La ciudad, que a duras penas observaba en las calles uno que otro perro callejero, empezó a verse atiborrada de ñus y de venados.
Los primeros, traídos del África, fueron soltados en las vías públicas gracias a un inusitado y duramente debatido permiso del alcalde quien lo concedió bajo la premisa de que era importante fortalecer los lazos de unión con los animales salvajes ante la imposibilidad manifiesta de poderlo hacer con los hombres civilizados.
A los segundos los trajo un marido irreductiblemente convencido de las andanzas poco edificantes de su casquivana mujer. El amargado cónyuge, para paliar sus propósitos uxoricidas, prefirió, en lugar de seguir la inveterada línea machista de la pena de muerte sin fórmula de juicio, acabar de invadir los ya invadidos andenes citadinos con las vistosas cornamentas de aquellos cuadrúpedos de ojos saltones y ágiles brincos, uno de los cuales estuvo a punto de arrollar cierta vez, en su enloquecida carrera, a Julieta Álvarez y a su niña rubia, justo en la esquina donde las nieves perpetuas caían sobre el hombre que se envejeció recostado en un poste.
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Fue una tarde de octubre cuando se pasó a vivir a la ciudad un distinguido caballero, alto de estatura, flaco de carnes, de cerviz ligeramente inclinada y aspecto de zopilote, que iría a ser conocido, a la postre, como “La Reliquia”.
Cubrían la cabeza de “La Reliquia” la coleta y los bucles de un añejo peluquín, si no llevaba puesto el cubilete; vestía, cuando no usaba el chaqué, de rigurosos frac, levita o sacoleva; portaba bastón de plateada empuñadura; calzaba lustrosos zapatos de charol de dos colores; corregía su miopía con quevedos, impertinentes o antiparras, y consultaba la hora, si no empleaba su clepsidra, extrayendo de la faltriquera un antiquísimo reloj de leontina.
Pero no era semejante indumentaria de arqueología lo que marcaba su antigüedad de costumbres, y ni siquiera aquel mirar adusto por encima de los arcaicos anteojos, sino un detalle que muy pronto principió a ser percibido por los vecinos de la cuadra y habría de terminar siendo su rasgo típico en la ciudad entera: el peculiar modo de expresarse.
Cierta noche de sábado, invitado a la ruidosa celebración de un onomástico, más con el fin de intentar una aproximación del vecindario a aquel curioso individuo, que obrando con el convencimiento de que su compañía pudiese contribuir en algo a hacer amena la fiesta, apareció, impecablemente vestido de esmoquin negro, contrastando con los informales trajes de colores que lucían los asistentes, y levantando su mano derecha, enfundada, al igual que la izquierda, en un guante blanco de tela, saludó a los sorprendidos contertulios con unos vocablos que jamás nadie había escuchado ni soñado que existieran:
–¡Gaudeamus!, ¡Gaudeamus! – exclamó ceremonioso.
Los presentes, que ignoraban lo que semejante expresión significaba, no atinaron a definir, en los segundos inmediatos, si guardar silencio o responderle con alguna manifestación de cortesía.
–¡Alegrémenos!, ¡Alegrémenos! –tradujo, entonces, el recién llegado.
Y enseguida complementó:
–¡Os extiendo mi salutación afectuosísima!
Muy pronto, el vecindario se acostumbró a su expresión jeroglífica y a su rancia indumentaria.
–¡Ave! –saludó otro día a Julieta Álvarez, y ella dedujo enseguida que la estaba saludando como los romanos anteriores a su era, pues trató de rebuscar, hurgando en los más recónditos e intrincados vericuetos de su memoria, qué diablos aparte de eso podría estarle diciendo aquel vecino circunspecto, segura como estaba de que su caballerosidad extremada no le permitía, ni por atisbo, ofenderla diciéndole “pájaro”.
Tiempo después, terminaría popularizando el “¡Salud a vuesa merced!”, frase con la cual implantó de nuevo la moda de saludar, una vez que, influenciados por doctrinas extranjeras, los jóvenes del barrio acordaron, en una conjura digna de mejor causa, abolir para siempre la, según ellos burguesa, proimperialista, oligárquica y reaccionaria costumbre del saludo.
Todo el mundo empezó, entonces, a saludar con aquellas expresiones que la mayoría creía inexistentes, productos de su invención fantasmagórica, y otros consideraban vestigios de arcaísmos sobrepasados hacía rato por el arrollador decurso de la historia.
Mas ello no lo fue todo, sino que al gongorismo de aquel saludo barroco, terminaron uniéndose muchas otros vocablos y ademanes, de modo que cundió en la ciudad entera una concepción tan anticuada del comportamiento, que muy pronto comenzó a usarse sacoleva en los uniformes de diario de los niños, pese a las protestas de los padres de familia, no sólo por los altos costos de los exóticos trajes, sino por el hecho de que debían adquirir los sombreritos de copa con irritante frecuencia, pues los infantes, desacostumbrados a utilizar prenda alguna sobre la cabeza, olvidaban el diminuto cubilete en cuanto lugar lo descargaban.
Los señores empezaron a hacerles a las damas una reverencia en ángulo de noventa grados, mientras sostenían en las manos su chistera; las damas, presas menos del calor que generaban sus frondosas enaguas y sus trajes rimbombantes que de la petulancia de la última moda, comenzaron a usar a toda hora los abanicos, unos accesorios de apertura mágica que se extendían en sus manos respondiendo a un embrujador movimiento de sus dedos y dejaban al descubierto, al desplegarse, dragones y figuras orientales de colores exóticos; los señores, de impecables bastón y sacoleva, desterraron los relojes de pulso e impusieron la moda de las clepsidras y los relojes de leontina, instrumentos de medición del tiempo que emergían de sus cinturones como dispuestos para un número de magia; y ya frente a los edificios públicos no se aparcaban los coches de motor, los automóviles, hasta hacía poco amos y señores de las calles, sino alazanes con pechera y cascabeles que los elegantes ciudadanos estacionaban atándolos en los botalones y apeaderos que la alcaldía ordenó construir a las carreras, pues las quejas de caballos deambulando por las vías públicas mientras sus dueños cumplían diligencias abarrotaron hasta el techo la oficina de quejas y reclamos que el ayuntamiento dispuso para garantizar a sus súbditos el legítimo e inviolable derecho a la protesta.
Empero, lo que con mayor fuerza se tomó la ciudad fue aquel lenguaje florido y retocado que impuso, a la postre, gracias a la ley sociológica de la imitación, de la que hablara Gabriel Tarde, la complicada expresión verbal de “La Reliquia”.
–Decidme, dama: ¿cómo estáis vos en este anochecer de plenilunio? –saludó a Julieta Álvarez un vecino contagiado por la peste, que detrás de su nuevo almacén de antigüedades veía pasar las tardes de sopor paralizante mientras observaba el mundo detrás de sus nuevas antiparras.
–Dejáte de pendejadas, hombre –le repuso Julieta–. Bien sabés que yo no comulgo con esta afectación hipócrita que se ha apoderado de la ciudad desde la llegada de “La Reliquia”.
–No os enojéis, fémina preclara, con este vasallo de vuesa merced –le insistió el vendedor de antigüedades, al que también se le había anticuado el lenguaje.
Y así siguieron los días. La gente ya no decía “¡hola!”, sino “¡ave!”, ni “¡buenos días”, sino “¡salud!”; no se despedía con el “¡adiós!” de siempre, sino con la expresión “¡abur!”; no hablaba de “mamá”, sino de “mater et magistra”; no se refería a “la leche”, sino al “elíxir perlático de la consorte del toro”, y hasta el cura párroco, contagiado de la peste, les opuso a los carpinteros Lizcano, cuando éstos se presentaron en la casa parroquial para pedirle el anticipo adicional prometido sobre las bancas de madera que venían haciendo con destino al templo desde años antediluvianos y a cuya entrega se habían comprometido hacía varios meses, un argumento denominado “exceptio non adimpleti contractus” según el cual el incumplido no podía exigir cumplimiento, y cuando éstos le manifestaron, sin ocultar su inverosímil molestia, que, en ese caso, bien podía abstenerse, entonces, de pagarles los escaños, pues ellos, de todas maneras, los pondrían a disposición suya en la casa de Dios, el clérigo, impertérrito, les ripostó que no aceptaba tampoco tal ofrecimiento, porque de hacerlo incurriría en un enriquecimiento sin justa causa y se expondría a que más tarde ellos lo demandaran al amparo de la “actio in rem verso”.
La insania imitativa no fue inmediata, por supuesto. Por el contrario, tardó varios meses el complicado personaje en imponer su complicado modo de vivir entre aquellos parroquianos de costumbres sencillas. Empero, sus repetidas apariciones en público hicieron crecer rápidamente su auditorio, hasta que, finalmente, personas de todas las condiciones sociales terminaron impregnadas de la peste gongoriana, epidemia a la que propios y extraños le dieron más tarde la denominación localista de “la peste reliquiana”.
Su primer contacto con el ignaro vulgo, como denominaba, por cierto que con un ademán de desprecio, al bochinchero pueblo raso, lo tuvo cuando le fue menester salir de compras. Fue así que abandonó su casa, con una larga capa negra encima de los hombros y desplegando sus maneras propias de un filipichín del medioevo, descendió por la calle de las palmeras, indiferente a la nieve que caía sobre el hombre que se envejeció recostado en un poste, y fue a entremezclarse con la turbamulta que vendía y mercaba e inundaba el ambiente con sus gritos, el olor acre de sus sudores y la cotidiana ordinariez de la reventa.
Las ancianas campesinas que vendían frutas, verduras, hortalizas, legumbres, plantas medicinales y condimentos en la entrada de la plazuela del mercado quedaron estupefactas, esa inolvidable mañana de sábado, cuando se acercó hasta ellas, portando con donaire un canasto forrado en terciopelo y una lista de mercado en pergamino, aquel extraño individuo de quevedos, sacoleva, guantes blancos, sombrero de copa, zapatos de charol y bastón con cacha plateada, quien, luego de un saludo ceremonioso y de despojarse de su capa, la cual dejó colgando sobre su brazo siniestro doblado en ángulo recto, les empezó a hablar con un lenguaje indescifrable:
–Dilectas septuagenarias –dijo el recién llegado, quien, por supuesto, no era otro que “La Reliquia”–. Hacedme la merced de transferirme el usus, el fructus y el abusus, vale decir: el ius utendi, el ius fruendi y el ius abutendi, huelga expresar: el derecho de propiedad o dominio, perecedero por demás, ya que se mercan, no con animus lucrandi, sino para fines primarios de consumo, de los siguientes frutos de la madre natura, a saber:
Citrus auratium: dadme diez unidades.
Sapota aschras: entregadme cinco unidades.
Solanum tuberosum: proveedme de dieciéis onzas.
Apium petroselinum: disponed vosotras la cantidad adecuada para fines culinarios unipersonales.
Piper nigrum: vendedme exigua porción.
Bromelia ananas: surtidme de una pieza bien fermosa.
Vicia sativa: depositad en mi canastillo una libra.
Musa sapientum: un racimo, mas no me lo déis tan presto a la ingesta.
Persea gratissima: trocad por mis modernos dracmas uno de tales frutos que natura nos obsequia dadivosa.
Alium sativum: me valdré con tan sólo unos cuantos especímenes, en aras de no importunar mi hálito.
Osimum basilicum: lo que consideréis menester en vuestra sapiencia ignara para unas cuantas infusiones.
Oryza sativa: dadme en venta dieciséis onzas de tal grano.
Solanum melongena: dadme una, hacedme la merced.
Hordeum vulgare: con dieciséis onzas me abastezco.
Allium cepa: vosotras, que lo sabéis mejor, calculad la que me sea menester.
Passiflora mollíssima: dignáos proveedme de un kilogramo, que no os miento si os asevero lo gustoso que soy de consumirla.
Phaseolus vulgaris: considerando su riqueza nutricional, dadme un kilogramo de tal gramínea.
Cicer arietinum: con ocho onzas que me proveáis paréceme suficiente.
Igna: deléitome en verdad con estas frutas, de suerte que os adquiero en compraventa una decena de ellas.
Anona muricata: ¡O tempore, o mores! Dulces añoranzas arriban a mi memoria con esta exquisitez de la natura que obsequiónos la deidad. Son mías tres de ellas, por lícita adquisición, claro es, adversario como soy del latrocinio.
Zea maya: unos granos bastarán.
Mangifera química: succionarlos es deleite, mas no contengo el deseo de herir su pulpa con los cortantes bordes de mis incisivos. Vendedme cinco.
Rubus bogotensis: treinta y una onzas, para ser exactos.
Beta vulgaris: las necesarias, según vuestro cálculo sapiente, para una trilogía de ensaladas.
Vitis vinifera: proveedme de unas cuantas.
Yatropha manihot: poned en mi canastillo una libra de tapioca.
Daucus carota: ídem, por favor.
Matisia cordata: de vendaje y con llaneza os pido tan sólo un chupachupa.
Y para que no quedase duda alguna de que había concluido en este punto su extenso y extraño pedido, así se lo hizo saber a sus desconcertadas interlocutoras:
—Consummavi fidem servavi interventu —dijo.
Las viejecitas, que obviamente ni idea tenían de que acababa de manifestarles “He terminado mi intervención”, permanecieron atónitas.
“La Reliquia”, al notar que las vendedoras no daban comienzo a la satisfacción de su pedido, les dijo haciendo un ademán de amabilidad extrema con el brazo diestro:
—Proceded, por favor, en consecuencia.
Las vendedoras se miraron entre sí, presas de la perplejidad, pero no se atrevieron, a pesar de que sí lo pensaron, a responderle con vulgaridades exigiéndole que se portara como una persona seria, pues temieron que pudiera ser un loco furioso, dispuesto a abalanzarse sobre ellas, con todo y su estrambótica indumentaria.
–¡Huy, señor! –exclamó, al fin, una de ellas, con mirada de espanto y desconfianza–. Perdone vusté, pero nosotras no vendemos cosas tan jinas.
El adquiridor se vio precisado, entonces, por fuerza de la necesidad, a rebajarse al mismo nivel de la canalla.
–Comprendo y redimo vuestra ignorancia – les dijo–. Os traduciré, entonces, en vulga lengua, lo que deseo compraros.
Y fue cuando principió a expresar lo que deseaba adquirir, en un vocabulario inteligible, traduciendo a lengua viva cuanto acababa de pedir en lengua muerta:
–Citrus auratium: lo que la ignara gleba llama naranja.
Sapota aschras: en vuestra ordinariez, nísperos.
Solanum tuberosum: ¡papa, féminas, papa!
Apium petroselinum: es decir, lo que vosotros vulgarmente llamáis perejil.
Piper nigrum: o sea, que os estoy comprando pimienta.
Bromelia ananas: que vosotros llamáis piña.
Vicia sativa: posiblemente la llaméis arveja.
Musa sapientum: lo designáis como plátano.
Persea gratissima: lo habéis degradado, en vuestro vocabulario sin pulimentar, a la rústica condición de aguacate.
Alium sativum: que ofrecéis seguramente como ajo.
Osimum basilicum: aprended: quiero decir albahaca.
Oryza sativa: es vuestro tosco arroz.
Solanum melongena: expresado de ordinario, berenjena.
Hordeum vulgare: o cebada, como se dice en el léxico del vil populacho.
Allium cepa: que vosotros designáis como cebolla.
Passiflora mollíssima: vuestra plebeya curuba.
Phaseolus vulgaris: que horrorosamente bautizáis fríjol.
Cicer arietinum: de seguro, diréis garbanzo.
Igna: para ilustraros, damas: cuando no poseéis un céntimo, afirmáis, con aspereza suma, que estáis más peladas que una pepa de guama.
Anona muricata: que rebajáis a guanábana.
Zea maya: del cual sostenéis que se trata de un burdo maíz… ¡qué horror!
Mangifera química: al que apodáis mango.
Rubus bogotensis: que conocéis como mora.
Beta vulgaris: ¿no habéis visto el color de la plebe remolacha?
Vitis vinifera: a las que habéis envilecido con la tosca denominación de uvas.
Yatropha manihot: ¡Horror! ¡Horror! La habéis llamado yuca.
Daucus carota: le espetáis un nombre horrísono: zanahoria.
Matisia cordata: lo maltratáis como un mísero zapote y ni aun mencionándolo con llaneza, tal cual lo hice, reconocisteis al jugoso chupachupa.
La gente de la plazuela del mercado, que se había arremolinado en torno al exótico personaje y a sus asombradas proveedoras de vegetales y especies, atraída por aquella distinción sin precedentes, y presa del afán de imitación, optó por seguir de inmediato los pasos de aquel nuevo vecino de hablar enrevesado. Fue así que desde el día siguiente, parroquianos sencillos que siempre llamaron fresa a la fresa y cilantro al cilantro, comenzaron a solicitárselos a los abrumados campesinos con vocablos que éstos no entendían. A la fresa le empezaron a decir fragaria vesca y al cilantro, que a lo sumo le habían cambiado el nombre por el de culantro, ya no lo llamaban ni de un modo ni del otro, sino coriandrum sativum.
La epidemia cundió muy pronto por la ciudad entera, al igual que sucedió con las demás costumbres barrocas de “La Reliquia”. De los labios de todos desapareció la coliflor y nació la crássica olarácea, murió el comino, pues sólo se hablaba del cuminum cyminum, y ya nadie volvió a mencionar el durazno, sino el pérsica vulgaris.
Así que las listas de precios se comenzaron a redactar en las nuevas denominaciones y no hubo un solo valiente que se atreviera a referirse a las bondades de la última cosecha del manzano, porque hasta el más ignorante elogiaba, más bien, la fragante exquisitez que ofrecían los frutos del pirus malus.
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Hubo, sin embargo, una consecuencia más perdurable de la influencia que tuvo “La Reliquia” sobre las costumbres de la ciudad: la oleada incontenible de bautizos de niños con nombres antiguos, seguida de otra epidemia: el cambio de nombre por parte de los adultos, que se convirtió en la fuente de trabajo más apetecida por los abogados.
La ciudad se atestó, pues, de nombres que ni remotamente imaginó que existieran. A la pila de su sacrificio fueron llevados neonatos y párvulos a quienes bautizaron con nombres como Agamenón, Esdras, Habacuq, Miqueas, Amós, Oseas, Antíoco, Atalfa, Ocozías, Holofernes, Ajab, Roboam, Amizabad, Zabadías, Mesalemías, Obededóm, Natán, Elá, Orías, Jotam, Romelías, Jeroboam, Azarías, Amasías, Joacaz, Joas, Matán, Atalia, Joyada, Jehú, Bidqar, Nabot, Joram, Guejazí, Naamán, Jazael, Omrí, Goliat, Nabucodonosor, Báquides, Geronte, Andrónico, Apolonio, Seleuco, Hircano, Jedutún, Sadoq, Menelao, Lisias, Patroclo, Dositeo, Sosípatro, Bakenor, Quereas, Apolófanes, Epator, Filometor, Zaqueo, Calístenes, Atenobio, Cendebeo, Abubos, Neumenio, Trifón, Antípater, Tolomeo, Alcimo, Macedonio, Antero, Salvio, Eleusipo, Prisca, Canuto, Pionio, Veridiana, Anscario, Corcino, Rogato, Metodio, Agape, Cesáreo, Jovino, Ceadio, Celedonio, Gerásimo, Coleta, Perpetua, Guadioso, Afrodisio, Ciriaco, Anatolio, Serapión, Calinico, Epigmento, Bertoldo, Urbicio, Gualterio, Acacio, Casilda, Hermenegildo, Lamberto, Estanislao, Telmo, Eleuterio, Cleto, Pascasio, Parmenio, Elfego, Pánfilo, Segismundo, Atanasio, Exuperio, Eleodoro, Geroncio, Evelio, Nereo, Pancracio, Domitila, Teodosia, Salustiano, Medardo, Críspulo, Olimpio, Anfión, Metodio, Aresios, Eterio, Quinciano, Marciano, Crescencia, Sancha, Gervasio, Protasio, Macario, Terencio, Senón, Agripina, Antelmo, Irineo, Petronila, Edilburga, Sinforiano, Priscila, Gualberto, Abundio, Hermágoras, Epifania, Silas, Arsenio, Apolinar, Niceta, Teodomiro, Bartolomea, Pantaleón, Nazario, Cira, Hilaria, Hipólito, Poncio, Ponciano, Liberato, Floro, Agapito, Ceferino, Tecla, Eufemia, Tiburcio, Proto, Jacoba, Cornelio, Cipriano, Eustaquio, Constancio, Cosme, Wenceslao, Hilarión, Fortunata, Engelberto, Serapio, Dasio, Fermina, Facundo, Evasio, Damasceno, Osmundo, Leocadia, Basiniano, Concordio, Melanio, Plauto y Dorimeno, entre otros.
Inclusive, algunos padres ignorantes y apresurados, sin parar mientes en que el nombre escogido para sus vástagos, aparte de antiguo, fuera siquiera de persona, y no de otra cosa, un libro por ejemplo, incurrieron en errores tan horribles como el de bautizarlos Sirácides o Pentateuco.
Otros progenitores, embrutecidos hasta la sinrazón por aquella peste maldita, ni siquiera se tomaron la molestia de acudir a los personajes del Antiguo Testamento o a los santorales del Almanaque Pintoresco de Bristol, sino que, presumiendo de originales, les colgaron a sus indefensas crías, como un inri, palabras cuyo significado no se cuidaron, al menos, de indagar en algún diccionario, y no hubo cura ni escribano que saliera en defensa de aquellas criaturas desventuradas, sometidas para siempre a las penalidades del estigma. Varias de esas víctimas, ya inmersas por completo, muchos años después, en las arideces de una longeva ancianidad, seguían arrastrando, no sólo los pies fatigados por tantos lustros a cuestas, sino la injusta condena que sus padres les impusieron en la pila bautismal durante aquella época aciaga: don Escroto González, doña Hipotética Bernal, don Metacarpo Jiménez, doña Hermenéutica López y don Plexo Solar Mendoza fueron apenas algunas de ellas.
Un poco de mayor fortuna tuvieron los párvulos a quienes les asignaron nombres que ni eran antiguos, ni existieron jamás, ni nada vergonzoso significaban, sino que sus verdugos configuraron con simples juegos de palabras o de letras, todo con tal de eludir la colocación de nombres, si no modernos, al menos comunes y corrientes. El más popular, entre estos rebusques irracionales, acabó siendo el de Pulvesio.
Pero los menos desdichados entre aquella caterva de infelices fueron quienes obtuvieron, de la misericordia popular o la clemencia de sus amigos más cercanos, las bondades de un apelativo, un apodo o un hipocorístico al cual se apegaron con desesperación por el resto de sus días, o el uso inveterado de su apellido como única identificación en la calle y en los actos y situaciones propios de la vida diaria.
Los apelativos más comunes fueron desde entonces mano, compa y jefe.
Apodos, alias o motes hubo a granel, pero casi todos, por desgracia, referidos a defectos físicos y a gente de baja condición, lo cual, lejos de auxiliar al desventurado, le agigantaba la magnitud de su infortunio. Aun así, salieron en defensa de algunos malaventurados sobrenombres como el referido a su lugar de origen o a una cualidad. A Basiniano Silva, por ejemplo, le agradaba más que lo llamaran Barichara; a Protasio Guevara lo fascinaba el bien ganado mote de Sal de Frutas, por su tendencia a saludar a todo el que pasara por su lado, debido a lo cual sus vecinos creían correcto afirmar que Protasio sí que era saludable; y Metodio Cárdenas agradecía, desde su reciente dedicación al levantamiento de pesas, que le dijeran, así fuera con un dejo de burla, Charles Atlas.
El hipocorístico Mene, aplicado a Doña Hermenéutica López desde su llegada a la ciudad, ocurrida después del aparatoso desfile en el que fue exhibido el último dinosaurio; el de don Ciro, regalado a ese varón egregio que fue don Sirácides Gutiérrez y el cual coincidía con el nombre propio de muchos munícipes como el monaguillo suicida; el de doctor Beto, donado piadosamente a Engelberto Hastamorir, catedrático universitario muy famoso, y el de Tato, a Liberato García, baterista de una banda de rock pesado que atormentó al vecindario durante más de un año hasta su aplaudida emigración a otro país en busca de la medalla de oro que no encontró en su ensordecida tierra, acabaron siendo los más reconocidos.
Los que pudieron refugiarse tras de su apellido iban relegando el nombre de pila a los anaqueles del registro civil, de suerte que sólo llegaba a descubrirse la gran verdad cuando uno de tales documentos era exigido por autoridad competente. De resto, González era simplemente González, Mora era Mora y Vargas era Vargas, sin nombre alguno por el cual averiguar.
Empero, la decorosa salida no les sirvió a los que, además de un poco agraciado nombre, cargaban el fardo de un apellido poco estético detrás del cual guarecerse. El sargento y músico militar Pantaleón Rabia, verbigracia, no contó con esa fortuna. Tampoco favoreció la buena suerte a don Guadioso Borrego Chamucero, ni a la señorita Sancha Pito Pita, ni al doctor Geronte Hastamorir Flautero, ni al reputado arquitecto Serapión Choque Chuza, ni al odontólogo prostodoncista Neumenio Rabón, ni al ingeniero civil Antípater Chaguala. Menos, a don Atalia Cuca, a don Apolófanes Jirafa, al contabilista Abubos Cuero, al Doctor Goliat Champiñones, médico otorrinolaringólogo muy prestigioso, a don Apolonio Chillón, al reputado comerciante de licores Zaqueo Chito Madroñero, al diácono Atenobio Cuña o al jurista Cendebeo Morcillo. El suicidio del primero, don Guadioso Borrego Chamucero, ocurrido un jueves de Corpus Christi a la una y treinta de la tarde, refleja de modo diáfano la gravedad de una sin salida semejante. Según echaron a rodar las malas lenguas, en la mesita de noche de don Guadioso la policía encontró unas cuantas raíces de mandrágora.
Durante mucho tiempo predominó la actitud de incredulidad en quienes escuchaban por vez primera tales nombres y semejantes apellidos, y se creía que eran invenciones de algún escritorzuelo gastador de bromas.
Pero no hubo tal. Al contrario, con el paso de los años, la gente los fue encontrando en diversas fuentes escritas. Así, se los encontraba en los libros de la Biblia, los hallaba en el santoral católico del Almanaque Bristol, los veía en el almanaque de cigarrillos Pielroja, se los topaba en el almanaque de la editorial La Cabaña, se le atravesaban cuando ojeaba el Almanaque Mundo y acababa jugando a buscarlos dentro del voluminoso directorio telefónico de la capital de la nación, la ciudad gigante a donde poco a poco se fueron trasladando sus mismos titulares hasta radicarse en ella de modo definitivo para terminar contribuyendo al engrandecimiento de aquella gran metrópoli del frío, las brumas y el granizo con sus dones de gente respetable, de gente buena, decente y digna, que terminó por asumir estas simpáticas vicisitudes de la vida con buen talante y fino sentido del humor.
El amanuense del escribano, quien trazaba rasgos de inmaculada caligrafía gótica sobre los pergaminos extendidos encima de su enorme escritorio medieval a medida que iba mojando la pluma de ganso en el frasco de tinta, no daba abasto mientras inscribía en los anaqueles del registro civil aquella marejada de nombres extraños, nombres que los padres tenían que dictarle letra por letra a fin de salir lo más pronto posible del trance difícil de su dudosa ortografía, pero, aun así, se negó, con enfática decisión, y no obstante la evidencia persuasiva de las interminables ringleras, a obedecer la instructiva emanada del Tribunal Supremo, con asiento en la capital de la nación, según la cual debía proceder de inmediato a ejercer sus deberes oficiales otra vez con apoyo en los últimos avances tecnológicos y abandonar la pluma, los pergaminos y el tintero en los mohosos archivos del pasado remoto e irrepetible.
Se pusieron de moda mil artefactos rezagados por el progreso desde hacía mucho tiempo: la plancha de carbón y la metodología calorífica de soplarla con frecuencia para atizar la incandescencia de las brasas encendidas y evitar que se enfriara; los cuellos y los puños almidonados de las blancas camisas masculinas; el corbatín y las calzonarias; las fotografías en blanco y negro o en color sepia, en las que aparecían los caballeros en poses altivas, con sus pipas en los labios, y las damas ataviadas con trajes anchurosos
y un toque de distinción manifestado hasta en la manera de asir la sombrilla; los gramófonos de manivela y las canciones románticas grabadas en los surcos giratorios de los negros acetatos; y, en suma, toda la anticuada parafernalia de tiempos pretéritos, convertida ahora, por imperativo de la moda, en señal de respetabilidad, donosura y señorío.
Duró muchos años el vecindario, después de la partida sin retorno de “La Reliquia”, para volver a disfrutar de nuevo la calidez propia de la informalidad.
Aquel sombrío personaje se largó de este mundo agobiado por el peso insoportable de la culpa. Era una tarde de invierno cuando decidió darse un balazo en la sien derecha, con su oxidada pistola del siglo XVI, y de esta manera puso fin a sus insoportables años de estrictez inamovible. Lo hizo sólo porque incurrió en la ordinariez imperdonable de decir “metro” en lugar de “longitud equivalente a un millón setecientas cincuenta mil setecientas sesenta y tres punto setenta y tres ondas de la radiación color naranja del espectro luminoso emitido por los átomos de kriptón 86”.
Ese día se hallaba de celebración: cumplía veinticinco años.