La Universidad colombiana no necesita profesores, sino maestros. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ. Fotografía de Nylse Blackburn. 2009

 

Las quejas son constantes: definitivamente, hay profesores que no saben enseñar. Y una persona que no sabe transmitir el conocimiento no debe estar dentro del magisterio, sino, al contrario, bien alejado de él.

No se sabe a qué cerebro fugado de la NASA se le ocurrió la idea. Lo cierto es que, como por lo general lo malo se riega como pólvora, mientras lo bueno sí tiene, en cambio, dificultades de toda índole para propagarse (si no, observen la programación de la televisión nacional, o cuáles son los libros que se venden profusamente en los semáforos), se extendió, a lo largo y ancho de nuestro desventurado país (que para copiar modelos inconvenientes siempre vive ocupado) la idea estúpida de que la pedagogía era cosa exclusiva de la educación en los niveles de preescolar y de la primaria, y a lo sumo del bachillerato, pero que, tratándose del nivel universitario, el que merece el aplauso lambón de los aduladores es aquel profesor que poco va a clase, que no prepara su conferencia, que no se apoya en elementos didácticos, al que nadie le entiende nada, que jamás les pregunta a sus discípulos (yo diría, más bien, a sus víctimas) si les ha quedado claro el conocimiento, que pone a sus alumnos a “investigar” acerca de temas que él jamás ha explicado ni explicará (seguramente porque los ignora y disfraza su ignorancia trasladándoles a sus alumnos la carga de que le enseñen a él), pero que, eso sí, a la hora de los exámenes emerge como el catedrático inflexible, el Dracón de la educación superior, el perdonavidas de las aulas, el terror de los estudiantes universitarios, el “coco” ante el cual todos tiemblan, el causante de que los alumnos vean y sientan alejarse la posibilidad del grado, o de que solamente lo logren a punta de desvelos y lágrimas.

 

 

Es inaplazable que este tema se aborde en un gran debate nacional sobre la educación que se imparte en Colombia. En el caso específico de la educación superior, es impostergable que en la Universidad colombiana, pública y privada, se revise seriamente si son ciertas las denuncias según las cuales hay profesores displicentes no sólo para enseñar, sino hasta para entregar a tiempo las notas y que obligan a sus alumnos (repito: yo diría, más bien, a sus víctimas) a irse tras ellos por todas las instalaciones del alma mater (“¿lo han visto pasar por aquí?”), permanecer tardes enteras allá y, resignados, retornar al día siguiente a lo mismo, pues “Su Excelencia” no se digna aparecer en la oficina donde debe depositar las calificaciones y sin ellas los estudiantes no pueden realizar ninguna de las tareas que consiguientemente deben asumir.

 

 

Para colmo de males, quienes así parecieran estar procediendo no son, precisamente, “profesores de horas-cátedra”, aquellos “externos” que no tienen una vinculación laboral permanente con la universidad, que sólo reciben una paga por horas dictadas (por cierto, bastante mal remuneradas), y que carecen, en consecuencia, de prestaciones laborales y estabilidad, que jamás, por ende, se jubilarán y que, lógicamente, nunca disfrutarán de una pensión. (*) No. Se trata, por el contrario, de bendecidos por la fortuna, de profesores de tiempo completo, de personajes que han suscrito un contrato de trabajo con la institución, ganan jugosos ingresos, tienen estabilidad laboral y algún día habrán de pensionarse por cuenta del erario o del correspondiente fondo de pensiones, para irse a disfrutar de una considerable mesada como premio a su paso por el magisterio, donde lo único que dejaron fueron tinieblas y malos recuerdos entre los futuros profesionales que tuvieron la desgracia de ser sus alumnos (repito una vez más: yo diría, mejor, sus víctimas). Pero como este es un país de paradojas, esos zánganos de la educación superior hasta ocupan cargos de dirección dentro de la organización interna de las universidades que tienen la desdicha de contar con ellos en su planta de docentes.

 

 

¿Quién dijo que buen profesor es aquel a quien todos los alumnos se le rajan? (“Miren: ese que va allá es un “duro” de la universidad: a ese no le pasa nadie”). ¿Quién fue el zoquete que nos vendió la estulta idea de que buen catedrático es aquel a quien nadie le entiende nada? ¿Quién, por Dios, nos metió en la mente colectiva aquello de que el profesor universitario bien puede no ir a clase, ni preocuparse de si sus alumnos le están entendiendo o no sus jeringonzas? ¿Quién fue el cretino que pontificó sobre que entre más mortandad académica haya, mejor es la universidad? ¿Quién fue ese hampón que nos enseñó que cobrar un sueldo de profesor universitario sin haber enseñado no es un atraco, sino algo digno de ser aplaudido? ¿Quién dijo que un catedrático se rebaja si utiliza recursos pedagógicos?

Todos sabemos que hay profesores que inspiran un miedo que paraliza. Y eso no está bien. Pero menos bien está que a semejantes individuos se les premie con la continuidad en el cargo y hasta con inmerecidos ascensos. Eso es, definitivamente, un paradigma que debemos erradicar. A ningún maestro deben temer sus alumnos. Lo que el maestro debe despertar en sus estudiantes no es miedo, sino admiración, respeto y acatamiento.

 

LA MISIÓN DE UN VERDADERO CATEDRÁTICO NO ES LA DE INFUNDIR TERROR A SUS ALUMNOS

 

 

Es importante dejar precisadas, pues, dos premisas: la primera, que una cosa es ser un buen profesional (por ejemplo, un gran médico, un admirable ingeniero, un magnífico arquitecto, un inigualable abogado, un acatado economista, un extraordinario contador) y otra, totalmente distinta, es tener la capacidad de TRANSMITIR los conocimientos que se tienen. Así, un nadador con aptitudes para ser campeón olímpico puede ser un pésimo instructor de natación.

La segunda, que, al contrario de lo que se piensa, los profesores universitarios TAMBIÉN SON EDUCADORES. Al menos, deberían serlo. Deberían preocuparse no sólo por instruir a sus alumnos sobre los vericuetos de las matemáticas llenando tableros o expógrafos de fórmulas, ejercicios y procedimientos. También deberían enseñar a sus alumnos acerca de los principios éticos de su profesión y de todo aquel bagaje de conocimientos que un buen maestro imparte a sus educandos para que puedan asumir el día de mañana en las mejores condiciones posibles los difíciles retos de la vida.

¿Quién dijo que la pedagogía era exclusiva de las maestras de escuela? ¿Quién fue el imbécil que nos vendió la idea de que sólo en la educación preescolar resultan procedentes las fichas, los colores, la metodología, las exposiciones con películas y todo el apoyo logístico que hoy en día se conoce y se utiliza en la transmisión del conocimiento? ¿Quién dijo que la enseñanza de los valores éticos era cosa de curas o de predicadores sin oficio?

La universidad colombiana quizás requiera de menos sabios (o de menos presuntos sabios) y necesite con urgencia de más maestros.

 

 

Dios-Hecho-Hombre enseñaba con amor y con ejemplos.

No creo que ninguno de los presuntuosos profesores universitarios que se niegan a hacer lo mismo estén por encima de Él.

Aunque no sería raro que su chocante prepotencia les hiciera pensar que lo están.

 

 

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*: N. del A.: Esta situación ha cambiado sustancialmente a partir de la teoría jurisprudencial del “contrato-realidad”.

 

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