Es 7 de agosto de 1819. El sacerdote católico Miguel Ignacio Díaz Sandoval acaba de ver que el capitán de la Legión Británica Juan Johnston ha caído al suelo bañado en sangre. Lo acaba de alcanzar el fuego enemigo. Entonces, decidido a cumplir su misión sacerdotal, opta por dirigirse hacia él en medio del fragor de aquel terrible combate.
El río Teatinos continúa impertérrito su curso y el gélido frío de ese lugar solamente es calentado por la lucha. Patriotas independentistas y militares españoles se han trenzado alrededor de él en la batalla que habrá de definir la suerte de un pueblo. De un pueblo que unos años atrás había creído que la libertad era solamente cuestión de actas y declaraciones, pero que había aprendido con sangre y terror que eso no era suficiente porque los imperios se niegan a aceptar que los pueblos sometidos por ellos decidan ser libres.
El padre Díaz Sandoval corre unos cuantos metros. Calcula que en tan solo unos instantes llegará hasta el guerrero caído y le podrá brindar su auxilio espiritual. Finalmente, esa es su misión como Capellán que es de la División de Vanguardia del Ejército Libertador — es decir, de los que van adelante — división que comanda el general Francisco de Paula Santander. En esa tarea ha celebrado la santa misa, en esa tarea ha confesado a sus feligreses, en esa tarea les ha repartido la comunión, en esa tarea los ha casado, en esa tarea, en fin, les ha hablado de Dios, de la venida de su Hijo a la tierra, de los evangelios, de las epístolas, de los apóstoles, de todo aquel mundo maravilloso de creencias y oraciones, de fe y de esperanza que le han permitido erigirse como la figura que representa a la Iglesia dentro de aquellas tropas que por momentos parecen una milicia de menesterosos.
Esos humildes soldados de los que es guía espiritual han atravesado, en las más difíciles condiciones, por entre el calor abrasador de los llanos inundados por la lluvia y el frío sempiterno y congelador del páramo de Pisba, la ruta que los conducirá a la capital del Reino, de donde esperan desalojar a los dominadores de su país y del continente. Atrás han dejado a sus compañeros muertos y han tenido que cargar en guando a los heridos, han aguantado el hambre, y han soportado la sed, y han padecido en silencio todas las penalidades porque sueñan con el triunfo definitivo, y la erradicación del poderío español, y la conformación de otra patria donde brille, por fin, la justicia y la libertad para ellos y para todos los hijos de este rincón del suelo americano.
El padre Díaz Sandoval ya está cerca del sitio donde el cuerpo del capitán Johnston yace; está a solo unos cuantos pasos de él y ya empieza a preparar los santos óleos para administrárselos de verlo necesario y ayudarlo así en su viaje hacia lo desconocido. Se los administrará, como ha tenido que hacerlo con otros, si a su juicio las heridas que acaba de sufrir, por su evidente gravedad, seguramente lo privarán de la vida, así como han privado de ese don a muchos otros de sus valerosos feligreses a lo largo del duro camino recorrido por el ejército hasta ahí y así como han privado ya de ese mismo don a varios de los que combaten en aquella dura refriega. Si el herido está en condiciones de hablar, lo exhortará a confesarse y le dará la absolución. Si no está tan grave como para llegar a esos extremos, lo auxiliará en todo caso dándole consuelo y fortaleza en ese momento difícil mientras llegan a ayudarlo en lo que corporalmente se pueda.
El fuego no da tregua. Solo han transcurrido segundos desde que el padre capellán ha visto caer al capitán extranjero que combate dentro de las filas patriotas y ya está cerca del sitio donde se encuentra; está a solo unos cuantos pasos de él, un poco más y ya podrá empezar su faena espiritual.
El padre Díaz Sandoval ya está prácticamente sobre el cuerpo ensangrentado del militar que grita de dolor. Pero, entonces, súbitamente sus oídos son aturdidos por un estruendo indescriptible que sobresale por entre los disparos de los rifles, y por entre los gritos, y por entre las órdenes, y por entre los relinchos, y de súbito el valeroso sacerdote deja de sentir lo que apenas unos instantes antes sentía, y deja de ver lo que apenas unos instantes antes veía, y deja de escuchar lo que apenas unos instantes antes escuchaba, y ya el cuerpo tendido del capitán Juan Johnston desaparece del mundo y una oscuridad absoluta reemplaza abruptamente las imágenes multicolores de los uniformes —de los lujosos y de los tristes—, y un silencio absoluto reemplaza el bufar de los caballos, y el débil rumor del pequeño río que trataba en vano de no dejarse apagar por el estruendo avasallador de la violencia no se oye más, ni se oyen los ayes lastimeros, ni los gritos desgarrados, y todo el horror que apenas segundos antes estaba presenciando deja de existir ante sus ojos abiertos que ya no miran.
En el parte oficial que de la batalla rendirá el Jefe de Estado Mayor del ejército patriota, el general venezolano Carlos Soublette, solo se mencionará su nombre, su cargo y su muerte.
En aquel documento militar se leerá lo siguiente:
“Nuestra pérdida ha consistido en trece muertos y cincuenta y tres heridos. Entre los primeros el teniente de caballería N. Pérez y el reverendo padre fray Miguel Díaz, capellán de vanguardia; y entre los segundos el sargento mayor José Rafael de las Heras, el capitán Johnson y el teniente Rivero”. [Carlos Soublette, Jefe de Estado Mayor del Ejército Libertador, Venta Quemada (sic), 8 de agosto de 1819. Citado por Daniel Florencio O´Leary, Bolívar and the war of Independence. Memorias del general Daniel F. O´Leary. La batalla y el parte de victoria. En: Reportaje de la Historia de Colombia. 158 documentos y relatos de testigos presenciales sobre hechos ocurridos en 5 siglos. Del Descubrimiento a la Era Republicana. Selección y presentación de textos: Jorge Orlando Melo. Asistente de investigación: Alonso Valencia Llano. Planeta Colombiana Editorial. Bogotá. 1989, p. 345].
Años más tarde, el autor de aquel informe habrá de ser el Presidente de la República de Venezuela, el comandante de la División de Vanguardia habrá de ser el Presidente de la República de la Nueva Granada y el comandante de todo el ejército libertador habrá de ser el Presidente de lo que los historiadores llamarán La Gran Colombia.
Lo que, en cambio, habrá de saberse de él, del “reverendo padre fray Miguel Díaz, capellán de vanguardia”, después de aquel parte militar, donde apenas se le menciona, no será sino una conjugación de errores como el de confundirlo con otro capellán patriota, Fray Ignacio Mariño, quien no morirá en batalla alguna, sino que partirá del mundo de muerte natural el 25 de junio de 1825 en Duitama, cuando ya la libertad, que él no alcanzó a disfrutar, sea una realidad.
De hecho, el mismo parte militar del Jefe de Estado Mayor hablará del capitán “Johnson”, pero en la relación de los militares que conformaron la Legión Británica no aparecerá ninguno con ese apellido; el que figurará será el capitán Johnston, de quien se dará a conocer que fue herido en la Batalla de Boyacá, por lo cual se concluirá que el informe de la batalla quedó con un error.
De él, del “reverendo padre fray Miguel Díaz, capellán de vanguardia”, tampoco habrá retrato alguno colgando de alguna academia de historia, o de algún salón del Estado, o de algún museo. Ni siquiera habrá una descripción aproximada de su rostro como para que algún artista lo pinte después y evite así, con su pincel, sus óleos y su lienzo, que caiga para siempre, al igual que muchos otros patriotas anónimos, en los socavones del olvido.
En fin, solamente se sabrá, y alguien contará, para que lo sepa el que quiera saberlo, que allá en la tierra boyacense, cerca del puente sobre el río Teatinos, el mismo río al que los indígenas llamarán siempre Boyacá, palabra esta que terminará dándole el nombre al departamento donde está ubicado aquella emblemática corriente de agua, murió el sacerdote católico Miguel Ignacio Díaz Sandoval, en plena batalla, mientras intentaba auxiliar a un herido.
La primera vez que publiqué una entrada en mi blog acerca de él fue en 2019. Tan sólo sabía que se llamaba Miguel Díaz porque así lo había leído en el parte militar del general Soublette. Desde entonces lo único nuevo que he logrado saber es que su segundo nombre era Ignacio y su segundo apellido, Sandoval; que sus padres se llamaban Miguel Díaz y María Eugenia Sandoval, que pertenecía a la orden de los agustinos, que había hecho profesión en la orden el 24 de junio de 1806, ceremonia donde fungió como su padrino don Manuel del Socorro Rodríguez, el padre, según algunos, del periodismo en Colombia (para otros fue don Antonio Nariño); que sus padres vivían en Bogotá, pero que luego se pasaron a vivir a Soatá, sin que se conozca la fecha; que él había nacido en Soatá; que luego de su ordenación había recibido el título de Predicador, que había estado prestando sus servicios sacerdotales en Tunja, que luego se había alistado como Capellán en el batallón patriota Cazadores y que antes de la Batalla de Boyacá había estado en la espantosa Batalla del Pantano de Vargas.
Había nacido en Soatá, sí, aunque ni Wikipedia, ni la Alcaldía Municipal de Soatá parecieran saberlo, pues quien lea lo que se dice en sus páginas acerca de ese pequeño municipio boyacense no encontrará la más mínima mención de su nombre como uno de sus hijos ilustres.
Eso – dicho sea de paso – nada tiene de raro en una nación tan desmemoriada, tan desinformada y tan desagradecida para con sus fundadores como la nuestra.
Un pequeño busto que lo recordaba en el Puente de Boyacá se lo robaron.
Nadie ha hecho nada para restablecerlo.
Óscar Humberto Gómez Gómez
Miércoles 7 de agosto de 2024
ILUSTRACIÓN: Sacerdote en el altar. Óleo sobre lienzo. Primera mitad del siglo XIX. Francisco-Mario Granet (1775 – 1849). Museo de Bellas Artes de Caén (Francia).