Cuando yo, en Bucaramanga mi ciudad natal, empecé a ejercer la abogacía —de eso ya hace casi cuarenta años— lo hice en el área del Derecho Penal, rama de la cual me separé para dedicarme al todavía exótico Derecho Administrativo.
En aquel entonces, la investigación de los delitos en Colombia estaba a cargo de unos jueces que se denominaban jueces de instrucción criminal. Entre ellos había unos que eran ambulantes, es decir, que en ejercicio de sus funciones se desplazaban por diferentes partes de nuestra geografía, pero la mayoría estaban instalados en el edificio García Rovira, ubicado en el costado occidental de la carrera 14 entre calles 35 y 36.
Pues bien: ya por entonces se cuestionaba la enorme inconveniencia de que el mismo funcionario judicial que investigaba un hecho delictivo tuviese, al mismo tiempo, el inmenso poder de disponer de la libertad del sindicado.
Los jueces de instrucción criminal disponían de esa libertad a través de una providencia conocida entonces como auto de detención.
La inconveniencia de semejante concentración de funciones en el mismo funcionario surgía porque, como investigador, era obvio que el juez instructor se formaba desde el principio de sus pesquisas un determinado criterio —una determinada hipótesis, podríamos decir— acerca de las circunstancias en que, según su personal perspectiva, habían sucedido los hechos, así como respecto del papel protagónico que el sindicado había tenido en la preparación, ejecución y consumación de los mismos.
Como la ley procesal penal solamente exigía como soporte probatorio suficiente para proferir el auto de detención el hecho de que existiera dentro del expediente, a criterio del juez instructor, un indicio grave o un testimonio creíble en contra del reo, los autos de detención habían terminado convirtiéndose en decisiones que se tomaban de manera profusa y con las cuales, en no pocas ocasiones, eran enviadas a la cárcel personas que habían rendido una indagatoria y de quienes el investigador creía que, en efecto, habían participado en los hechos y que lo habían hecho conforme él lo pensaba.
Si bien no pocos jueces de instrucción criminal son recordados por su intachable ecuanimidad —y permítaseme que, aunque tenga presentes a varios de ellos, solo por tener nombre de poeta rememore al doctor Julio Flórez—, fue tal el nivel de abusos que se dieron en aquella época, por parte de funcionarios que hicieron fiesta con esa delicada potestad, que una frase famosa vino a sintetizar la gravedad de lo que ocurría con la libertad de las personas: “Un auto de detención —se decía— no se le niega a nadie”.
Pues bien: con la creación de la nueva Fiscalía General de la Nación (Constitución de 1991), los viejos juzgados de instrucción criminal desaparecieron. Entonces, a la nueva institución se le asignó la función de investigar los delitos. Lo que se nos dijo a los colombianos fue que con la Fiscalía General de la Nación se estaba creando un ente verdaderamente poderoso, una entidad con presencia nacional que, a diferencia de los antiguos juzgados de instrucción criminal, sí podría enfrentar el ya para entonces enorme poder criminal de la delincuencia, una delincuencia que ya no era aquella que delinquía ocasionalmente, ni por móviles pasionales, ni por hambre (hurto famélico), sino una que había hecho del violar la ley penal una verdadera forma de vida que le producía pingües ganancias: la criminalidad organizada.
Más tarde, y como lógica consecuencia de esta nueva realidad, se expidió el nuevo Código de Procedimiento Penal (año 2000).
Empero, para gran sorpresa de los penalistas, este nuevo estatuto procesal les confería a los nuevos fiscales —tal y como había ocurrido con los antiguos y ya desaparecidos jueces de instrucción criminal— la potestad de poder, por su propia decisión, mandar a las personas a la cárcel.
Las críticas a este retorno de lo anterior, a este revivir otra vez lo que se creía que con el nuevo sistema iba a quedar superado, no se hicieron esperar. Ello obligó al Estado colombiano a pensar en rectificar el yerro y a legislar pensando, en primerísimo lugar, en separar la tarea investigativa de la Fiscalía de la potestad de dictar decisiones que afectaran la libertad.
Se expidió, entonces, un nuevo Código de Procedimiento Penal (año 2004) en el cual se les quitó a los fiscales ese inmenso poder y se dispuso que lo que la Fiscalía podía hacer era solicitarle A UN JUEZ que privara de la libertad al sindicado porque, SEGÚN LA FISCALÍA, se lo tenía merecido. Es decir, ya no podría EL FISCAL DIRECTAMENTE disponer de la libertad de su investigado.
(No obstante, para el tratadista Juan Oberto Sotomayor Acosta, “Las razones por las cuales se presentó a consideración del Congreso una reforma integral al procedimiento penal a menos de un año de la entrada en vigencia del código de procedimiento penal anterior son un verdadero misterio, que al parecer tiene que ver con razones partidistas y rivalidades personales entre los fiscales que lideraron ambas propuestas y no tanto con razones de fondo, las cuales sólo se adujeron después para justificar la reforma”. En: Las recientes reformas penales en Colombia: un ejemplo de irracionalidad legislativa, p. 37).
Empero, y cualquiera que haya sido la razón, lo cierto es que, como suele suceder en este país, se dejó vigente también el código anterior y, por ello, se dejó incólume el poder de los fiscales de enviar a prisión a su investigado, SIN TENER QUE ACUDIR A NINGÚN JUEZ, en aquellos casos que seguirían regidos por el código del año 2000.
El gobernador de Antioquia, Aníbal Gaviria Correa, quien dicho sea de paso no es abogado, sino administrador de empresas, y quien no fue nombrado por nadie, sino elegido por el pueblo antioqueño, rindió indagatoria por estos días —de manera virtual, supongo— y, cuando llegó el momento de que le definieran su situación jurídica, le dictaron lo que en la actualidad equivale al antiguo auto de detención.
Los hechos por los que se investiga al gobernador Gaviria Correa acaecieron hace ya la bicoca de quince años.
Ello, en últimas, nada tendría de particular —o lo tendría muy poco— en un país como Colombia donde los procesos duran, y duran, y duran hasta la desesperación, y donde solo se definen al cabo de años, y de lustros, y de décadas. Situación que no es exclusiva, por cierto, del campo penal, pues también se da en el contencioso administrativo, para solo referirme a las dos áreas del derecho que me permitieron llevar el pan a la mesa de mi hogar luego de que, en una noche luminosa, feliz e inolvidable, me entregaran mi hoy viejo y amarillento diploma de abogado.
Lo que tiene de particular es que nuevamente el mismo funcionario que investiga al sindicado es el que ha tomado la medida en contra de su libertad. Con el agravante de que, contra el querer del pueblo antioqueño, que lo llevó a la gobernación del hermano departamento a través de su presencia masiva en las urnas en unos comicios electorales celebrados como expresión de un sistema político democrático, lo ha hecho separar del cargo.
Dirá la Fiscalía General de la Nación que el fiscal delegado ante la Corte Suprema de Justicia encargado del caso está, simplemente, cumpliendo con su deber porque el código del año 2000 le da esa facultad y fue bajo dicho estatuto procesal que tuvieron lugar los hechos.
Si así razonara, en apariencia tendría razón.
Y digo que la tendría solamente en apariencia, porque considero que existe un principio superior, un principio de rango supralegal —vale decir, constitucional—, pero además convencional, esto es, que no solo está consagrado en la actual Constitución de Colombia, la misma Constitución que creó la Fiscalía General de la Nación, sino también en la Convención Americana de Derechos Humanos, suscrita y ratificada por Colombia, que es el principio de la favorabilidad, y me parece que a cualquier sindicado le es más favorable que sobre su libertad decida un juez independiente al cual el fiscal que lo está investigando tenga que tratar de convencer acerca de que su posición sobre el caso es la correcta y que el reo merece ser reducido a prisión, a que sobre su libertad decida, de una buena vez, el mismo fiscal que tal cosa considera, esto es, que lo decida un funcionario que se considera a sí mismo en la posición correcta. Por ello, debe abrirse el debate sobre si la norma procesal que permite a los investigadores disponer de la libertad de sus investigados es constitucional y convencionalmente inaplicable.
Y es que mucho se luchó en este país —y en el mundo civilizado— para separar la tarea investigadora de la potestad de disponer sobre la libertad de la persona investigada, pero tengo la sensación de que otra vez estamos como al principio, esto es, como nos hallábamos en aquellos lejanos años cuando yo comenzaba a ejercer la abogacía y escuchaba por doquier la odiosa frase de que “Un auto de detención no se le niega a nadie”.
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