Hoy hace cuarenta años que soy abogado (Memorias de una noche mágica). Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Ahí vas.

Sí: ahí vas, Óscar Humberto. Caminando solo, como casi siempre caminaste hasta esta noche mágica de diciembre. Acabas de dejar atrás la ceremonia iluminada, con sus discursos y sus emociones, y a los profesores que tuvieron la deferencia de quedarse un rato más para tomarse una copa con quienes hasta hace poco eran sus alumnos. O sus discípulos, como te gustaba más escribir en tus carpetas rememorando la usanza antigua.

Ahí vas, Óscar Humberto. Con el traje verde oscuro, de saco y de chaleco, que escogiste en el almacén Cartago, el de allá del centro, de la calle 35, a donde te llevaron quienes te lo iban a regalar para que lo lucieras la noche de tu grado. Vas hablando contigo mismo, como te ha gustado hacerlo y como habrá de seguirte gustando hacerlo por siempre. “Yo no hablo solo —diría el poeta español Antonio Machado—; yo hablo con el hombre que siempre va conmigo”.

 

 

Vas caminando por la circunvalar, la misma circunvalar que tantas veces recorriste. Que recorriste en los dos sentidos: desde la casa del comandante del ejército —donde siempre viste apostados a los soldados de la Policía Militar, con sus uniformes impecables y sus relucientes fusiles— hacia la universidad privada donde estudiabas, y horas más tarde desde esta hacia la casa del comandante, la hermosa vivienda donde solías contemplar el refrescante batir de las palmeras y el encanto particular de los jardines.

Esta vez te diriges hacia esta misma casa, pero ya no llevas contigo tus carpetas cargadas de apuntes, ni tus preocupaciones por qué te irán a preguntar en el previo, sino el diploma, aquel importante cartón académico que ya te han entregado y que tú has recibido con una sonrisa y unas gracias mientras los directivos universitarios te estrechaban o se preparaban a estrechar tu mano derecha helada.

 

 

Ahí vas, aparentemente solo, pero en realidad acompañado por los buenos recuerdos de todos esos años de lucha y de esperanza.

No son, sin embargo, tus añoranzas hermosas la única compañía que te está deparando esta noche. También te brinda su cálida compañía el precioso cielo bumangués que ha sacado a relucir todas sus galas, como si su Creador hubiese decidido felicitarte también poniendo a brillar arriba todas las estrellas del universo al mismo tiempo y disponiendo que la luna comience, al igual que ellas, a iluminarte los senderos de la vida por donde transites a partir de esta bella noche de sortilegio.

 

 

Vienes de allá, del aula máxima de tu alma mater, donde todo han sido sonrisas, y abrazos, y besos en la mejilla, y manos estrechando la tuya, y voces augurándote un futuro promisorio. Tú mismo te rehusaste a que te llevaran en carro de regreso a tu casa, la vieja e inmensa casa del centro de la ciudad donde sabes que te están esperando los tuyos para celebrarte la fiesta. Agradeciste el ofrecimiento, pero dijiste que te quedarías otro rato, aunque sabías que sería un rato corto, pues a continuación comenzarías a caminar. Sí, te alejarías de la universidad a pie, como siempre, caminante como fuiste hasta esta noche, como lo fuiste desde que eras un niño y caminabas de tu casa a la escuela y de la escuela a tu casa; y como lo fuiste desde que eras un adolescente y caminabas de tu casa al colegio y del colegio a tu casa; y como lo fuiste desde que eras ya un joven universitario y caminabas de tu casa a la universidad y de la universidad a tu casa, cuando ya no podías contar, como contabas durante los años idos, con la fortuna de que en cualquier recodo del camino te parara Miguelito Ardila y te permitiera subirte a su bus rojizo por la puerta de atrás. Esta noche vas a pie, pero llevas un destino inmediato y cercano.

 

 

Ahí vas, Óscar Humberto, portando en tus manos tu diploma como si acabaran de entregarte un cofre y dentro de él tu futuro. Ahí vas, caminante, ahora ya hecho un hombre, ahora convertido en un nuevo profesional del derecho, ahora transformado en un nuevo exponente de esa abogacía que tanto admiras, la de los oradores impetuosos que hacen restallar sus voces y sus reclamaciones en los muros y las columnas de los palacios de la justicia, de esa justicia que tú crees imparcial, serena, digna y justa. Ahí vas, repleto de ilusiones, de perspectivas, de planes, de proyectos, de locuras.

 

 

Esta noche llevas, Óscar Humberto, el corazón alegre, alegre por lo que acabas de recibir de manos de un joven rector sonriente, que te ha felicitado por la tesis de grado que escribiste. Sí, vas alegre por aquel diploma que, al final, te redactaron con la misma expresión con la que se redactaron los diplomas desde siempre, aquella que, por infortunio para quienes fueron tus compañeros de clase, han anunciado que desde el primero de enero siguiente ya no será nunca más la misma. Que no lo será nunca más porque el siguiente primero de enero entrará a regir en tu país la nueva reforma universitaria y, entonces, se acabará esa realidad hermosa, hasta esta noche imperante, de que los jóvenes obtienen su título universitario y enseguida comienzan a refrendarlo con el ejercicio de la profesión que escogieron. Ahora todo será diferente y las fiestas de grado, como la que sabes que te espera en el enorme patio de tu lejana casa de adobe y teja, estarán marcadas por nuevas preocupaciones inmediatas, otra vez de carácter académico.

 

 

Pero, además, llevas el corazón alegre por otra razón: porque vas camino a casa de los Riberos, la misma casa aquella ubicada unos cuantos metros al norte del templo de San Pío a cuyos residentes has sorprendido, en cálidas noches de serenata, con tu guitarra y las guitarras y los tiples de tus amigos, para demostrarle a la compañera de estudios que allí vive, y de la que estás enamorado, lo mucho que lo estás y la manera como su sola compañía diaria te enriquece la existencia. Hacia allá vas, sí, estrenando de todo, desde zapatos hasta corbata, desde medias hasta camisa, desde ropa interior hasta saco, desde chaleco hasta loción, desde pañuelo hasta gafas, desde correa hasta billetera, desde título hasta metas. Y vas hacia allá, cantando mentalmente aquella vieja canción mexicana que a ti te gusta cantar en la regadera a cielo abierto de tu vieja casa y que ahora canta, a través de un disco que pasan en las emisoras de radio, algún artista de tu país, en ritmo bailable, y según la cual “El camino hacia su casa / tiene cuatro o cinco cuadras / y hay que ver con qué gustazo / yo camino paso a paso / cuando voy por mi muchacha”.

Sí, vas hacia allá, Óscar Humberto, hacia su casa, con tu alma limpia y tu mente inmaculada de esta noche de encanto, y con esas lágrimas furtivas que ahora te han sorprendido en el camino, que te están rodando por tus mejillas y te obligan a estrenar tu pañuelo, el pañuelo blanco, porque tenía que ser blanco, no de otro color, según te lo explicó Alfonso Roa en el almacén Cartago.

 

 

Ahí estás, Óscar Humberto, parado frente a aquella casa, ya no con tu guitarra de palo, sino con tu valioso trofeo, con tu conquista de papel surcada de firmas y de sellos, aquella conquista fruto de tantas luchas, de tantas vicisitudes, de tantas adversidades, de tantas alegrías. La empleada te ha abierto la puerta y te ha mandado seguir mientras no deja de mirarte con una difusa mezcla de simpatía y de respeto.

Ya estás ahí, sentado en una de las sillas de la sala. La casa te parece esta noche más iluminada que siempre, más acogedora, como si la hubiesen dispuesto especialmente para recibirte y que ella también te felicite. Entonces, sale del fondo el señor de la casa, el jefe de aquel hogar, don Gustavo Riberos, don Gustavo Riberos Díaz, el señor al que sientes estimar tanto y de quien percibes un aprecio similar, y ves que se dirige hacia ti, con los brazos extendidos, con su sonrisa franca de hombre sencillo y sincero, con su saludo efusivo de “¡Buenas noches, mi doctor!”, y, entonces, tú te levantas de la silla —como aprendiste que debe hacer un caballero cuando otro, y máxime si es mayor en edad, dignidad o gobierno, lo saluda— y recibes su abrazo cálido, y oyes su voz que te felicita, y descubres sus ojos de hombre bueno ligeramente humedecidos detrás de sus gafas transparentes, y piensas que es quizás porque ha descubierto los tuyos enrojecidos. Entonces, le agradeces, con tu voz trémula, sin poder evitar sentir tu garganta súbitamente reseca y la necesidad de carraspear, y le dices que es un honor, y escuchas cuando te pide que te sientes de nuevo, que te dice “Pero siéntese, siéntese, por favor”, y es cuando sucede la escena que jamás habrás de olvidar en tu existencia, la escena más especial de aquella noche de embrujo.

 

 

Don Gustavo Riberos, en efecto, se ha retirado un momento y ha reaparecido en la sala portando en sus manos una botella de vino, y le ha ordenado a la empleada que le traiga copas de cristal, y la empleada llega trayendo consigo una bandeja con varias copas grandes y transparentes, y, entonces, él mismo destapa aquella botella, y él mismo te sirve tu copa, y él mismo se sirve la suya, y él mismo llama a su esposa —”Celina, ¿nos acompaña en el brindis?”—, y doña Celina Gutiérrez de Riberos aparece, elegante como siempre, con su sonrisa anchurosa, con sus brazos extendidos, caminando hacia ti mientras se dispone a abrazarte: “Felicitaciones, Óscar Humberto”, te dice, pronunciando tu nombre completo, y recibe su copa sin dejar de sonreír y de mirarte.

Pero, enseguida, doña Celina llama a su hija, “Claudia, venga, mire quién está aquí”, y bajará, entonces, del segundo piso, tu compañera de estudios, tu querida compañera de estudios, la joven de piel morena, y de ojos negros, y de mirada profunda, la chica de la sonrisa que, tú aún no sabes por qué, siempre percibes triste; la joven que cuando camina airosa por las gradas de tu universidad pareciera que sus cabellos negros se le agitaran como banderas al viento, igual que lo describe una vieja y hermosa canción de “Garzón y Collazos”; la joven con la que has estudiado, una y otra vez, en esa misma casa donde ahora estás y que, de cuando en cuando, se quedaba mirándote mientras sonreía y eso te bastaba para sentir que eras muy afortunado por contar al menos con su amistad y su simpatía; la joven de la que sientes que estás enamorado, sin importarte que ella lo esté de ti o que no lo esté, porque tomaste hace mucho tiempo la decisión personal de dar siempre amor a torrentes sin esperar recibir nada a cambio.

 

 

El brindis lo hace don Gustavo; es un brindis breve, un brindis sencillo, un brindis en el que te desea una vida profesional exitosa y que Dios te bendiga siempre. Y es cuando bebes aquella copa de vino, aquella inolvidable copa de vino con la que don Gustavo Riberos Díaz te está celebrando tu grado en su propia casa.

Claudia se ha retirado, ha subido de nuevo al segundo piso, porque – ha explicado – va a terminar de “arreglarse”. Tú, con la copa aún en la mano, porque don Gustavo te ha preguntado si deseas más vino y tú le has respondido que sí, sientes que no entiendes qué más puede arreglarse aquella joven que, cuando ha salido, llamada por su mamá, ha lucido tan esplendorosa.

Tú has terminado el último sorbo de tu segundo vino y, entonces, mientras depositas la copa de cristal en la bandeja, aparece de nuevo tu linda compañera de estudios portando en sus manos su cartera y las llaves del carro Renault verde que ella y su familia tienen para su servicio. Sí, porque eras tú, en aquella casa elegante, donde un piano que jamás escuchaste tocar a nadie te recibió siempre, el único de los hombres que iban a visitar a las hijas de don Gustavo, que llegaba a pie y tenía que ser ella quien te llevara a bordo del automóvil de la familia.

 

 

Han llegado tú y ella a tu casa, la anchurosa y vieja casa ubicada en la zona histórica de tu ciudad natal. Todavía son tiempos en los que se puede aparcar junto al andén del frente y así lo hace tu compañera de estudios. Ambos descienden del vehículo y se disponen a ingresar a la casona familiar, que desde afuera se observa engalanada de fiesta. Tu amigo Guillermo Eduardo Vargas ya se encuentra allá al fondo, al lado del comedor, parado junto al equipo de sonido, a la expectativa, presto a cumplir lo que tú le has pedido con suficiente antelación que haga. El patio está vestido de festones, y de bombas de colores, y repleto de gente, como están igualmente llenos de gente los corredores. Allí están tus familiares, y tus vecinos, y tus vecinas, y tus amigos, y tus amigas, y tú vas avanzando hacia adentro mientras saludas a los más próximos y los más próximos te abrazan, te besan y te felicitan regalándote sus sonrisas. Entonces, Guillermo pone a sonar el pasillo convenido y de esa manera les queda claro a todos cuáles son tus gustos musicales. Claudia se ha sentado en una de las sillas de la entrada y tú empiezas a recorrer el extenso patio desplazándote lentamente por sus bordes, donde han sido dispuestas las sillas con destino a los invitados, y vas saludándolos a todos. Ahí están, entre otros, el joven médico Javier Jerez Medina, a quien conociste a propósito de tu tesis de grado, y Zulma, su esposa; ahí está el peluquero y compositor de canciones para el pueblo Rafael Mancipe; y está Martha Cecilia Ojeda, la hermosa joven a la que conociste tres años atrás, cuando estabas a punto de abandonar la carrera debido a las dificultades por las que atravesabas, y quien, sin proponérselo, te insufló ánimo en el corazón atribulado, con una frase de la cual nunca imaginó la enorme importancia que tendría para tu autoestima; y está Cecilia Vanegas, la compañera de la Legión de María que te recibía en su casa sentándose en el sofá mientras abrazaba un cojín y quien te dio a conocer a la artista italiana Gigliola Cinquetti; y está Magaly Ojeda, la jovencita morena que fue tu vecina en otro barrio, al igual que sus hermanas mayores, hasta once años atrás; y el capitán Rafael Pinilla, y el capitán Juan Guillermo Vargas, y las hermanas Meneses, y, en fin, ahí está la inmensa mayoría de las personas que tú querías que estuvieran.

Ahora hablas, Óscar Humberto, les hablas a todos y todos te escuchan con atención. Transcurre todavía la noche del viernes diecinueve de diciembre de mil novecientos ochenta.

 

 

Hoy, escribiendo en el teclado de tu computador, sientes que tenía razón el poeta y guitarrista argentino Alfredo Le Pera cuando escribió, para que se lo cantara su compañero Carlos Gardel, que “Veinte años no es nada”.

Pero también sientes que cuarenta tampoco.

 

Ruitoque, Mesa de las Tempestades, Área metropolitana de Bucaramanga, sábado 19 de diciembre de 2020

 

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