La pluma de Hiram Sánchez Martínez: un nuevo lazo literario entre Colombia y Puerto Rico. Capítulo V. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

El siguiente personaje que hace su aparición en la novela “Ató con cintas sus desnudos huesos” de Hiram Sánchez Martínez es el viejo cura extranjero al que han acogido en su vejez y en su consiguiente retiro las hermanas de la caridad a cuya comunidad pertenece la joven novicia que habrá de convertirse en la gran coprotagonista de la estupenda obra literaria puertorriqueña.

 

 

Su nombre transporta al lector (o al menos me transportó a mí) al de aquel a quien se acusa de haber sido el instigador indirecto de la atroz muerte de la gran astrónoma y matemática Hipatia de Alejandría, la joven mujer sabia que por primera vez atrajo mi atención por allá en los años del bachillerato cuando la descubrí mientras me dedicaba a examinar con curiosidad las láminas de colores con que iniciaba cada uno de sus capítulos la coloreada Álgebra del cubano Aurelio Baldor. A pesar de ello, y gracias a quienes piensan en contrario, se encuentra elevado a los altares como santo. Pero, hay que advertir en seguida que, en todo caso, el personaje de Sánchez Martínez dista bastante de ser lo que dibujan de aquel otro sus detractores, un fanático agresivo y peligroso, como -dicho sea de paso- son todos los fanáticos. Por el contrario, el de la novela del talentoso y ameno escritor boricua es un hombre de espíritu dulcificado por la nostalgia de su lejana tierra natal que suele desconectarse del entorno en el que vive para viajar a través del tiempo hasta sus distantes años frescos y cargados de sueños y esperanzas cuando aún no había emprendido el viaje sin regreso que lo conduciría a terminar viviendo por siempre en aquella remota isla del Caribe a la que, como recordara el insigne compositor puertorriqueño Rafael Hernández en su conmovedor “Lamento borincano”, la bellísima canción que la voz de su inmortal coterráneo Daniel Santos habría de perpetuar por siempre, “El gran Gautier llamó la Perla de los Mares”.

Será este clérigo extranjero ya olvidado por su feligresía – exceptuando al leal abuelo del protagonista – quien le dé a este la pista certera que lo conducirá por el sendero correcto hacia la consecución de su objetivo. Un objetivo que perseguirá alcanzar sin imaginarse siquiera el final alucinante que habrá de tener su pertinaz búsqueda. Una búsqueda que, quizás, le hubiese sido mejor no haber iniciado nunca. Es más: talvez le hubiese sido más conveniente no haber escuchado jamás el popular bolero aquel que, para su desdicha, alguien compuso musicalizando los fúnebres versos de Julio Flórez. Acaso le hubiera sido mejor, incluso, no haber ido nunca al cafetín de la esquina. Aunque, bueno: eso tampoco hubiese garantizado que no lo hubiera oído en alguna otra parte y que así, de todos modos, su infortunada curiosidad se le hubiese despertado.

 

 

 

 

Ese primer día, luego de haber logrado hablar con el presbítero en uso de buen retiro, descrito por la pluma de Sánchez Martínez como el ocupante de una mecedora cuya acomodación le permite la placidez de abstraerse de su soledad terrena contemplando los arreboles celestiales del atardecer, el protagonista central de la novela abandona el caserón y ya afuera, a una hora desolada, de nuevo a la vera de la vía por donde vino, cae en la cuenta de que deberá regresarse a pie, y efectivamente da inicio al retorno hacia el casco urbano donde vive, empleando a fondo el medio de transporte natural que una vez, y otra, y otra más usábamos los alumnos pobres de la escuela que acicateados por el hambre nos gastábamos el pasaje del transporte y no se nos aparecía el rojizo bus urbano de Miguelito Ardila que, como un héroe portentoso apiadado de nuestra desgracia, de tarde en tarde acudía en nuestro rescate. Entonces, cuando en su larga caminata el ahora enamorado joven se aproxima al viejo y solitario cementerio, lo que ocurre a una hora en la que las sombras de la noche ya han caído, vuelvo otra vez a mi Bucaramanga de aquellos turbulentos y nostálgicos años sesenta, porque va reapareciendo también en mi memoria la versión bumanguesa y personal de “El viejo enterrador de la comarca”, que como en la novela de Sánchez Martínez está encarnado por partida doble en el padre sepulturero y más tarde en el hijo que le heredará a aquel el oficio, mas no el nombre.

 

 

Y es que “el viejo enterrador de la comarca”, ya no en el Yauco literario de Hiram Sánchez Martínez, sino aquí, en esta ignota y remota Bucaramanga, también literaria para mí, es el viejo José Cifuentes, quien habrá de ser reemplazado en su dura labor cotidiana por su hijo Alfredo Cifuentes, “el viejo enterrador de la comarca” que, ya con mujer y con hijos, habrá de presenciar impotente, en el futuro año dos mil diez, el acto gubernamental con el que se pondrá fin a la larga existencia de su emblemático Cementerio Universal, el mismo donde no solo trabaja, sino donde también vive junto con su familia; el de la calle cuarenta y cinco entre carreras octava y novena, el mismo que hubo de ser fundado, cuando el siglo XIX agonizaba o el siglo XX nacía, para albergar en sus humildes fosas o bajo uno que otro mausoleo a los marginados que no morían en la fe católica o que habían partido de este mundo por obra y gracia de un certero balazo en la sien disparado por ellos mismos como dramático remate de una sombría noche de licor, recuerdos tristes y oscuras perspectivas a las que por desdicha no se había asomado ni por atisbo el refrescante verdor de la esperanza.

 

 

 

La verdad sea dicha, aquel cementerio careció siempre de familiaridad para mí, pues en mis años infantiles, los únicos que durante los años sesenta pasé en el entorno al cual aquel sagrado lugar pertenecía, solo tenía clara la existencia del Cementerio Central, ese otro ubicado sobre la misma calle 45, pero entre las carreras 12 y 13, el mismo donde personalmente vi con ojos de niño cómo los feligreses rodeaban la tumba del padre Cala para pedirle un milagro, donde fui testigo infantil de que no pocas personas con lágrimas en los ojos lanzaban por encima de unos muros ennegrecidos gracias al humo incesante de los velones encendidos unos papelitos previamente convertidos en pelota y en los que acababan de anotar con su puño y letra sus más urgentes necesidades, y donde presencié, también en la plenitud de mi edad escolar, la escena de un cura gordo de sotana blanca que, sentado en una silla instalada frente a una mesa adornada con algunas flores tristes y un lacónico crucifijo, y al lado de una secretaria poco atractiva que apuntaba cuanto le iba dictando, vendía responsos de dos precios diferentes, pues los cantados valían más que los rezados, aunque yo, guiado tan solo por sus dotes de cantor, más que por lo eficaces que pudiesen resultar sus plegarias, siempre estuve seguro de que habría preferido comprarle uno rezado, desde luego en la improbable hipótesis de que me hubiera visto en la necesidad de contratar sus ininteligibles oraciones y, por supuesto, si mis bolsillos de estudiante de escuela me lo hubiesen permitido. Sí: en esa época solo tenía clara la existencia de aquel cementerio inolvidable en cuya capilla aprendí el significado de las catorce estaciones del viacrucis porque acompañaba a mi madre a rezarlo cada lunes, ataviada ella, aparte de la transparencia inmaculada de su profunda fe, con un modesto rebozo en la cabeza y una sencilla camándula en las manos. Por cierto, recuerdo que cuando nos íbamos deteniendo frente a cada estación, ella daba inicio a la correspondiente contemplación diciendo: “Adorámoste, Cristo, y bendecímoste, porque con tu santa Cruz redimiste al mundo”. Así fue como también aprendí qué era el enclítico.

 

 

 

He de reconocer que dentro de la impenetrable hondura de mis sentimientos esa falta de familiaridad con el Cementerio Universal se mantuvo incólume y ni siquiera pudo convertirla en cercanía el haber asistido, durante un triste atardecer, al entierro de don Alfonso López, un señor no católico que era inquilino de mi mamá y a quien recuerdo como la primera persona a la que vi orando y bendiciendo los alimentos antes de consumirlos.

 

 

En su novela, Sánchez Martínez le identifica al lector el sobrenombre con el cual son denominadas popularmente las inmediaciones del cementerio por donde el joven protagonista de su obra tendrá que pasar en su aproximación a casa: relata que se les conoce como “la barriada de los Perros”.

No dejó de ser sorprendente para mí la coincidencia de ese sobrenombre con otro “de los Perros” propio de mi entorno infantil. En efecto, el viejo y casi siempre solitario Cementerio Universal era conocido como “El cementerio de los Perros”. Sin embargo, y hasta donde creí entender, en el entorno puertorriqueño descrito por la pluma del ameno narrador de Borinquen la palabra no tiene la connotación peyorativa que, en cambio, sí tenía en mi terruño nativo. Y es que aquí se le daba tal denominación para denotar el desprecio social hacia la condición de quienes eran sepultados en aquel casi siempre cerrado camposanto, nacido, dicho sea de paso, cuando mi desventurado país se aprestaba a incendiarse por todas partes, o ya se incendiaba por todas partes, o acababa de incendiarse por todas partes en desarrollo de la atroz y ruinosa Guerra de los Mil Días, una de las varias en las que conservadores y liberales dirimieron a machetazos y a tiros sus diferencias ideológicas. Y es que el Cementerio Universal hubo de aparecer en la escena funeraria de la entonces pequeña ciudad bumanguesa en las postrimerías del siglo XIX o en los albores del siglo XX. Y tengo que ubicar su origen haciendo este estimativo genérico, pues nadie ha podido darme con incontrovertible exactitud la fecha exacta en que “el viejo enterrador de la comarca” de aquel entonces lanzó encima de la primera fosa recién abierta dentro de aquel cementerio la primera palada de tierra.

 

 

Pero llegó el año 2010 y entonces se regó por doquier la agridulce noticia de que se abriría la nueva Avenida Novena y a través de esa extraordinaria obra civil se uniría la calle 45 con la Ciudadela Real de Minas y de esa manera se le daría solución al insostenible cuello de botella en que se había convertido el creciente tráfico vehicular, además de que, por supuesto, se le traería progreso y desarrollo a ese anchuroso y promisorio sector de la ciudad. No se sabía con certeza por dónde se irían a conectar los dos extremos y hasta se llegó a hablar de que existían varios proyectos y que, incluso, uno de ellos afectaba no sólo al Cementerio Universal, sino también al Cementerio Central, e incluso a un pequeño y abandonado camposanto contiguo a este por el oriente y llamado Cementerio Particular. Fue cuando se armó un fuerte debate alrededor del incierto destino que les esperaba a los despojos mortales que permanecían enterrados en esa área. La polémica terminó por enfrentar las creencias ancestrales y los deseos de dar paso a la modernidad.

 

 

Como por entonces yo aún sostenía el proyecto folclórico que años atrás había decidido edificar alrededor de la figura de “El campesino embejucao”, y como siempre he entendido que el folclor debe recoger el sentir popular, y como lo que percibía era que frente a la inminente y oscura perspectiva que se cernía sobre los viejos cementerios el sentimiento de mi pueblo apuntaba con fuerza a favor de sus inveteradas creencias espirituales y en contra de que el progreso se construyera sobre las ruinas de esas antiquísimas convicciones religiosas que eran tan caras a sus afectos, para plasmar musicalmente aquel sentir popular compuse una canción y la introduje como componente del trabajo discográfico que me encontraba grabando, como siempre bajo el ropaje musical de “Los de Mejor Jamilia”. El nuevo tema lo escribí en ritmo de paseo y el título que le puse fue el que inevitablemente tenía que ponerle por su obviedad: “El trasteo de los muertos”.

 

 

Ignoraba que alguien había subido esta canción a YouTube, pero ya que lo he sabido, aprovecho para compartírsela a quienes no la han escuchado y deseen hacerlo, y, por supuesto, a quienes ya tuvieron la desdicha de oírla y, aun así, los acompaña el suficiente sentido de la paciencia, y hasta del masoquismo, como para querer volver a soportársela.

 

(CONTINUARÁ Y FINALIZARÁ EN EL PRÓXIMO CAPÍTULO)

 

 

FOTOGRAFÍAS:

(1) Fachada del Cementerio Universal. Bucaramanga. Fuente: Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB). Repositorio.

(2) Plaza antigua de Yauco. Yauco, Puerto Rico. 1915. Fuente: Pinterest. Fotografía: Hilda Ovalle.

(3) Estampa del viejo Yauco, Puerto Rico. Fuente: Pinterest. Fotografía: Sonia Chesnut-Melendez. El jinete y su cabalgadura me recuerdan al personaje del jibarito, protagonista del bellísimo “Lamento borincano” escrito por el maestro Rafael Hernández. A pesar de que muchos aún escuchan y cantan esa hermosísima canción, considerada la primera canción protesta que se escribió en América, no son pocos los que ignoran que su título se debe a la palabra “Borinquen”, nombre indígena de Puerto Rico. El vocablo “jibarito”, usado por el maestro Hernández, es el diminutivo de “jíbaro”, palabra esta que en Puerto Rico significa “campesino”.

(4) Mulas de carga con sacos de café a cuestas en el centro de la Bucaramanga antigua. La exportación se tenía que hacer mediante un viaje a lomo de mula que posibilitaba llevar la carga hasta las orillas del río Magdalena, de donde en barco era trasladada a la Costa Atlántica y de ahí en barco al exterior. Todo ello, hasta que, luego de toda una historia de padecimientos, se construyó el tren a Puerto Wilches. El cura Francisco Romero, en cuyo honor fue bautizado el parque ubicado frente al Cementerio Central, imponía a sus feligreses como penitencia que sembraran determinadas cantidades de café. Yauco, el municipio puertorriqueño escenario principal de la excelente novela de Hiram Sánchez Martínez, era conocida desde antaño, y lo sigue siendo hoy en día, como “la ciudad del café”.

(5) Casa Negroni (1850), la casa más antigua de Yauco, Puerto Rico. Fuente: Puerto Rico pueblo a pueblo.

(6) Parque Romero. Bucaramanga. Fotografía: Quintilio Gavassa Mibelli. La fotografía es de la primera mitad del siglo XX y en ella se observan la capilla del antiguo y hoy desaparecido Hospital San Juan de Dios y automóviles de la época.

(7) Procesión fúnebre en Yauco. Yauco, Puerto Rico. 1942. Fuente: Pinterest. Fotografía: Karen.

(8) Tumba abierta en el viejo cementerio de Yauco. Yauco, Puerto Rico. Fuente: Pinterest. Fotografía: Adriana E.

(9) Frontis de la vieja capilla del Cementerio Central. Bucaramanga. Fuente: Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB). Repositorio. Aporte de la historiadora santandereana Marina González de Cala.

(10) Frontis del viejo Cementerio Central. Bucaramanga. Fuente: Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB). Repositorio. Aporte de la historiadora santandereana Marina González de Cala.

(11) Calle 45 de Bucaramanga. Al costado sur, el Cementerio Central. Al costado norte, el parque Romero. Abajo, hacia el occidente, por la misma acera del cementerio, se encuentra el antiguo Hospital San Juan de Dios, hoy desaparecido, y su emblemática capilla, que se mantiene.

(12) Parque García Rovira. Bucaramanga, Fotografía: Quintilio Gavassa Mibelli. Se observa la histórica y emblemática iglesia de San Laureano, templo católico alrededor del cual se formó la primera parroquia que hubo en Bucaramanga. La edificación contigua que se aprecia en la fotografía ya no existe. La estatua es la del general Custodio García Rovira, presidente de la Primera República, fusilado por España el 8 de agosto de 1816 en la Huerta de Jaime, hoy Plaza de los Mártires, de Santa Fe, hoy Bogotá. Se observan los primeros automóviles llegados a Bucaramanga a principios del siglo XX. El hombre del carruaje es el inmigrante Fayad Gandur, quien ofrecía el paseo por los diferentes llanos que a la sazón existían en la hoy capital del departamento de Santander: el llano de don Andrés, el llano de la Mutualidad, la Cabecera del llano y el llano de los Ordóñez. A Fayad Gandur se le considera el primer taxista que hubo en Bucaramanga y precursor de nuestro transporte público urbano.

(13) Cementerio Particular. Calle 45. Costado oriental del Cementerio Central. Bucaramanga. Fuente: Vanguardia. Bucaramanga. Fotografía: Diana Cantillo.

 

ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ: Miembro de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia (SAYCO). Miembro del Colegio Nacional de Periodistas (CNP). Miembro de la Academia de Historia de Santander. Miembro del ilustre y desaparecido Colegio de Abogados de Santander.

 

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