El domingo 20 de septiembre del 2009, cuando se encontraba sola en la cabaña donde vivía, ubicada en el conjunto residencial El Laguito, perteneciente al condominio Ruitoque Golf Country Club Condominio, hoy solamente Ruitoque Condominio, en el kilómetro 7 de la autopista a Piedecuesta, comprensión municipal de Floridablanca, área metropolitana de Bucaramanga, en el departamento de Santander, murió una de las más destacadas periodistas colombianas, la santandereana Silvia Galvis, quien era, además, politóloga de la Universidad de los Andes, de Bogotá, historiadora y novelista, autora de numerosos libros, pero sobre todo una de las inteligencias más lúcidas, una de las mujeres más capaces y una de las personas más honestas, consecuentes y coherentes que ha dado esta tierra, mi terruño nativo y el de ella.
Había nacido en noviembre, igual que yo e igual que Vicky, la talentosa compositora y cantante valluna que fue mi amor platónico desde que cursaba la primaria en la mejor escuela del mundo y sus alrededores, la Concentración Escolar de Varones José Camacho Carreño. Silvia había nacido el sábado 24 de noviembre de 1945. Llegó a iluminar este planeta, con el brillo de su admirable inteligencia, en el hogar formado por Alejandro Galvis Galvis y Alicia Ramírez de Galvis, residentes del barrio Bolarquí.
Alumna aventajada del tradicional Colegio de la Presentación, obtuvo allí su título de bachiller, aunque dijo que detestaba el uniforme. De hecho, lo que dijo fue que detestaba todos los uniformes.
Realizó sus estudios superiores en la Facultad de Ciencia Política de la prestigiosa Universidad de los Andes, con sede en la capital de la República, y posteriormente adelantó estudios de Idiomas en los Estados Unidos y Alemania.
En la década de los años 80 laboró en el periódico fundado por su padre, donde fungió como destacada columnista, gestora y directora del Departamento Investigativo y, finalmente, directora del diario, cargo que asumió sobre las ruinas del matutino, volado en un atentado terrorista por sicarios al servicio del Cartel de Medellín, la tenebrosa organización criminal que asoló al país en aquella nefasta década y a la que hoy en día Netflix y nuestra televisión nacional, con el apenas obvio silencio del Estado, vienen rindiéndole un permanente homenaje de recordación que es seguido con entusiasta interés por la mayoría de sus suscriptores. La rememoro, en la plenitud de su coraje, dando declaraciones a los medios parada encima de los escombros, untados con la sangre de las inocentes víctimas que acababa de dejar el miserable atentado criminal: “No somos una brigada militar, esto es un periódico, somos periodistas”.
El 13 de noviembre de 1982 su Departamento Investigativo obtuvo Mención Especial en el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar y cinco años más tarde, en 1987, ella recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar a la mejor columna de opinión del país, galardón que le fue entregado por el famoso escritor venezolano Arturo Uslar Pietri.
En la década siguiente fue columnista del matutino El Espectador y de la revista Cambio.
El legado literario de Silvia Galvis comprende los libros ¡Viva Cristo Rey! (1991), Vida mía (1994), Sabor a mí (1995), Los García Márquez (1996), De la caída de un ángel puro por culpa de un beso apasionado (1997), De parte de los infieles (2001), Soledad, conspiraciones y suspiros (2002) y La mujer que sabía demasiado (2006), además de su obra póstuma Un mal asunto (2009), novela policíaca basada en el fratricidio del que fue víctima la ex parlamentaria Martha Catalina Daniels.
Fue también coautora de los libros Colombia nazi (1986) y El Jefe Supremo (1988), que escribió junto a su esposo, el periodista Alberto Donadío, después de recopilar pacientemente importantes datos inéditos en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.
En el año 2007, Silvia Galvis lideró la recolección de firmas de artistas e intelectuales que se pronunciaron públicamente por la paz de Colombia, presionando a la guerrilla y al Estado para poner fin al conflicto interno colombiano mediante una salida política negociada.
En el año 2010 fui contactado por quienes estaban preparando un libro con el cual se le quería rendir un homenaje póstumo recopilando las semblanzas que sobre ella escribieran sus parientes y amigos más cercanos. La obra fue publicada ese mismo año (Silvia, conspiraciones y suspiros. Sílaba Editores. Bogotá. 2010). Reproduzco a continuación algunos apartes de la que yo escribí:
“Mis imágenes de Silvia Galvis son tan puntuales y tan nítidas, que a veces me lamento de no tener habilidad con el pincel. Si la tuviera, podría dibujarlas de memoria.
Está riéndose a carcajadas, el día en que la conocí, en su oficina de Vanguardia Liberal, cuando le acabamos de contar que, al preguntarla, la recepcionista nos replicó: “¿Los señores de dónde son?”, y Gerardo Delgado Silva le contestó: “De dónde somos, qué, señorita…¿oriundos?…Yo, de Barichara”.
Se rió tanto, pero tanto, que desde entonces tuve la impresión de que ella no encajaba en el ambiente serio y formal que yo percibía dentro del diario.
(Jamás he olvidado su risa festiva de aquella mañana. Cuando los años pasen, creo que debería definirse a Silvia Galvis como una mujer que fue capaz de reír a pesar de haber vivido en un medio acartonado e hipócrita, donde casi nadie reía. Claro que también podría ser definida de otras maneras: por ejemplo, como una mujer que teniéndolo todo para haber llenado su casa de porcelanas, cristales, lámparas y tapetes finos, prefirió llenarla de libros).
Está, en cambio, llorando, tratando inútilmente de ocultar los ojos detrás de unas gafas oscuras, cuando yo la saludo desde la recepción del diario, donde me estoy identificando para ingresar, el día en que acaba de morir su padre. Tendrá la deferencia de publicar mi carta de pésame en su leída columna “Vía Libre”.
Está sentada frente a su máquina de escribir riéndose a carcajadas de mi apunte: ella me ha dicho que no encuentra cómo rematar la columna que está escribiendo. Yo le he preguntado de qué trata y me ha explicado que hace cincuenta años Vanguardia publicaba que los habitantes de San Vicente de Chucurí le estaban clamando a gritos al gobernador de Santander de entonces, sin que éste los escuchara, por la solución de unos problemas que ahora, cincuenta años después, son exactamente los mismos por cuya solución están otra vez clamando a gritos los chucureños actuales ante el actual gobernador de Santander, sin que éste tampoco dé señales de estarlos escuchando.
“O sea, -le digo yo- que cincuenta años después el gobernador de Santander sigue necesitando un otorrino”.
Silvia rematará, entre carcajadas, su columna con mi apunte.
A partir de ahí lo hará una que otra vez, sin dejar de reírse de mis ocasionales ocurrencias.
Está de pie, frente a los escombros de Vanguardia Liberal el día en que, prácticamente sobre sus ruinas, asume la dirección del periódico. En ese momento le está diciendo a la televisión que “No somos una brigada militar” y que “Nos han destruido físicamente, pero los principios permanecen intactos”. Un carrobomba ha estallado frente a la puerta del periódico, ha matado a varios de sus trabajadores y ha dejado en la calle a sus vecinos.
Está ingresando a mi oficina, portando en una de sus manos un voluminoso libro que me lleva de regalo. Es su novela histórica “Soledad, conspiraciones y suspiros”, cuyas ochocientos ochenta y ocho páginas habré de leerme en los tres días siguientes.
Es la vida novelada de Soledad Román, la controvertida amante y más tarde esposa del presidente Rafael Núñez.
Está, finalmente, sola, ausente, triste, distante de nuestra vida, sin la explosión de su risa, sin su valor civil, sin su punzante pluma, sin su crítica mordaz, sin su buen humor, sin su acelere. Está dentro de una caja de madera y me dice no sé quién que su funeral comenzará a no sé qué hora del día siguiente. Yo acabo de llegar al lugar y lo he encontrado casi solo. Es posible que me haya aumentado esa sensación de soledad inmensa el no haber visto por ahí a ningún miembro de su familia. Al día siguiente, solamente me asomaré a la inmensa sala fúnebre, que ya para entonces rebosará de calor y de lagartos.
Silvia Galvis murió al mediodía del domingo 20 de septiembre de 2009 en su cabaña de habitación ubicada en la Mesa de las Tempestades y de la cual llegó a decir, entre risas, que ampliaría a escondidas para poder construir una pequeña terraza donde ella, Alberto, Nylse y yo nos sentáramos a tomar tinto y a darle rienda suelta a esa distracción, hoy desaparecida, que las generaciones pasadas llamaban “hacer tertulia”.
Cuando la evoco, no puedo evitar pensar que pasó por mi vida demasiado aprisa y estoy tan desacostumbrado a la idea de que murió, que a ratos me parece que cualquier día, cuando menos me lo imagine, voy a escuchar otra vez su voz en el teléfono”.
Silvia solía escribirme cuando se encontraba fuera de Colombia. Hoy quiero reproducir el texto de la carta que me remitió desde Canadá a propósito de las observaciones que le hice a su novela Soledad, conspiraciones y suspiros:
“Montreal, sábado 29 de abril de 2006
Oscar Humberto,
Estoy anonadada por la dedicación que le pusiste a la lectura del libro. Mucho te agradezco la autopsia tan precisa y las múltiples lecturas que encontraste. Nunca nadie le había dedicado ese tiempo ni esa inteligencia a las 888 páginas de Rafael y Soledad. Todavía no me has dicho cuál es el personaje oculto que encontraste y me tienes intrigada, porque fuera del omnisciente y los que se nota que son, no puedo pensar en un Núñez oculto, pero me encantaría saber cuál es ese personaje a la sombra que descubriste.
Nosotros llegamos bien y aunque Montreal está helado la ciudad es una delicia. Me alegra mucho que hayas conocido a Alberto y que hayas entrado a su lista de personas apreciadas y de absoluta confianza.
Espero que nos veamos a nuestro regreso que será en julio, cuando probablemente ustedes estén a punto de subirse a la mesa de Ruitoque.
Saludos a Nylse, me alegró mucho conocerla y, antes de terminar, otra vez mis más sinceras felicitaciones por tus exitosísimas carreras, una tan seria y otra tan divertida. El campesino embejucao nos lo trajimos para que los colombianos que conocemos aquí lo conozcan y se diviertan. Un abrazo y de nuevo mil gracias por las observaciones sobre el libro y por tomarte el tiempo para precisar los errores del texto y codificar todos esos pensamientos en palabras.
Silvia”.
Como era inevitable que ocurriera, Silvia no escapó a mi manía incorregible de escribir versos. Fue así que, con motivo del aniversario de su fallecimiento, escribí una poesía en su memoria, la que hoy copio de nuevo, para desdicha de mis lectores. Se titula La saeta:
“Silvia escribe con su pluma de saeta
y hay alguno al que su pluma le molesta.
Unas veces me parece que es graciosa,
otras veces me parece que es inmensa,
otras veces la percibo desolada,
pero siempre me demuestra que es honesta.
Silvia escribe con su pluma de saeta
y hay alguno al que su pluma le atormenta.
Silvia sigue, con los años, combatiendo,
combatiendo con su pluma de saeta,
por que igual que ella sonríe, sonrían todos,
por que ya no haya injusticia en nuestra tierra,
por que no caiga hacia arriba el deshonesto,
por que ya no sea costumbre la indecencia,
ni los fondos del erario, los de todos,
a unos pocos solamente los diviertan,
por que no haya tanto llanto en los hogares,
por que cesen la guerra y la indolencia,
por que ya no duerman niños en las calles,
ni el olvido nos pervierta la inocencia.
Silvia escribe con su pluma de saeta
y hay alguno con temor a que lo venza.
Silvia enfrenta con su pluma los desvíos,
Silvia enfrenta con su pluma la violencia,
Silvia enfrenta con valor a los corruptos
y proclama que es derecho la protesta.
Silvia escribe con su pluma de saeta
y hay alguno al que su pluma ya lo inquieta.
Silvia duerme con el sol y con el viento,
con la luna y las estrellas se despierta,
y no calma sus dolores con remedios:
es la risa de sus nietos su anestesia.
Silvia escribe con su pluma de saeta
y hay alguno que quisiera verla muerta.
Silvia narra nuestra historia sin historia,
y hasta apoya el folclor de nuestra tierra,
mas su amor hacia su Patria no es el vano
patriotismo de falacia y sin vergüenza,
no es el mero pregonar “soy colombiano”,
ni es el mero agitar de una bandera,
sino el duro luchar por que sea digno
este suelo donde ella un día naciera,
y a pesar de que viaja por el mundo,
a lo suyo -y de los suyos- se regresa.
Silvia escribe con su pluma de saeta
y al final la impunidad es la respuesta.
Me parece a mí que Silvia está cansada,
no sabría yo decir si es que está enferma,
pues percibo su sonrisa iluminada,
pero en sus ojos un destello de tristeza;
y me pregunto si debiera preguntarle,
si hay fatiga, o desencanto, o quizás piensa
que a pesar de tanta tinta derramada,
a pesar de tanta sangre y tanta brega,
esta Patria sigue igual de abandonada,
en esta tierra no ha cambiado jamás nada,
y todo sigue tan mal, como antes era.
Un domingo de septiembre Silvia muere,
y hay alguno al que su muerte hasta le alegra”.
Me tenía invitado a una reunión que ella organizaría para que sus pequeñas nietas conocieran en persona al “campesino embejucao”, pues no solo escuchaban sus canciones, sino que hasta representaban sus dramatizados y profesaban un inmenso afecto por el burrito “Raciocinio”.
Habíamos convenido que iría, como era obvio, con el traje artístico puesto y acompañado de mis músicos, y que previamente “el campesino embejucao” llamaría por teléfono, preguntaría por ellas y les pasaría a “Raciocinio”, en todo lo cual el ingeniero de grabación y sonido Mario Serrano desempeñaría, desde luego, un papel fundamental, que ustedes ya imaginan.
Infortunadamente, la tarde del domingo en que pensaba ir para que las niñas conocieran al personaje (“Raciocinio”, por supuesto, no iría porque había tenido que irse a hacer unas diligencias urgentes), se desató en la Mesa de las Tempestades una de sus tormentas emblemáticas y por ello la visita se dañó.
Le prometí, entonces, que iría en la tarde del domingo siguiente.
Ese nuevo domingo, recién pasado el mediodía, llegué a mi casa después de mi acostumbrada caminata y apenas entré y me retiré los audífonos, mi hijo mayor me dijo, hablándome con una inusual seriedad desde la silla del comedor donde en ese momento se encontraba sentado:
“Papi, ¿supiste la noticia?”.