengan en cuenta las nociones y principios del derecho penal y a pesar de que, literalmente, habla de la “antijuridicidad“, de la “culpabilidad” y de las causales que excluyen la una o la otra. Como lo sabe cualquier penalista, el hecho de que una persona mate a otra no siempre constituye delito de homicidio y, por ende, no siempre se puede castigar al autor con una pena, pues si concurre en los hechos una causal que excluya la antijuridicidad —como lo es, por ejemplo, la legítima defensa del honor— no puede afirmarse, jurídicamente hablando, que existió falta y, por consiguiente, es jurídicamente imposible imponer castigo alguno, por cuanto la reacción fue justificada. Y si el derecho justifica hasta el sacrificio de la vida en legítima defensa del honor o de otro bien jurídico, se cae de su peso que—con mayor razón— justifica una reacción no letal, como la que se plasma en una intervención forense.
Empero, eso no es lo más grave.
Y es que en el caso de los funcionarios del Estado sancionados disciplinariamente —por la Procuraduría General de la Nación, por ejemplo— tales decisiones son actos administrativos y, por consiguiente, ellos pueden acudir a la jurisdicción contencioso-administrativa en ejercicio de la acción de nulidad.
No ocurre lo mismo con la abogacía. Los abogados sancionados disciplinariamente —entre ellos (para la cuestión que nos ocupa, los multados, censurados o hasta suspendidos por haber ejercido su derecho a la denuncia y el reproche) quedan inmersos en una sin salida. Las decisiones por medio de las cuales se les sanciona no son considerados actos administrativos, sino sentencias judiciales, y por lo tanto no pueden acudir a la acción de nulidad.
Y, sin embargo, la Corte Constitucional, por vía de tutela, ha dejado en evidencia que en el juzgamiento y sanción de abogados, la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura ha incurrido en violación a los derechos fundamentales del abogado sancionado. Así, por ejemplo, una memorable sentencia de la Corte Constitucional amparó los derechos fundamentales de un abogado que había sido sancionado por la precitada Sala Disciplinaria por haber cobrado, a título de honorarios, el porcentaje que había pactado con su cliente, una alcaldía municipal. A la Sala Disciplinaria le pareció el porcentaje pactado como desproporcionado y, además, censuraba al profesional del derecho por no haber reducido dicho porcentaje a pesar de que, finalmente, el pleito había terminado anticipadamente por conciliación judicial. La Corte encontró que, en primer lugar, la tabla de tarifas de honorarios profesionales aprobada por el Ministerio de Justicia para el Colegio Nacional de Abogados, permitía pactar no solo ese porcentaje, sino incluso uno mucho mayor, y que, en segundo lugar, ninguna norma obligaba al profesional a reducir lo pactado solo porque obtuviera el resultado perseguido con menos trabajo y menos tiempo del previsto.
Esto es, por supuesto, extremadamente grave.
Y lo es, porque la Corte Constitucional no estudia todas las tutelas, sino solamente aquellas que la correspondiente Sala de Selección escoge para que sean revisadas por esa corporación. Las demás, es decir, las no escogidas —y que son la inmensa mayoría— son devueltas y el accionante tiene que resignarse. Aquel abogado, por ejemplo, habría quedado sancionado si la Corte Constitucional no se hubiera interesado en su caso.
¿En qué quedan, entonces, los derechos fundamentales de los abogados sancionados cuyas tutelas no son seleccionadas para revisión?
Pero, aun así, lo más grave no es tampoco esto. Lo más grave es que las demandas de tutela contra la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, en primera y en segunda instancia, las decide la misma Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura.
Muy buena su apreciación; yo renuncié a un cliente deshonesto y por decir esta palabra en mi renuncia, con las pruebas de ello pues llevaba varios casos y en una reliquidación pensional sin pedirme permiso para el paz y salvo impuso a su hija que es abogada, la cual no fue aceptada, por carta dirigida a Cajanal, por ende nunca me ayudó a otros casos pues el motivo era perjudicarme y por lo mismo motivé mis renuncias en todos mis casos por esta situación mencionando su deshonestidad, un paisano suyo LUIS ERNESTO CASAS FARFÁN me inició acción disciplinaria por incumplir el art. 32 del Código de Ética, descalificando el material probatorio que demuestra la deshonestidad del citado cliente. Ante esta situación estoy buscando pruebas y jurisprudencia de cómo se puede sustentar una renuncia.