BAJO EL PODER DE LAS ROSCAS. Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro del Colegio Nacional de Periodistas (CNP) (*)

La Corte Constitucional (entidad todopoderosa y cada vez más inútil, excepto para cuanto tenga que ver con la política, y cuyo mantenimiento dentro de la cada vez más atomizada, compleja e ineficiente estructura del Estado colombiano ya es hora de empezar a discutir seriamente) le dio, hace un par de años, un nuevo aire —cuando ya iba de salida— a la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura, responsable directa del espantoso caos en que se halla sumida la justicia nacional.

Caos que no solo afecta a la justicia penal -como, al amparo de los escándalos de prensa, se viene creyendo erradamente-, sino también a las demás jurisdicciones, como la laboral, con al menos dos magistrados de la Sala Laboral del Tribunal Superior de Cúcuta tras las rejas, y como la justicia contenciosa administrativa, ante la cual ejercemos la hermosa y digna profesión que escogimos un día. Que ejercemos, dicho sea de paso, en medio de indecibles tropiezos que nos han pretendido poner algunos personajes que, en mala hora, arribaron a ella y en ella se enquistaron gracias, precisamente, a que el precitado Consejo Superior de la Judicatura permitió durante años que se instalaran, también en su seno, las insufribles roscas que hoy por hoy tienen al Poder Judicial inmerso en el peor desprestigio de su historia.

Y es que gracias al manejo politiquero de la Administración de Justicia, a la no convocatoria oportuna de los concursos de méritos, a la denunciada manipulación de los mismos, a la intriga como factor determinante para la escogencia de jueces, magistrados,  secretarios y demás empleados subalternos; a la falta de compromiso con el ideal supremo de dar a cada cual lo que le corresponde; a haberse permitido la oleada de nombramientos a dedo y en forma dizque “provisional” de jueces y magistrados que lo que hicieron fue llegar a los cargos judiciales a escampar su desempleo y a paliar allí su pobre nivel académico y el consiguiente miedo a instalar sus propias oficinas, que es como decir a salirle al litigio, nos llenamos de incompetentes, cuando no de tibios, de resignados y, por supuesto, de corruptos, de modo que a los magistrados, jueces y servidores íntegros, estudiosos y justos les toca alternar con ellos sin que el legislador les brinde más opciones que la resignación o el salvamento de voto.

Aunque, claro, a la par con la corrupción y la mediocridad, el que no pocas personas llegaran a esos cargos en virtud de razones distintas a una sólida preparación académica y a una verdadera vocación de servicio, hizo, como era de esperarse, que nos invadieran funcionarios y empleados cómplices o, en el mejor de los casos, timoratos. Subalternos que presencian y hasta sufren en carne propia toda clase de tropelías, abusos y humillaciones, pero se callan por miedo a perder el puesto y, de paso, perder su pensión de jubilación, único fin que les preocupa en la vida.

La justicia colombiana se llenó, en efecto, de personajes sin valor civil —y, de paso, sin valor personal alguno— que hasta aplauden, en el colmo de la abyección, las fechorías de sus nominadores. Unos nominadores prepotentes que, envalentonados, hacen cuanto se les viene en gana -como, por ejemplo, emborracharse en público y, también en público, protagonizar actos obscenos; conductas que, en una sociedad con mediano sentido de lo que significa la decencia, los habría puesto de inmediato de patitas en la calle. Y esos individuos obran como obran porque la otra Sala de ese malhadado Consejo Superior de la Judicatura, la Jurisdiccional Disciplinaria, nunca los sanciona como se lo merecen, pues todos —investigadores e investigados— se tapan con la misma cobija de la desvergüenza.

Como consecuencia inmediata del salvavidas de última hora que la Corte Constitucional le tiró a esa Sala —a la Administrativa, digo—, Sala cuya desaparición ya nos aprestábamos a celebrar con pólvora, hoy tenemos que seguir soportando, pongamos por caso, a magistrados que pretendieron convertir a cierto tribunal de cuyo nombre no quiero acordarme en poco menos que un burdel; magistrados que en una corporación judicial que había sido siempre, desde su histórica fundación, augusta, digna y respetable, implementaron como requisito para ingresar a la Rama, para mantenerse en ella y para ascender dentro de ella, no el concurso de méritos, sino el concurso de catres.

Sí: hoy están detentando nada más ni nada menos que el poder jurisdiccional del Estado ciertos magistrados, de cuyos nombres tampoco quiero acordarme, a los que nada les importaba que los vieran embriagados y protagonizando escenas morbosas con subalternas suyas en, pongamos por caso, una fiesta de fin de año convocada dentro del propio Poder Judicial, porque se sentían seguros de que nada iba a sucederles gracias a las poderosas palancas que tenían dentro del impúdico sanedrín que, en mala hora, se apoderó de nuestra otrora pulquérrima justicia.

¡Maldita la hora en que la Constitución del 91 creó ese adefesio llamado Consejo Superior de la Judicatura! ¡Nunca antes una Constitución le había causado a una nación tantísimo daño!

Ahora bien, el pueblo colombiano debería salir ya del estado de aturdimiento en que se encuentra y empezar a preguntarse cosas que cualquier sociedad medianamente culta se preguntaría como, por ejemplo, si en realidad la abolición de la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura violaba la Constitución, como dijo la Corte Constitucional en aras de darle un segundo aire, o si no sería, más bien, que ante la inminencia de la pérdida de su inmenso poder burocrático —y de todas las arandelas que trae consigo ese poder—, la rosca que domina a la justicia colombiana movió sus fichas y en la decisión de la inefable Corte hubo otros intereses ocultos.

Lo cierto es que, después de aquel deplorable lanzamiento del salvavidas a una entidad que estaba totalmente desacreditada, que ya había sido jurídicamente eliminada y que ya iba camino del cierre, la insufrible Comisión de “Acusación” de la Cámara de Representantes, la misma que lanzó al estrellato de la fama a ese “preclaro” “jurista” latinoamericano llamado Heyne Sorge Mogollón, siguió campante, manteniendo en sus manos la supuesta función dizque de “investigar” (?) y “acusar” (?) a los altos funcionarios del Estado.

Que es como decir que los altos funcionarios del Estado siguieron amparados por el manto de la impunidad. Y que siguieron amparados en la impunidad, pues -como toda Colombia lo sabe- así tengan en su contra mil denuncias, nadie los investiga, ni mucho menos los acusa.

De otro lado, casi inmediatamente después de la resurrección del moribundo Consejo Superior de la Judicatura empezó a hablarse de la convocatoria urgente a una constituyente que reformara, de una vez por todas y de raíz, la justicia colombiana.

El país ha sido informado de que el proyecto de convocatoria a la tal constituyente ya fue presentado en el Congreso. A nuestros parlamentarios -o, al menos, a algunos de ellos- los sacó del letargo la última oleada de escándalos: el terrible escándalo en la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia, puesto al descubierto gracias a grabaciones hechas por la DEA; el no menos grave caso del secretario del Tribunal Administrativo de Cundinamarca; el sí que menos grave caso de la Sala Penal del Tribunal Superior de Villavicencio, y…. en fin, el resto de desvergüenzas que han ocupado las primeras páginas de los periódicos nacionales.

Empero, de nada sirve una constituyente si no se aborda con seriedad el tema verdaderamente crucial, que es el de las calidades personales, morales, éticas, intelectuales, académicas y científicas que deben reunir los magistrados, jueces, secretarios y demás servidores judiciales, pero principalmente su verdadera vocación como personajes justos y comprometidos seriamente en el ideal de impartir una pronta y debida justicia o contribuir, al menos, a que se imparta. El problema no son las instituciones, sino las personas que llegan a ellas.

Desgraciadamente, se percibe, no solo en el gremio de la abogacía, sino en todos los escenarios de la sociedad, una sensación general de derrota y desaliento, algo así como la resignación ante el hecho inevitable de que cada vez menos tenemos justicia.

Sin embargo, en una nación que literalmente se está asfixiando en el lodazal de la injusticia, la justicia tiene que ser el interés prioritario.

La resignación ante la vagabundería jamás ha sido el camino.

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*: Credencial y Cédula de periodista No. 2014026 del Colegio Nacional de Periodistas (CNP).

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