Debían cumplirse 67 años de la colocación de la primera piedra en 1896 de la Catedral de la Sagrada Familia de Bucaramanga. A escasos siete años de edad y aún todavía niño sin uso de razón, tuve que presenciar uno de los espectáculos teatrales religiosos y sacros más impresionantes y que más huella dejaron, en medio de una atiborrada multitud, la mayoría de los cuales presenciaba el drama en silencio, apesadumbrados, vestidos de negro.
Quién es el señor, se me ocurrió preguntar, luego de presenciar tanto despilfarro de apesadumbramiento y solemnidad. Mi madre –mujer devota sin ser fanática- lacónicamente y en sumo recogimiento, aseveró: “es Papa Lindo”. -Lo mataron los judíos-.
A partir de ese momento y sin saber quiénes fueron, empecé a temerles, a verlos donde quiera que hubiese un conflicto, olor de sahumerio, o llanto donde quiera hubiese una cruz.
Ese mismo año hice mi primera comunión. Mi tía Tita, modelo en rectitud y templanza, me instruyó sobre la importancia de tan inusitado día, explicándome con meridiana claridad y sapiencia rayana casi en la certeza absoluta, hechos del Gólgota y la institución Eucarística. Cada vez que podía recalcaba: “En la hostia que recibirás ese día de pureza y felicidad, consumirás el cuerpo de Jesús”. Tremenda angustia y compromiso me había entregado.
Ese jueves Santo, 2 del mes de abril de 1953 y durante cada magna festividad en los años posteriores, mientras me volvía adolescente, la usanza de indumentaria consistía en el estreno de saco y corbata. En medio de gran solemnidad y en grupo, haciendo fila de mayor a menor, recibíamos la eucaristía en familia. Luego –cosa rara- vino y ponqué al desayuno sobre mantel blanco bordado por mi madre. Lo único que me faltó ese día fueron alas para poder volar. Luego, degustar los siete potajes. Se me agua la boca.
En la medida que fui creciendo, la enseñanza moral que dejaba año por año la muerte de Jesús conmemorada al día siguiente, se direccionaría a proteger lo sensorial proveniente del pecado proveído por el mundo y la carne, en señal de la tristeza que debería sentirse. La música radial, a no ser la clásica estaba prohibida, no podía uno bañarse y menos jugar, tampoco degustar bebidas alcohólicas. Después de la fatídica hora de las tres de la tarde y hasta el sábado siguiente, el recogimiento debería ser total. Si por casualidad un acto sexual rompía la monotonía, existía la posibilidad de quedarse uno apuntillado por siempre a su pareja.
Conclusiones: Hitler asistió de niño a las procesiones de la Semana Mayor. El día que menos niños nacen es nueve meses después de cada viernes santo.
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*: Ingeniero químico e historiador. Miembro Correspondiente de la Academia de Historia de Santander.