Si antes de la pandemia, y de la consiguiente cuarentena, el Derecho Administrativo en Colombia venía de capa caída, con esta situación mundial adversa a la que nos hemos visto abocados, vaticino que prácticamente ha quedado a las puertas de su desaparición.
De su desaparición, al menos, como aquella rama autónoma del Derecho que nació un día en Francia con el célebre “Fallo Blanco” y que vino a convertirse más tarde, en este país donde los avances llegan con años de retraso, en el escudo protector de los colombianos más frágiles frente al inmenso poderío político, militar, publicitario y económico del más fuerte, esto es, del Estado.
Y es que, como sucede con el mal jugador de ajedrez, que cuando ve que va perdiendo la partida le da un rodillazo al tablero y riega las fichas, o con el mal jugador de fútbol y dueño del balón, que cuando se disgusta porque el equipo adversario le va a ganar el partido, coge la pelota y se la lleva, el Estado colombiano, siempre mal perdedor, en lugar de reconocer con gallardía que fue vencido por nosotros, los abogados, en franca lid, una lid en la cual tomamos parte como su adversario sujetándonos siempre a las reglas de juego que él mismo impuso —a través de las normas jurídicas que su propia Rama Legislativa estableció— y sometiéndonos a su propio Poder Judicial, lo que decidió hacer fue acabar con el Derecho Administrativo, una de las más hermosas conquistas de la democracia. (Y es que hay que precisar que en los regímenes totalitarios el Derecho Administrativo no existe).
Para cumplir tal objetivo, lo primero que el Estado tenía que hacer era diezmarlo, minarle su fuerza, despojarlo de su credibilidad y convertirlo en lo que, precisamente, ya casi no era: un apéndice más del viejo Derecho Privado. Consecuente con ello, el Estado viene desplegando toda la artillería de su inmenso poder y, entonces, aprovechando su posición dominante, ha optado por estrategias como la de cambiar las reglas de juego —unilateralmente, por supuesto—, para ponerlas todas a su favor, ha ido poniendo en los cargos principales de la justicia contenciosa administrativa, esto es, en los juzgados administrativos, en los tribunales administrativos y en el Consejo de Estado, como subalternos suyos, a personajes al servicio de sus intereses, designando, en ejercicio de esa nueva y perversa política oficial, como jueces y como magistrados, a abogados a quienes no les importa un bledo el sentido de lo justo, ni los derechos de los más débiles, sino defender a como dé lugar sus propios intereses —la perspectiva de una jugosa pensión de jubilación— y, claro, los intereses del Estado para el cual trabajan y quien será, en últimas, el que les permitirá alcanzar tal anhelo, funcionarios autores de fallos injustos que, desde luego, son dados a conocer con una presentación que conquista a las masas ignorantes: con el seductor, pero sofístico argumento de que hay que proteger las arcas públicas porque son los dineros de toda la comunidad; creó la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado y a través de ella dio inicio a una campaña de difamación pública contra nuestro trabajo profesional —en mi caso personal, un trabajo que he desplegado desde hace casi cuarenta años—, logrando crear, dentro de una comunidad anestesiada hasta la sinrazón por el cloroformo de la politiquería —que adormece conciencias y siembra odios que impiden la reflexión serena—, la imagen de que somos unos vulgares saqueadores del erario; después empezó a retardar a su antojo el cumplimiento de las sentencias condenatorias, empezó a legislar (obviamente, para desmoralizarnos) en contra de nosotros, los abogados, y de nuestros derechos laborales —en lo cual ha hallado el respaldo indolente de no pocos de sus togados—, aumentó la edad de retiro forzoso de los consejeros para asegurarse el anquilosamiento de las nuevas tendencias jurisprudenciales favorables a él, y, en fin, desencadenó una verdadera persecución en contra de damnificados y víctimas, pero sobre todo de sus potenciales demandantes, a quienes ahora se les achican los plazos que les han dado para reclamar por sus derechos cuando ya los anteriores plazos se les han cumplido, para así dejarlos “fuera de lugar”; o les rechazan sus demandas por razones que no tienen respaldo jurídico alguno, inventándose caducidades inexistentes o echando de menos requisitos formales fantasiosos; o les deniegan sus pretensiones simplemente porque sí —pasando por encima de la evidencia probatoria, de los textos legales, de los antecedentes jurisprudenciales y de las enseñanzas de la doctrina nacional y extranjera—, o, si ya lograron ganar sus pleitos, luego de tener que esperar años, años y años, entonces se buscan pretextos de toda índole para dejarles sin efectos los fallos que los han favorecido o, negándoseles el pago de las condenas que limpiamente han obtenido, se les fuerza a que tengan que acudir de nuevo a los estrados judiciales a iniciar procesos ejecutivos interminables. Procesos ejecutivos en los que, por lo demás, no pueden embargarle al Estado nada porque todo lo declaran, las mismas entidades oficiales condenadas, “inembargable”. Procesos ejecutivos en los cuales, en cambio, por cualquier error procesal, los damnificados que ya habían ganado su derecho a una indemnización, pueden terminar perdiéndolo todo. Esto último, si es que no dejan pasar el plazo que tienen para promover tales procesos ejecutivos y, entonces, la condena que lograron les queda para enmarcar como recuerdo porque cuando, ante la ausencia de pago, van a ejecutar al Estado, les rechazan la demanda por haber operado la caducidad de la acción ejecutiva. Por último —y hay, para no ir tan lejos, cuatro modestas familias santandereanas en esta situación—, el Estado ha hecho desaparecer sus propias entidades y de esa forma ha obligado a los beneficiarios de las sentencias condenatorias a someterse a interminables y confusos procesos de liquidación, en los que la condena por la muerte de un ser humano queda para ser pagada mucho después que, pongamos por caso, una deuda hipotecaria.
Miguel de Unamuno escribió un libro titulado “La agonía del cristianismo”, en el cual describe la lucha del cristianismo por no morir y explica que en eso consiste, precisamente, su agonía.
Pues bien: cuando yo estaba buscando cómo titular el libro que había empezado a escribir acerca de la terrible situación por la que venía atravesando el Derecho Administrativo —tema de esta entrada—, pensé que debía echarle mano a ese título y, entonces, les comuniqué a mis allegados que, al parecer, ya había encontrado el título adecuado.
Y es que, en efecto, estamos presenciando “La agonía del Derecho Administrativo en Colombia”.
Yo comencé a ejercer esta rama del Derecho hace casi cuarenta años. Siento que, antes de mi retiro, algo debo hacer para tratar de auxiliar al ilustre paciente que agoniza.