“Donde hay un hombre, hay prostitución”. Entre la locuacidad de una ministra y la realidad social de Cartagena. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ. Fotografía de Nylse Blackburn. 2009

 

Dice la señora ministra de Relaciones Exteriores de Colombia, y no alrededor de un tinto de cafetería, sino en una alocución oficial ante las cámaras de la televisión, que no se puede culpar a Cartagena por lo que acaeció con la farra que armaron los encargados de la seguridad del presidente de los Estados Unidos en la antesala de la Cumbre de las Américas, farra que quedó al descubierto porque uno de los agentes del Servicio Secreto le pagó a una prostituta apenas cincuenta mil pesos por sus servicios sexuales en vez de la elevada suma que habían convenido.

La aclaración ministerial sobraba porque nadie culpó a Cartagena de eso.

Empero, la locuacidad de la alta funcionaria estatal la llevó, por querer quedar bien con los cartageneros, a expresar que “prostitución existe en todas partes” y que “donde hay un hombre, hay prostitución”.

A juzgar por sus frases, a la señora ministra la prostitución le parece lo más obvio del mundo. Una obviedad que, en cambio, a cada vez más personas, hombres y mujeres, no nos parece tanto.

Y es que, contrariamente a lo que cree la señora ministra, en primer lugar, somos cada vez más los varones que consideramos impropio de un varón el pagarle a una mujer para que se acueste con uno.

Esta reticencia, que en mi caso personal ha sido de toda la vida, no deriva de ninguna actitud mojigata. Ella obedece, más bien, al respeto que nos merece el sexo femenino y su inveterada lucha por lograr superar su inmemorial negación.

Pero también está determinada por el respeto que nos merece el hermoso sentimiento del Amor.

Además, porque siempre nos ha parecido que no hay soledad más enorme que la que debe sentirse después de una relación sexual determinada solamente por una paga.

 

 

Claro, señora ministra, que en esa reticencia también pesan -digamos la verdad- consideraciones de temor y de asepsia.

De temor, porque desde el colegio aprendí que en alguna placa ubicada en alguna edificación de alguna ciudad de Europa se leía una frase que decía: “Si no le temes a Dios, témele a la sífilis”. Y no sólo a la sífilis, agregaba yo siempre, sino a todo el espeluznante abanico de las enfermedades venéreas.

De asepsia, pues nunca ha dejado de generarme una inevitable repulsión la sola idea de “hacer el amor” con una mujer que acaba de hacerlo con otro tipo, o -peor todavía- con otros tipos. Y es que me resulta también inevitable asociar a esos sujetos que lo antecederían a uno, con cosas que deben obstruir la libido del más concupiscente: un insoportable tufo etílico, una ofensiva falta de baño -especialmente a la altura de las ingles-, una repugnante escasez de desodorante en las axilas, una boca desagradablemente divorciada de la crema y el cepillo de dientes, y acaso el deplorable espectáculo de un bigote mazamorrero todavía con algunos pelos impregnados de sopa.

Así que eso de que donde quiera que hay un hombre hay prostitución es únicamente una frase suya, señora ministra, y es usted quien debe responder por ella.

En segundo lugar, cada vez somos más los hombres y las mujeres que consideramos indigno el que una mujer se acueste con un varón solamente por un estipendio.

 

 

Déjeme informarle, señora ministra, algo que usted seguramente desconoce: desde un sitio que se llama el Cerro de la Popa, más exactamente donde queda el Salto del Cabrón, se divisan dos Cartagenas. Una, claro está, es la Cartagena de ustedes, los altos dignatarios del Estado colombiano, y de los turistas extranjeros que suben a filmar y a tomar fotos; es esa Cartagena que sale en las postales, a la que se le dedican canciones y que es promovida por las entidades dedicadas al turismo.

Pero, aparte de esa Cartagena, señora ministra, está la otra Cartagena: la Cartagena paupérrima, marginada y olvidada de siempre; la que no sale en las postales; la que ningún turista visita; la que a nadie le importa; la Cartagena irredenta y sin esperanzas que no tiene canciones, sino hambre, tristeza e incertidumbre. Talvez, esa Cartagena que, según leí, las autoridades dizque escondieron para evitar la vergüenza de que la vieran los altos dignatarios foráneos. Unos dignatarios que, paradójicamente, señora ministra, supuestamente venían a hablar, entre otros temas, de la extrema pobreza en la que vive nuestro continente.

 

 

Pues bien; hay, señora ministra, varias clases de prostitutas. Una, es aquella mujer que se casa con un hombre rico sin amor y solamente por la plata. Esa, a mi juicio, es la peor de todas, porque al menos las otras no se las dan de damas distinguidas y honorables. La otra, es aquella a la que pareciera que las hormonas le dieran guerra. A esa dejémosla quieta. O, mejor, dejémosla moviendo el trasero para atraer clientes.

 

 

Pero hay otra prostituta, señora ministra, y es aquella que, como un personaje femenino imborrable de la novela Los miserables del gran Víctor Hugo, se vende por hambre.

Hay que subir, de vez en cuando, señora ministra, al Cerro de la Popa.

Es posible que, entonces, usted -y el Estado que usted representa- entiendan un poco mejor en dónde nace -y por culpa de quiénes- la prostitución.

Esa prostitución que usted, y casi todo el mundo, acepta como algo apenas natural y obvio, pero que cada vez más hombres y mujeres de este país consideramos absolutamente anormal e inadmisible.

Una anormalidad inadmisible que ojalá algún día sea erradicada atacando la causa que la genera.

Porque, por lo general, señora ministra, es combatiendo la causa que se combate el efecto.

 

¡Gracias por compartirla!
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