Jamás le quedaba tiempo
para hablar con sus amigos,
para escuchar algún canto,
ni para tomarse un vino,
pues siempre estaba ocupado
en sus asuntos, urgido.

Nunca contó con un soplo
de tiempo para sus hijos,
ni a su mujer le escuchaba
sus asuntos femeninos:
nada que diera ganancias,
temas tontos, sin sentido.

Jamás le quedaban horas
para un cine o regocijo,
una comedia, un concierto,
una feria, una ida al río,
mucho menos para Dios,
aquel que a él cuando niño
le enseñaron que tuviera
siempre a su lado, de amigo,
y a quien echó de su vida
porque era un ser ficticio.

Una mañana cualquiera
le aconteció lo previsto:
Se hallaba leyendo balances
y hablando de un sobregiro,
soñando en nuevas acciones,
con los banqueros en vilo,
cuando al volver la mirada
hacia el pocillo del tinto
no vio pocillo, ni nada,
sino la imagen de él mismo
en las sombras reflejada
sin colores ni sonidos,
y tarde se dio, por fin, cuenta
de que, por fin, se había ido
hacia los tiempos sin tiempo,
hacia la historia sin hilo,
sin apretones de manos
y sin abrazos fingidos.
La causa real del deceso
el forense no la dijo,
pues antes de que muriera,
tenía muerto el espíritu.

En sus exequias llovió,
mas llanto allí no se ha visto.
Aquellos que lo llevaron
en un féretro sombrío,
rezaron un Pater Noster
y se fueron con sigilo,
cada uno con su vida,
cada uno con sus líos;
él se quedó con las flores,
que a los muertos no hacen vivos.

Quizás ahora le quede
un tiempo para sí mismo,
y pueda sacar un minuto
para hablar con el olvido.
