Después de que la novela de Hiram Sánchez Martínez se ha adentrado en la plenitud de su interesante trama y de que a lo largo de esta han ido apareciendo sus personajes secundarios, algunos de ellos poseedores de una personalidad verdaderamente curiosa, como acontece con la encargada de los registros documentales en la casa parroquial, quien entremezcla una rigidez que se pone de manifiesto en su riguroso vestuario monacal con una extrovertida sencillez que la hace querer despojarse y de que la despojen de cualquier tratamiento especial, por lo cual pide que la llamen simplemente por su nombre de pila; y después de que, igualmente, han ido surgiendo y desapareciendo otros hombres y mujeres que apenas sí se asoman con timidez protagónica, como sucede con el sacristán que le sirve de auxiliar a la adusta, pero sencilla encargada de los registros parroquiales; o con quienes de una manera u otra terminan colaborándole al joven protagonista principal en su búsqueda de información, ahora dentro de los enrevesados archivos de la policía; o con la espigada y poco dulce bibliotecaria, y, en fin, para no alargarme más, luego de que el empecinado – y además enamorado – novel investigador de historia logra ubicar un registro correspondiente a alguien con un apellido similar a aquel que le suministró, en un momento de lucidez mental, el viejo cura extranjero; y después de que el lector ha aprendido hasta cómo se prepara un remedio casero para los ataques de asma y de rinitis (tan efectivo, que el protagonista llega a decir de él que “es un remedio casi milagroso“), y de que el mismo personaje central del relato no tiene óbice alguno en retornar a sus épocas de estudiante e irse a buscar a su entonces maestra, también en procura de alguna orientación que esta pueda darle; y de que, gracias a la tangencial información que, en efecto, su ex profesora le ha suministrado acerca de cierto estudiante de Derecho que había tenido como amigo cuando ella cursaba el primero de bachillerato, ha logrado ubicar a un ignoto y remoto abogado que muchos años después de aquel vibrante tiempo escolar aún persiste en el ejercicio cotidiano y rutinario de la carrera universitaria que optó por seguir en la vida y quien será determinante en su pertinaz indagación; y de que tan solo meses después de sucedido, y por haber dejado transcurrir el tiempo sin atreverse a intentar una aproximación a la destinataria de su atracción romántica, a pesar de haber querido con todas las fuerzas de su alma que ese contacto íntimo ocurriera, se entera de que la hermosa joven novicia se ha retirado de su mundo monacal, así como también es informado acerca de la muerte del viejo cura extranjero a quien tenía como su faro orientador; y de que recibe en sus manos dentro del asilo de ancianos y después lee fuera de él y en la intimidad la carta que desde meses atrás su entrañable novicia le ha dejado; y de que, guiado por esta misiva, da con el paradero de la familia de aquella frustrada monjita que tanto lo ha perturbado, una familia ya reducida a sus abuelos; y de que, para su gran infortunio y enorme tribulación de su espíritu, el siniestro indicio de un crespón en la puerta y la sola mirada con que estos lo atienden en la sala lo hacen sabedor del triste destino de su amada; y de que, igualmente, recibe en sus manos los papeles que le ha dejado el viejo presbítero extranjero como guía final para su búsqueda; y de que, en fin, luego de algunas disgregaciones importantes que permiten ubicar el contexto histórico de cuanto ha sucedido como marco de aquel hecho central acerca del cual indaga el romántico protagonista, que en buena medida es, en últimas, el turbulento y difícil contexto histórico de Puerto Rico, el lector llega, por fin, a los momentos más cruciales del relato, y particularmente de ese cautivante hilo conductor que tiene la novela y que es la búsqueda tozuda, por parte de un primerizo detective sin placa, de la cripta donde se encuentra enterrada aquella pareja de enamorados que protagonizaron el espeluznante episodio que Julio Flórez ha narrado en su célebre poesía y que ya con música incorporada se ha convertido en un popular bolero que inunda los concurridos ambientes de los cafetines puertorriqueños, y es a partir de ahí cuando el lector, inmerso en un muy bien logrado paralelo entre la historia que busca develar el protagonista y su propia historia, comienza a adentrarse, llevado de la mano de Hiram Sánchez Martínez, en una atmósfera de oscuridad y tensión que tiene que ver con uno de los temas más apasionantes no sólo de la psiquiatría, sino también de las ciencias jurídicas, y particularmente de las penales, criminológicas y criminalísticas, aspecto que Sánchez Martínez logra narrar y describir con verdadera maestría, para lo cual, dicho sea de paso, es fácil entender que contó con los conocimientos académicos y la experiencia brindados no solo por sus estudios universitarios, sino por su papel de muchos años como juez penal en su país de nacimiento, amalgama cognitiva que sin duda le posibilitó el que pudiese poner a sus lectores acuciosos a pensar con profundidad en aquel intrincado y siempre apasionante fenómeno. Me refiero a ese tránsito que se va dando dentro de la mente humana cuando la persona que habrá de ser víctima de la demencia comienza a perder la razón hasta que finalmente enloquece.
De cara a esa situación intermedia entre “lo normal” y “lo anormal”, que en “Ató con cintas sus desnudos huesos” se pone en evidencia con el decurso imparable que vive el protagonista central camino hacia los oscuros abismos de la insania, yo, abstraído por recuerdos talvez más gratificantes, retorno inevitablemente a los años en que un joven estudiante universitario ya próximo a culminar sus estudios ha emprendido en solitario, incluso antes de que según el reglamento de la facultad de leyes donde estudia le toque hacerlo, la emocionante tarea de investigar e investigar sin pausa, en fuentes académicas y no académicas del más diverso orden, llevado por el deseo de ir delineando sobre hojas de papel para máquina de escribir el tema que ha escogido como su tesis de grado. Rememoro, entonces, que el padre de la escuela clásica del Derecho Penal, el ilustre tratadista italiano Francesco Carrara, fue el primero del que aquel entonces joven alumno supo que se había referido, magistralmente desde luego, a ese incógnito e inextricable limbo psíquico y jurídico, y que lo había hecho en una voluminosa y memorable obra doctrinaria, la misma en la que aquel muchacho pobre, mechudo, flaco, pálido y soñador bebió entusiasta cuando avanzaba la mitad de aquellos ya lejanos años setentas – y todavía disfrutaba el placer de tener con qué comerse a mordiscos una paleta de mora – con ocasión de la cátedra que había venido a dictar en Bucaramanga, recién graduado en la Universidad Externado de Colombia – alma mater de la lejana, gélida y brumosa capital de la República – el joven penalista Rodolfo Mantilla Jácome, quien años más tarde llegará a la magistratura de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia; apasionante tema en el que aquel joven estudiante universitario habrá de profundizar aún más, pletórico de curiosidad, de entusiasmo y de idealismo, a propósito de la preparación del único requisito que le tocará cumplir para graduarse, el de una tesis de grado, pues será exonerado de los demás en circunstancias y por razones que no vienen a cuento, trabajo académico que finalmente versará sobre una problemática en la que necesariamente tendrá enorme importancia el punto específico de la inimputabilidad, por cuanto lo que se habrá propuesto abordar el entonces aspirante a profesional del Derecho será la situación de los indígenas frente a la vigencia de las normas penales dictadas para una sociedad a la que culturalmente no pertenecen. Y, claro: en el decurso de esa investigación abordará ese tránsito, lento y acaso imperceptible, del aborigen “salvaje” que a través del proceso de aculturación llega a convertirse en un aborigen “civilizado”, y, entonces, verá que un problema mayúsculo para el juzgador será determinar en qué grado de comprensión de la cultura occidental predominante se encuentra aquel indio que ha desplegado la conducta que se le imputa, si dicho proceder en el seno de su cultura no es delito, pero sí lo es en la cultura de la sociedad que predomina.
Y es que aquel joven personaje de la novela de Hiram Sánchez Martínez que, seducido por la letra de un popular bolero, dio inicio a una investigación por mera curiosidad, y que llevado por su creciente curiosidad se propuso conocer lo que había sucedido con aquel amante del poema y de la canción, lenta e imperceptiblemente, sin que él mismo sea consciente de la transformación terrible y peligrosa que ha empezado a darse dentro de su propio ser, va poco a poco aproximándose al precipicio irreversible de su propia perturbación psíquica y termina, sin darse cuenta de ello quizás, siendo él mismo el protagonista del asombroso drama cuyos pormenores precisamente se había propuesto investigar y, en efecto, estaba investigando.
No quiero, sin embargo, como es por demás obvio, actuar como aquellos malos espectadores de cine que ya habían visto la película, pero volvían a ingresar al teatro a verla otra vez, y sabedores de los desenlaces que tenían las diversas tramas que se iban dando a lo largo del filme, y, más grave aún, conocedores del final de la cinta misma, se dedicaban a lo largo de su proyección, amparándose en la oscuridad de la sala de cine, que les brindaba esa sensación de impunidad a la que se llega gracias a la convicción íntima de que el infractor que actúa en ausencia de la luz no será descubierto, se dedicaban, digo, a dañarles la expectativa a los demás asistentes anticipándose a lo que sucedería, desatando con ello, como era lógico, las indignadas protestas que surgían desde los más diversos ángulos del teatro y que rechazaban aquel molesto proceder exigiendo a gritos – unos gritos que principiaban en algún rincón e iban extendiéndose por todo el auditorio – la inmediata expulsión del impertinente espectador, de modo que la oscura sala se llenaba de órdenes como “¡cállese!“, “¡sálgase!”, “¡sáquenlo!”, y otras expresiones igualmente hostiles, algunas de ellas imposibles de publicar aquí en aras de preservar esos retazos de decencia que todavía le quedan a esta sociedad cada vez más condescendiente con la vulgaridad, la ordinariez y la chabacanería.
Por ello, doy por terminada en este preciso punto la secuencia de entradas que principié cinco capítulos atrás y con la que simplemente me propuse plasmar mis percepciones, muy personales, casi que muy íntimas podría decir, acerca de la novela “Ató con cintas sus desnudos huesos“, de Hiram Sánchez Martínez, una obra verdaderamente emocionante, interesante, por momentos hasta educativa, sobre todo en aspectos históricos, y que gira alrededor de un tema que se ha pretendido convertir en tabú, sobre el cual nadie pareciera querer hablar, ni escuchar que le hablen, quizás por el miedo recóndito que los seres humanos experimentamos hacia la muerte, pero que contrariamente a lo que podría pensarse, acaso a la luz del título, quizás debido a la ilustración de la carátula, no tiene realmente las connotaciones tenebrosas que un despistado podría atribuirle sin siquiera haberla leído, pues, por el contrario, es una obra literaria de profundo romanticismo y de singular belleza estética.
Al margen quedan muchos otros recuerdos personales que se vinieron en tropel a mi memoria a medida que avanzaba en sus páginas. Podría mencionar, a guisa de solitario ejemplo, el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús siempre instalado en un punto preciso de nuestro hogar y de los hogares que de niños visitábamos, -casi siempre para ver televisión en un televisor ajeno -, entornos hogareños prácticamente todos coincidentes con el nuestro en la profunda fe que por entonces reinaba, cuadro religioso que en la novela de Sánchez Martínez aparece instalado en el sitio de aquella casona donde al personaje central lo pondrán a esperar sentado a que se le permita su ingreso hacia el lugar en el que lo atenderá el viejo cura extranjero. Entre otras cosas, yo también confieso que la misma sensación íntima del joven protagonista, esto es, la de percibir que la mirada de Aquel (y, con el debido respeto hacia la Real Academia Española, comparto plenamente la “A” mayúscula con la que escribe esta palabra el autor por estarse refiriendo a Dios) pareciera seguirlo adondequiera dirigía sus pasos, era exactamente la misma sensación que yo también experimentaba en aquellos lejanos años.
En fin, leyendo “Ató con cintas sus desnudos huesos” nos encontramos con muchas otras situaciones que de inmediato nos trasladaron a través del tiempo a remotos años idos y en los que, más allá de las dificultades y adversidades, lo cierto es que vivimos momentos enriquecedores e inolvidables.
Terminados estos deshilvanados comentarios, solamente me resta exteriorizar mis felicitaciones al licenciado y escritor Hiram Sánchez Martínez por su obra, su talento literario y su valioso aporte a las letras latinoamericanas, plasmado este último, hay que recalcarlo, no sólo en “Ató con cintas sus desnudos huesos”, sino en toda una constelación de libros que ha escrito y publicado, y que inexorablemente lo han convertido en referente obligado de la literatura puertorriqueña y continental.
En lo particular, van mis agradecimientos a él por la intención que tuvo en obsequiarme aquel fruto de su quehacer intelectual, sus amables comentarios acerca de mi trabajo alrededor de la figura de Julio Flórez y, ya como su lector, por las horas de esparcimiento que me brindó a través de su hermoso libro.
El lazo literario que tendió en su momento el talentoso poeta colombiano Julio Flórez con Puerto Rico, y que el lector de “Ató con cintas sus desnudos huesos” encuentra descrito con total claridad y expresiva belleza dentro de sus páginas, ha sido, pues, refrendado de bella manera, muchos años después, muchos lustros después, muchas décadas después, por el escritor puertorriqueño Hiram Sánchez Martínez con esta novela, que ojalá – dicho sea al margen – fuera adquirida y leída por los boyacenses, coterráneos del estupendo bardo colombiano; por los atlanticenses, en cuya tierra nuestra ilustre figura nacional exhaló su último aliento; y, en fin, por los colombianos que persisten en el amor a la poesía, a la literatura en general y al cultivo de la lectura, actividades del espíritu humano que en estos tiempos turbulentos – y en el sentir de muchos, decadentes – se erigen como una égida protectora frente a los embates del tedio y de la desesperanza.
Mesa de las Tempestades, Área metropolitana de Bucaramanga, Santander (Colombia), viernes 13 de octubre de 2023.
FOTOGRAFÍAS:
(1) Retrato de una mujer demente (Detalle). 1819, 1820, 1821. Óleo del pintor francés Théodore Gericault (1791 – 1824). Museo de Bellas Artes de Lyon. Lyon, Francia.
(2) La loca de Étratat. 1871. Óleo del pintor francés Hugues Merle (1823 – 1881).
(3) Viejo cementerio de Yauco. Yauco, Puerto Rico. Fuente: Find a Grave. Fotografía: Nélida.
(4) Portada del libro “Ató con cintas sus desnudos huesos”, de Hiram Sánchez Martínez. Ilustración y diseño: Íngrid Sánchez.
(5) Vieja calle 45 de Bucaramanga entre las carreras 12 y 13. Al costado sur, el Cementerio Central. Al costado derecho, el parque Romero. Fuente: Universidad Autónoma de Bucaramanga. Repositorio. Fotografía: Quintilio Gavassa Mibelli.
(6) Poeta Julio Flórez. Fuente: Fernández, Tomás. Tamaro, Elena. “Biografía de Julio Flórez”. En: Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea. Barcelona, España. 2004.
ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ: Miembro de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia (SAYCO). Miembro del Colegio Nacional de Periodistas (CNP). Miembro de la Academia de Historia de Santander. Miembro del ilustre y desaparecido Colegio de Abogados de Santander.
POST SCRIPTUM : Imposible sería cerrar esta entrada sin abandonar por completo el tema literario abordado en ella para apuntar al menos unas líneas a modo de adenda con el fin de expresar mi tardía, pero no menos sincera solidaridad con el autor, con su dignísima señora esposa, doña Iris M. Barreto Saavedra, y con toda su distinguida familia, pero también con quienes lo admiraban como poeta, cuentista y fotógrafo, lo seguían como bloguero, y lo querían como amigo, frente a la temprana y absurda muerte de Hiram Alexis Sánchez Barreto, de la que solo vine a enterarme al final de la lectura del libro que me he tomado el atrevimiento de comentar. Era la del literato ido una vida valiosa y apenas en plena primavera. Lo percibo como un joven talentoso cuya pluma inquieta ya había comenzado a trazar y mostrar los primeros productos líricos emanados de su fértil, y obviamente heredada, vocación literaria. Desde Colombia va, pues, para todos los suyos mi abrazo fraterno.