En medio de la turbulencia contrarrevolucionaria de Boves y Morales, y cuando Venezuela cae ensangrentada por todas partes, víctima de la cuchilla sanguinaria de las hordas que, bajo la insignia negra de El Urogallo, arrasan, enceguecidas de odio racista, con cualquier vestigio republicano, Simón Bolívar, derrotado y vuelto a derrotar por aquellos llaneros inmisericordes que violan mujeres y decapitan maridos, se ve obligado a huir a través del Mar Caribe y es, entonces, cuando, sumido en la más profunda desdicha, arriba a Haití y recibe la hospitalidad del Presidente Alejandro Petión. Será gracias a éste que El Padre de la Patria podrá armar la Expedición de los Cayos y ver reverdecer sus ideales libertarios.
Petión, fundador de la república haitiana, su primer presidente, redactor de su primera constitución, y uno de los grandes pioneros de la libertad de los esclavos en América, emerge hoy en la memoria agradecida del continente, ante el embate traicionero y feroz de las capas telúricas en revolución que, sin miramientos, por estos nefastos días han producido el caos, las lágrimas y la muerte en la nación más pobre de este agitado sector del mundo.
Y revive la imagen de Alejandro Petión acogiendo a nuestro Libertador en desgracia, y brindándole alimentos, fusiles, naves y tropa, para que pueda regresar a Venezuela y proseguir la colosal gesta enmancipadora, porque hoy Haití, la tierra de aquel prócer modelo de magnanimidad, es la tierra sufrida, la patria sin esperanza, la niñez sin mañana, la viudez que se propaga, la orfandad que no cesa en su angustia, los escombros de lo que era Puerto Príncipe, el hambre que se irriga, el corazón atribulado que clama auxilio, el grito desgarrado que viaja por los aires desde el Río Grande hasta la Patagonia y que vuelve a recordarnos a todos que Haití también existe.
Pero detrás de este terremoto de espeluzno hay realidades políticas que, en la desdichada hora de ahora, mal podrían soslayarse. Haití, hoy víctima del estremecimiento terráqueo, viene siéndolo desde mucho tiempo atrás de la prepotencia, los abusos y la corrupción sin límites de sus gobernantes.
El 28 de julio de 1915, en efecto, el asesinato del presidente de la república, Vilbrun Guillaume Sam, quien había rechazado un tratado de asistencia militar que le habían propuesto los Estados Unidos para conjurar el desorden que ya imperaba en el país, justificó que éste fuese invadido por las tropas norteamericanas. La ocupación estadounidense de Haití se prolongó hasta 1941, lapso dentro del cual se sucedieron cuatro presidentes títeres.
En 1937, nuevos negros nubarrones vinieron a oscurecer el futuro de Haití, en esta ocasión por cuenta de su vecina de isla, la República Dominicana, que esta vez no se destacó por la gracilidad y la calidez rítmica de su merengue, sino por la brutalidad de sus tropas, que, lideradas por el criminal dictador Leonidas Trujillo, el asesino de Minerva Mirabal y de sus hermanas, masacraron a aproximadamente diez mil trabajadores haitianos.
Y como las ofensas a la dignidad también suelen arreglarse con plata, República Dominicana le pagó al Jefe de Estado de Haití Sténio Vincent una fuerte indemnización, algo así como la que le pagó Estados Unidos a Colombia por el zarpazo de Panamá, y eso le costó la pérdida del poder.
Después vienen los presidentes que se amañan en el puesto y, como la Constitución Nacional de Haití prohibe la reelección, entonces proceden a intentar cambiarla para hacer que la permita. Eso intentó hacer, por ejemplo, el presidente Dumarsais Estimé, a quien, por ello, derrocó en 1950 el general Magloire. Pero como suele suceder que el que predica no practica o, dicho en otros términos, hay quienes miran la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio, como lo describió certeramente Jesús, también al general Magloire le quedó gustando el poder e intentó hacerse reelegir. Y, víctima de su propio invento, o dosificado con su propia medicina, por ese motivo también a él su afán reeleccionista le costó el poder y tuvo que exiliarse en diciembre de 1956.
En un solo año hay varios gobiernos, hasta que en el diciembre siguiente, o sea, el de 1957, es elegido presidente Francisco Duvalier.
Este gobernante crea la policía más brutal del continente, los “tontons macoutes”, reprime con violencia a la oposición, prohíbe los partidos políticos y promueve la práctica del vudú. En otras palabras, “impulsa el progreso nacional y da ejemplo de tolerancia”.
Claro que, eso sí, se cuida de que lo reelijan. En abril de 1961, en efecto, se proclama reelegido y, entonces, “tras de cotudos con paperas”: la dictadura de Duvalier ahí sí que se acentúa y a los exiliados que intentan desembarcar en las costas haitianas para tratar de derribarla les va como les iba a los perros en misa (como les iba, digo, porque ahora me consta que hasta les permiten sentarse en las bancas), y son impresionantemente aniquilados.
Pero eso no es suficiente para el ambicioso Duvalier. Como le quedó gustando el poder, entonces en 1964 ya no se proclama reelegido, sino nada menos que Presidente Vitalicio. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA denuncia las tropelías del régimen haitiano contra el cada vez más empobrecido pueblo de Haití. Pero, como siempre pasa, no pasa nada. Y como al que no le gusta el caldo se le dan dos tazas, Duvalier papá le impone al desgraciado pueblo haitiano a Duvalier hijo, para que los Duvalier sigan gobernando o, dicho en otras palabras, todo siga en familia.
Y entonces a “Papá Doc”, como llamaban los lambones de siempre a su “benefactor”, lo reemplaza, después de que la Parca se lo carga para los profundos infiernos, su hijo, el nenecito “Bebé Doc”. Esto sucede el 22 de abril de 1971. O sea, que “Papá Doc” sólo hizo lo que se le dio la gana en Haití durante la bicoca de catorce añitos.
La Constitución Nacional de Haití le impedía a “Bebé Doc” suceder a “Papá Doc” porque no contaba con la edad mínima requerida para ser presidente. Pero como lo que digan las constituciones nunca ha sido problema cuando de lo que se trata es de perpetuarse en el poder, “Papá Doc” dejó todo listo para su nenecito e hizo modificar “el articulito” y fue así como “Bebé Doc” pudo tranquilamente asumir el mando.
Pero si “Papá Doc” se había apoyado en los sanguinarios “tontons macoutes”, “Bebé Doc”, lejos de quedársele atrás, resultó peor que su taita, porque aparte de los “tontons macoutes”, a los cuales fortaleció todavía más, creó los “léopards”, que eran, si no peores, al menos iguales de violentos y sanguinarios.
“Bebé Doc”, a diferencia de su arbitrario padre, no modificó parcialmente la Constitución. Más bien, la suspendió toda completa, en julio de 1983, o sea, cuando ya llevaba gobernando “la pendejada” de doce años. Y, a renglón seguido, hizo aprobar en septiembre de ese mismo año una nueva Constitución a su medida. Más exactamente, a su obesa medida. El pobre pueblo haitiano logró sacarlo del poder, y del país, aunque no de la memoria, a punta de multitudinarias protestas callejeras, y “Bebé Doc” se largó de Haití, exiliado, en febrero de 1986.
Cuánto robaron del erario haitiano los Duvalier no lo calculará jamás ni el más brillante matemático de la NASA.
Ahí sigue, pues, Haití, la patria de Alejandro Petión, sumida en la miseria y en la desesperanza.
Hoy, la causa de sus lágrimas fue un terremoto. Pero Haití nunca ha dejado de llorar por otras causas, generalmente humanas.
Ojalá Estados Unidos esta vez lo invada, no de “marines”, como en 1915, ni de políticos corruptos que como los Duvalier gozaron de su apoyo y protección, sino de hospitales, facultativos, medicamentos, vestido, escuelas, asfalto, alimentos, insumos, progreso y dignidad.
Si así no ha de ser, entonces que, más bien, lo dejen en paz enterrar a sus muertos y llorar, o mejor: seguir llorando, su inveterada desgracia.