Tierra de cigarras (Novela. 2000. Capítulo XL). Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Cuando ya de “La Reliquia” no quedaba sino el recuerdo, y, por supuesto, la nube de infortunados parroquianos bautizados o con su nombre de pila cambiado durante la peste de los arcaísmos, todos los cuales arrastraban resignados el lastre de su identificación olorosa a naftalina luego de que una ley suprimió de un golpe la posibilidad jurídica de cambiarse el nombre dizque porque, según rezaba en sus considerandos, “lo escrito, escrito está”, ocurrieron episodios menores, casi carentes de monta suficiente para ser contados, como ese que culminó una noche de apagón, iluminada apenas por las luces de la pólvora reventada en su honor por pirotécnicos que la alcaldía contrató a destajo, es decir, volador quemado, volador pagado, en la que partieron, despedidos como redentores, los eminentes científicos extranjeros que le devolvieron a la ciudad el derecho a comer huevo, al curar, con mejunjes indescifrables traídos de parajes ignotos de la India, la preocupante e inexplicada epidemia de esterilidad de las gallinas.

Fue por aquellos tiempos memorables que, un día cualquiera, montado a horcajadas sobre un asno de mirada triste y portando un racimo de jacintos silvestres en la mano, llegó a la ciudad, por el sur, despacio, con la apacible serenidad de una conciencia limpia, un hombre que habría de ser recordado por las generaciones futuras y los siglos venideros debido a que justamente durante sus funerales se precipitaría sobre la faz de la tierra el segundo diluvio universal.

Julieta Álvarez no abandonaba todavía la caseta de la coja Ana Joaquina, a donde se acercó, acompañada de su soledad y sus remembranzas, con el propósito de comprar la pólvora para las festividades de la Inmaculada Concepción, luego de que el ayuntamiento prohibiera el expendio indiscriminado de martinicas y voladores, menos por la cantidad de niños con quemaduras que el viejo Hospital del Estado debía atender durante las festividades de diciembre, que por la creciente ola de suicidios con cerveza y fósforo blanco.

En efecto, hombres en el pleno vigor de la vida, pero con la cerviz del orgullo masculino doblada ante la majestad subyugadora de las pasiones insatisfechas y los amoríos sin correspondencia, adquirían en las tiendas, donde la pólvora se exhibía sin control alguno al lado de los cómics de vaqueros y las gelatinas de pata, cartones abarrotados de martinicas, deformes y letales monedas azules destinadas a estallar bajo los tacones de quienes se paraban sobre ellas y giraban sus cuerpos en forma de semicírculo para hacerlas detonar sin misericordia, pero que se convirtieron, de la noche a la mañana, en la panacea extrema de los infelices desilusionados con el amor y con la vida, de los desesperados que no encontraban atención médica para sus males, ni el esquivo sustento diario proveniente de un trabajo estable, y, en fin, de aquellas personas anónimas que no hallaban paz para sus espíritus angustiados, ni consuelo para sus almas atribuladas. Los compradores se llevaban el cartón salpicado de aquellos irregulares redondeles azules, pero, en vez de reventarlos al compás de la música que engalanaba por tradición la Navidad y la víspera del Año Nuevo, en lugar de prender con ellos las alegrías de las festividades decembrinas, lo que hacían era despegar una a una aquellas monedas sin circunferencia definida, depositarlas dentro del vaso gigantesco y espumoso de cerveza helada, y, de una vez, sin exámenes de conciencia ni contriciones de corazón, agarrando el sombrío recipiente por el asa solitaria, beberse a sorbos, sin respiro, sin escalas, sin nada que no fueran las ansias de acabar con esta farsa de una maldita vez por todas, el contenido completo del jarrón, como si en esos instantes de desdicha y de tormento los devorara una sed inextinguible por escapar, con todo y alma, al laberinto agobiador e inexorable de su desolación infinita.

Aún seguían pesando, además, en la conciencia popular y política de la ciudad, los vestigios del horror, las ruinas calcinadas de lo poco que quedó en pie después de la hecatombe, la memoria espeluznante del fuego inclemente que redujo a cenizas la Jabonería Roca, y los embargaba a todos la crudeza de una realidad manifiesta que les había abofeteado el rostro con crueldad, como para dejarles en claro que una catástrofe futura no mostraría la más mínima señal de deferencia: el cuerpo municipal de bomberos no contaba con los equipos necesarios para afrontar un siniestro de mayor magnitud y la ciudad se hallaba enfrentada al peligro real de ser consumida, cualquier día, por una oleada incontenible de candela, como la que arrasaría al mundo en el segundo diluvio universal, según la antigua y extendida creencia popular que sólo se enervó para siempre el día de los multitudinarios y floridos funerales de Fernando Sebastián.

Ese temor latente contribuyó, de igual manera, a la drástica decisión de la alcaldía.

Y es que, como una excepción, y después de un álgido debate en el seno del cabildo, en el que los polvoreros y pirotécnicos alegaron, sin éxito, la inviolabilidad del derecho al trabajo, se determinó que solamente se podría vender pólvora en la caseta de la coja Ana Joaquina. La parte motiva del decreto enfatizaba en “su ubicación de privilegio, a las afueras de la ciudad, su delimitación por todos los flancos con inmensos terrenos explanados y solitarios, y, además, rodeados de rocas que forman cordillera, factores que la convierten en sitio excepcional desde donde la propagación de un incendio hacia lugares habitados resulta virtualmente imposible”.

Por eso, Julieta Álvarez se encontraba en el concurrido lugar cuando pasó el borrico con el jinete de las flores.

Julieta le había añadido a su destacado trabajo en los actos preparatorios del Congreso Eucarístico Internacional, que se celebraría con la presencia del papa, su habitual participación en la liturgia de la palabra durante las misas de domingo y su espíritu colaborador en procesiones y festividades, y fue por ello la persona encargada por la parroquia del oriente de adquirir la pólvora para la fiesta de la Inmaculada Concepción, celebración en la que se llevaría a cabo un desfile multicolor de antorchas y faroles con el concurso de los niños y las niñas de las escuelas públicas. Debía desplegar dicha labor en asocio con dos prohombres de la laicidad activa en el barrio, pero ambos se excusaron de acompañarla ese día por quebrantos de salud y aunque le rogaron, de mil maneras, que los esperara para ir a comprar la pólvora la semana siguiente, ella se negó al aplazamiento con una argumentación típica de su idiosincrasia:

–¡Eh, avemaría! –dijo– . No dejés para mañana lo que podás hacer hoy.

Los ojos del jumento que pasaba ante los suyos le trajeron a la memoria los de aquel otro burrito de Semana Santa que cargaba al Dios-Hombre de su pueblo y, muchos años antes, la había mirado con ternura, cuando ella era apenas una niña de trenzas largas, colombinas dulces y bombas multicolores.

Los clientes de la caseta de la coja Ana Joaquina, absortos en las vicisitudes del tejo o en las burbujas de la cerveza helada, no repararon en aquel hombre solitario, ni en su racimo de flores azules, ni en su asno de pesadumbre. Julieta lo vio pasar y enseguida la asaltó el vago e inexplicable barrunto de que algo grande se avecinaba sobre la ciudad con la llegada de aquel señor de edad inmemorial, cuyos pies casi arrastraban sobre el piso y que la miró con una dulzura de hombre bueno y limpio, apenas comparable con el mirar limpio y entristecido de su burro. El foráneo siguió de largo, sin apurar el paso, como si lo mismo le diera llegar a su destino o no alcanzarlo nunca. Ella continuó mirándolo mientras se perdía a lo lejos, internándose en la maraña urbana, donde su burro, su amor a las flores y su naturalismo desusado habrían de refrescar la aridez de aquella ciudad impertérrita a las manifestaciones más puras del espíritu.

Al día siguiente, el cura párroco y sus ayudantes se sorprendieron al encontrar en la puerta del templo un precioso y gigantesco ramo de gladiolos y heliconias, y una hermosa y delicada tarjeta blanca. Julieta Álvarez se agachó, sin dejar de fruncir el ceño por la sorpresa. Recogió la tarjeta, un poco mojada por las briznas del rocío, y la leyó en voz alta:

“Para el padre párroco, al conmemorarse un año más de su ordenación sacerdotal. De un nuevo feligrés. Afectuoso, Fernando Sebastián”.

Todos miraron, sorprendidos, al sacerdote.

El cura no reparó en el nombre del remitente, ni en la peculiar manera de hacerle llegar el ramo, y ni siquiera en lo extraño que resultaba el que supiera la fecha de su sacramento.

–¡Carajo! –exclamó poniéndose la palma de la mano diestra sobre la mejilla del mismo lado y mirando a Julieta Álvarez sin atinar a recibirle la tarjeta–. ¡Cómo pasa el tiempo!

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La tarde glacial y triste en que murió Fernando Sebastián nadie, absolutamente nadie, ni siquiera él mismo, se imaginó lo que iba a suceder a lo largo y a lo ancho del planeta.

 

 

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