José Amparo Pérez no tiene ya una de sus piernas. Y no la tiene, porque un día cualquiera cometió el delito imperdonable de dar un paso mientras caminaba hacia su trabajo, junto con sus compañeros de oficio. Sí: dio aquel último paso y fue, entonces, cuando lo aturdió el espantoso estallido de algo que explotaba debajo suyo y, en ese momento, igual que en “Cien años de soledad” le sucedió a uno de sus personajes en la plaza de Macondo, sintió que el paisaje giraba a su alrededor y, antes de caer al suelo ensangrentado y aturdido, no tanto por la explosión como por el terrible dolor que le invadió la médula del alma, vio en instantes cómo la violencia arrasaba con sus sueños y con todo el puto mundo donde solo unos segundos antes estaba viendo el sol, y los árboles, y el azul celeste del cielo santandereano.
Lo trasladaron a Bucaramanga para la lóbrega operación de rutina: la amputación de la pierna destrozada. Aquí, en una ciudad extraña, le dieron refugio temporal dentro de un albergue triste, el mismo albergue olvidado donde se lo daban a todos los desdichados a quienes había mutilado un conflicto armado ajeno, y luego, ya dizque “recuperado”, tuvo que salir de allí a enfrentársele a la vida luciendo su nueva condición de campesino con discapacidad física. Una discapacidad que ahora se unía a la falta de capacidad que él ya traía desde antes: su falta de capacidad económica para proveerse el sustento propio y proveer el de aquellos que de él dependían. Una nueva condición de desventaja que él habría de sintetizar con una frase que ni Cervantes hubiera podido construir mejor: “A alguien como yo, doctor, nadie le da trabajo”.
Lo conocí en aquel albergue triste junto a uno de sus compañeros de desgracia: otro campesino de nombre Onofre Zafra Sánchez, también mutilado por una mina. Ambos demandaron al Estado colombiano. Lo hicieron al amparo de la jurisprudencia que la Sección Tercera del Consejo de Estado —cuando no tenía las subsecciones que tiene ahora- había fijado para estos casos, acogiendo la tesis que había sido planteada en la demanda elevada por la viuda y los huérfanos que dejó el campesino José Antonio Quintero Merchán, despedazado por una mina cuando, llevando una carga de naranjas en su mula, regresaba hacia su vivienda: la aplicación de la teoría del rompimiento del equilibrio en la distribución de las cargas públicas por riesgo excepcional. La había establecido, con ponencia del consejero Juan de Dios Montes Hernández, justamente en vísperas de la famosa Convención de Ottawa.
Al fallarle a José Amparo Pérez su demanda, el Tribunal Administrativo de Santander condenó al Estado a indemnizarlo porque encontró atendibles los argumentos que habían sido expuestos en la demanda, esto es, que su tragedia le había sido causada por quienes, empleando esos artefactos, trataban de derribar al Estado para pasar a ser ellos el Estado y, por consiguiente, resultaba perfectamente claro que la mina no se la habían sembrado a él, al anónimo campesino Pérez, sino a las tropas gubernamentales de Colombia, que, justamente, hacían presencia en esa área del territorio nacional para defender la supervivencia del Estado, supervivencia esta, y, por supuesto, la del ejército, que no eran del interés exclusivo de aquel pobre e ignoto campesino y, por ello, no se podían cargar sobre sus hombros solamente, sino que eran de interés nacional y, por ello, debían cargarse sobre los hombros de toda la nación.
En cambio, a Onofre Zafra Sánchez, que también había demandado, el mismo Tribunal, con otros magistrados distintos, le había dicho lo contrario: que le denegaban sus pretensiones porque, simplemente, las minas no las siembra el ejército, sino que se las siembran a él, y por ello la causa de su tragedia era imputable exclusivamente a terceros.
Los dos casos subieron al Consejo de Estado. Pero, entonces, mientras una subsección de su Sección Tercera le revocó la sentencia desfavorable a Onofre Zafra Sánchez y le dio la razón, otra subsección de la misma Sección Tercera le revocó la sentencia favorable a José Amparo Pérez Ochoa y se la negó.
Fue ahí cuando, al tiempo que Onofre Zafra Sánchez presentaba su cuenta de cobro ante el Ministerio de Defensa Nacional, José Amparo Pérez Ochoa acudió a la acción de tutela. Sí: el anónimo campesino mutilado que había tenido que enfrentarse al poderoso Ministerio de Defensa Nacional, ahora se tenía que enfrentar a otro poderoso: al Tribunal Supremo de lo Contencioso Administrativo, al Consejo de Estado de Colombia.
La gente seguramente no sabe cómo está reglada la tutela cuando con ella el ciudadano se enfrenta al Consejo de Estado. Lo voy a contar y, cuando lo cuente, ustedes, mis pacientes lectores, seguramente concluirán que José Amparo Pérez Ochoa no tenía posibilidad alguna de ganar su tutela. Pues bien: las tutelas contra el Consejo de Estado las resuelve el mismo Consejo de Estado, una institución judicial que, dicho sea de paso, durante veinte años, y contradiciendo a la Corte Constitucional, rechazó todas las tutelas contra cualquier providencia judicial porque sostenía que jamás podía ser procedente una tutela en contra de providencias judiciales.
Pero no; José Amparo logró el milagro: ¡¡¡ le ganó la tutela a la Subsección B de la Sección Tercera del Consejo de Estado !!! Sí: se la ganó limpiamente. La derrotó en toda la línea. Demostró que esa Subsección, al fallarle su demanda, le había violado sus derechos fundamentales porque había negado la evidencia probatoria, que claramente mostraba que él sí tenía la razón. Logró, pues, no solo que se dejara sin efectos aquella sentencia adversa y que se ordenara que su caso se volviera a fallar de nuevo, sino que en esta segunda ocasión se hiciera con sujeción a los lineamientos y parámetros que allí mismo se indicaban.
El nuestro ha sido siempre un Estado contradictorio. Y lo ha sido, porque solo un Estado que se contradice a sí mismo se la pasa exhortando a su pueblo a que no acuda a la violencia, sino que utilice siempre las herramientas del derecho como la única opción para pedir el reconocimiento de sus derechos, pero cuando el ciudadano lo hace, entonces se encuentra con toda una maraña de obstáculos que, al final, dan al traste con su reclamación. Con ello lo único que se logra es hacerle perder, a un ciudadano más, y por supuesto a su familia y a su entorno social —que es como decir “al pueblo”— la poca credibilidad que, de antemano, ya se tiene en el Estado y en su justicia.
Lo he repetido muchas veces y vuelvo a repetirlo aquí: no es conveniente que a los mismos jueces a quienes se les comprobó que violaron los derechos fundamentales de una persona y a quienes, por ello, se les echaron abajo sus decisiones, se les dé la oportunidad de volver a fallar lo que ya fallaron mal. Y no es conveniente, digo, porque no es la humildad la virtud que brilla precisamente en las altas esferas del poder.
Fue así que la Subsección a la que José Amparo le ganó limpiamente la tutela volvió a fallar en contra suya.
La Corte Constitucional no seleccionó su caso para revisión, pero el Procurador General de la Nación, el Defensor del Pueblo o cualquiera de los nueve magistrados de la misma Corte pueden insistir para que se seleccione.
Para ello cuentan con apenas quince días. No son días hábiles, sino días calendario, es decir, que el conteo incluye sábados, domingos y festivos.
Hoy es el día quinto.
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* Miembro del Colegio Nacional de Periodistas (CNP)
ILUSTRACIÓN: LA MISERIA. Cristóbal Rojas (1886). Óleo sobre lienzo.