
ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ [Fotografía: Fernando Rueda V.].
La violencia en el cine ya tocó fondo hace rato. No obstante, a pesar de los males terribles que está causando esa perversa utilización de ella para que directores, productores, actores y demás miembros de toda la parafernalia que vive de lo que producen los estudios de Hollywood atiborren más sus abultadas cuentas bancarias, sigue dándose, no solo en la desgarrada Colombia, sino a lo largo y ancho de nuestro convulsionado y ensangrentado planeta, una aceptación morbosa de las películas que, con total desenfado, prácticamente la exaltan y hasta la han vuelto fuente de risa, como si, por ejemplo, la defenestración de un ser humano o el cortarle la garganta fuesen una manifestación del más fino y divertido buen humor.
Que los jóvenes —nada más, ni nada menos que el futuro de la sociedad, según la vieja, pero siempre vigente prédica— se sienten en una de las butacas de una oscura sala de cine a presenciar, mientras se comen un balde lleno de crispeta y se beben poco a poco un vaso gigantesco de gaseosa, a presenciar cómo se despedaza a un ser humano, cómo salta la sangre de los cuerpos destrozados de las víctimas, y, sobre todo, cómo el villano ridiculiza a las autoridades estatales y la ley solo es allí un rey de burlas más que trata inútilmente de competir con el perverso, pero lo único que logra es hacer el ridículo, no es sino la fiel expresión de la decadencia de una sociedad en la que los jefes de Estado —que deberían ser quienes guiaran a los pueblos de la tierra en la cada vez más inaplazable lucha por la paz— se insultan y se retan a pelear como patanes de barrio, y no hay día en que no se disfrute de la guerra, o al menos de la emoción que produce hablar de ella, ni hay día en que un nuevo hecho de corrupción, una nueva ofensa contra la vida y un nuevo desconocimiento de las mejores conquistas que había logrado la civilización no llene las páginas de los periódicos o —justamente a la hora del almuerzo, antes un momento propicio para el recogimiento familiar— no invada los hogares (o los restaurantes que los reemplazaron) a través de los ruidosos, atropellados, sesgados e insoportables noticieros de televisión, para los cuales lo que no sea violencia o política (aunque decir “violencia” y “política” es incurrir en lenguaje pleonástico) no merece ser incluido porque no cautiva a una audiencia que, como el público del Circo Romano, pareciera ávida de sangre.
Es decir, nos tocó vivir —o, mejor: sobrevivir— en una sociedad que, si atiborra las salas de cine para no perderse esos filmes, es porque está tan acostumbrada a la violencia, tan anestesiada frente al dolor del otro, tan apartada de los valores éticos, que, en el fondo de su alma colectiva, comparte la misma “filosofía” de vida de los personajes que están detrás de ellos.
Personajes como, pongamos por caso, el actor principal de la última versión de El Guasón, quien no tiene recato alguno en decir que “no es responsabilidad del cine dar lecciones de moral”.
Quizás tenga razón.
Aunque tampoco debería darlas de inmoralidad y de desvergüenza.