GUILLERMO SORZANO (Capítulo I). Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro de Número de la Academia de Historia de Santander.

 

En la esquina suroriental de la avenida Rafael Uribe Uribe (calle 36) con la carrera 16, en pleno centro de Bucaramanga, hay todavía un antiguo edificio cuyo interior recuerdo como de pasillos generosos y de amplias oficinas. Ahí quedaba el consultorio del joven médico santandereano Guillermo Sorzano González.

Se había trasteado desde su primera sede, un pequeño local con puerta hacia la calle ubicado sobre el costado occidental de la carrera 18 entre las calles 34 y 35, donde su secretaria era una joven en aquel entonces de treinta años de edad y quien hoy es una de nuestras fuentes orales anónimas. Ella también estrenó, con gran alegría, el nuevo consultorio del joven y distinguido galeno.
Durante los varios años que permanecieron allí, habían sido vecinos del prestigioso odontólogo santandereano Carlos Pérez Martínez, cuyo consultorio quedaba sobre la misma acera oeste.

 

 

El doctor Sorzano fue el facultativo santandereano que, como Secretario de Higiene de la Alcaldía Municipal de Bucaramanga —cuando esa dependencia existía y existía también en las escuelas la clase del mismo nombre—, libró una denodada lucha por cambiar la mentalidad de nuestra gente de entonces, reacia a aceptar que jóvenes, como él, provenientes de la lejana, fría y brumosa capital del país y que habían llegado con diplomas debajo del brazo que los acreditaban como médicos y expertos en ginecología y obstetricia, pretendieran reemplazar a las reputadas señoras que fungían de parteras, mujeres hábiles para recibir a las nuevas criaturas que aterrizaban en este “valle de lágrimas” del que hablaba la oración de la Salve, pinzar y cortar el cordón umbilical del lloroso y escandaloso recién nacido, y proceder, con la mejor maestría posible, a efectuar la ligadura correspondiente, logrando ojalá, con la necesaria complicidad de la naturaleza, una especie de nudo gordiano que ni siquiera sus ensordecedores berridos de las noches subsiguientes fueran capaces de desatar, para pasar de inmediato a la tarea no menos urgente de recuperar los colores de las pálidas y sudorosas madres a punta de consomés naturales de pollo bien calientes, que sus pacientes tenían que beberse a soplo y sorbo.

 

 

Había nacido el doctor Sorzano en la vecina Villa de San Carlos del Pie de la Cuesta y era un joven con la apostura propia de eso que entonces se daba en llamar “la alta sociedad”, clase a la que, desde luego, también pertenecía su consorte, doña Helena Espinosa Valderrama de Sorzano. Una clase a la cual, en aquellos tiempos —a diferencia de lo que suele ocurrir hoy— no solo la caracterizaba el confort económico, sino también la adquisición de una elevada cultura y el cultivo personal y familiar de acendrados valores éticos y morales, principalmente derivados de una concepción de la vida que giraba alrededor de la idea de que Dios era el centro gravitacional de la existencia del hombre y del mundo. Valores que, dicho sea de paso, no eran exclusivos de esa clase social, pues también esos mismos principios se notaban a leguas en personas de extracción humilde.

 

 

Pertenecía el médico Sorzano al Partido Conservador, el partido de sus mayores, el mismo que Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro habían fundado en 1849 —al año siguiente de que Ezequiel Rojas hiciera lo propio con el Partido Liberal—, y, al pertenecer a él se daba también por descontada su membresía en las filas de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, una militancia activa de misa los domingos y fiestas de guardar, ayuno y abstinencia cuando lo ordenaban los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, pertenencia a cofradías y asociaciones pías, y, en fin, rigurosa sujeción a los estrictos dictados del catecismo del padre Gaspar Astete, aquel teólogo jesuita español que había vivido por allá entre los remotos años de 1537 y 1601, pero que desde tan lejana época habría de dejarnos como legado aquel librito de pregunta y respuesta, pregunta y respuesta, pregunta y respuesta, que nos tocó a generaciones y generaciones enteras recitar de memoria, no solo para no irnos derecho a los infiernos inmediatamente después de la muerte —la que, la verdad sea dicha, dábamos por descontado como aún muy remota—, sino para la finalidad más inminente — aunque también preocupante, por cierto— de que la profesora no nos rajara en la materia llamada Religión y, fuera de eso, esto es, además de ponernos una mala nota en la libreta de calificaciones utilizando una incendiaria y castigadora tinta de color rojo, nos dejara las palmas de las manos también enrojecidas a punta de unos cuantos certeros y despiadados golpes con la regla.

 

 

Para el año 1955, cuando nació el fulano que no tiene empacho en escribir estas deshilvanadas líneas —y, peor aún, no tiene empacho en publicarlas—, ya el general del Ejército Gustavo Rojas Pinilla se había tomado el poder en Colombia. Se lo había tomado justamente el mismo día en que el presidente de la República elegido (sin contrincante, la verdad sea dicha) para el período 1950 – 1954, Laureano Gómez Castro, un ingeniero civil de la Universidad Nacional que brillaba más como orador que como matemático calculista, intentó reasumir el cargo desplazando a quien, debido a sus graves quebrantos de salud, había dejado como encargado del solio de Bolívar, el abogado y diplomático Roberto Urdaneta Arbeláez, en el contexto de unos hechos tan, pero tan curiosos, que basta con decir, para no extendernos, que, debido al desarrollo de ellos, en un mismo día Colombia llegó a tener tres presidentes.

El nuevo Jefe de Estado golpista —que dio el golpe cuando supo que el reincorporado presidente había decretado su destitución— designó como alcaldes, como era de suponerse, a personajes afectos a la Iglesia Católica y al Partido Conservador, pues militaba en ambos. (Aunque también lo hizo con personas del Partido Liberal, aclaremos, ya que este partido también le brindó su apoyo, dada su natural animadversión hacia el presidente que pretendía reinstalarse en el poder).

Pues bien; para la ciudad de Bucaramanga, Rojas Pinilla nombró al galeno Sorzano González, cuya edad todavía no superaba la década de los 30 años.

 

 

En aquel entonces el barrio Sotomayor —nombrado así en honor al encomendero a quien la historia oficial, a falta de una verdadera fundación de la ciudad por parte de España, le otorgó la calidad de cofundador de Bucaramanga, junto al cura doctrinero Miguel de Trujillo, y todo porque el 22 de diciembre de 1622, obedeciendo órdenes superiores, concretamente las del oidor de la Real Audiencia Juan de Villabona y Zubiarre, agrupó varias encomiendas de indios en un solo sitio, conforme lo demostró la nueva historiografía encabezada, entre otros, por el eminente historiador santandereano Armando Martínez Garnica— era el sector donde residían las familias acomodadas. El galeno Sorzano González construyó en él su casa propia, vivienda de cuya inauguración, según fuentes orales que aún viven, se sentía muy orgulloso. “Estaba feliz estrenando su nueva casa”, nos dijo una de ellas, que trabajaba como su secretaria particular en aquel entonces y quien nos contó que los únicos pacientes que acudían a su consultorio eran mujeres y todas ellas embarazadas, lo cual hoy no tiene nada de particular, pero en aquella época sí era un detalle de especial significación.

Aquella casa, que en nuestro sentir ha debido conservarse, como muchas otras, para dar testimonio inmobiliario de lo que fue una época, por ahora irrepetible, del devenir histórico de la arquitectura local, quedaba ubicada sobre el costado sur de la actual calle 42 entre las carreras 29 y 33 (que recuerde en estos instantes, ahí no hay carrera 30, ni 31, ni 32), pero hace poco fue, lamentablemente, víctima de la pica, la pala y el buldócer para dar paso a un nuevo edificio de oficinas y apartamentos atravesado por un pasaje que va a culminar en el parque José de San Martín, el mismo al que todo el mundo conoce como el ‘parque de las Palmas’.

 

 

No le gustaban al ilustre médico los muebles brillantes. Por eso, un día en que, de regreso a Bucaramanga, llegó a su consultorio y encontró los suyos como nuevos, pero con un brillo tal que cualquiera podía peinarse usando su escritorio como espejo, es decir, que los habían despojado de su tradicional color mate, le indagó a su joven secretaria sobre qué significaba aquello.

“¿Y esto?”, preguntó señalando los muebles y haciendo un gesto de desconcierto.

“Doña Helenita, doctor, —le contestó su subalterna con una sonrisa— vino con los señores de la carpintería y se los mandó a taponar”.

El médico se quedó observando los muebles durante unos instantes mientras asentía una y otra vez con la cabeza. Finalmente, detuvo ambas acciones y, entonces, miró de nuevo a su secretaria.

“Dile a Helena cuando vuelva —le dijo— que ella manda en la casa, pero que aquí en el consultorio el que manda soy yo”.

 

 

(CONTINUARÁ)

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FOTOGRAFÍA: Dr. Guillermo Sorzano González, M.D. Ginecólogo y Obstetra. Fotografía Gavassa. Cortesía del periodista e historiador santandereano Don Edmundo Gavassa Villamizar. Publicada en el libro “Bucaramanga y sus alcaldes. 1622 – 2004”. Edmundo Gavassa Villamizar. Prólogo de Roberto Harker Valdivieso. Bucaramanga. 2004. p. 126.

 

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