Para la segunda mitad del año 1977, el tradicional Teatro Santander, de Bucaramanga, que ocupaba la esquina suroeste de la calle 33 y la carrera 19 había sido transformado. Lo habían dividido en tres teatros: el Cinema 1, el Cinema 2 y El Cid. La entrada del Cinema 1 seguía siendo por la calle 33, esto es, por la misma entrada que tenía el viejo teatro antes de ser dividido. Al Cinema 2 y a El Cid, en cambio, se ingresaba por la carrera 19.
La película colombiana Mamagay fue anunciada por Cine Colombia en el teatro Cinema 1 precisamente en aquel 1977 donde tantas cosas habrían de suceder en mi vida. Yo cursaba a la sazón el sexto semestre de derecho y, en honor a la verdad, estaba necesitando que llegaran a mi existencia motivos para reír.
La cinta fue anunciada con la escasa profusión con que en este país se anuncia lo que produce el talento nacional y a través de un cartel promocional que, desde mi personal perspectiva estética, bien pudo ser mejor.
De todos modos, me llamó la atención ir a verla desde que supe de su existencia, pues me parecía muy simpático que actuaran en aquella cinta cinematográfica criolla actores que, como Humberto Martínez Salcedo, Jaime Santos, Otto Greiffenstein (apellido que también he visto escrito sin la letra “n”), Numa Pompilio Delgado y Leopoldo Valdivieso, yo veía y escuchaba en la televisión y me eran, por lo tanto, rostros y voces muy familiares. A la televisión nacional todavía no había llegado la magia del color y, por ende, los colombianos todo lo veíamos en la pantalla chica en blanco y negro.
De hecho, todos aquellos artistas me parecían subvalorados, cosa que, por demás, no tenía por qué extrañarme, pues era consciente de vivir en un país donde, por una extraña tradición de antropofagia entre paisanos, prácticamente jamás se le han reconocido méritos a nadie.
Leopoldo Valdivieso, por ejemplo, era aquel viejecito que en la serie televisiva Yo y tú, escrita, dirigida y protagonizada por Alicia del Carpio, aparecía como un marido flaquito y de baja de estatura que trataba de imponerse con su voz y su elocuencia a la personalidad dominante de su mujer. El simpático personaje que representaba, por cierto que con lujo de competencia, se llamaba “Don Cándido María Lechugo Ortiz”. El de su esposa, representado magistralmente por la actriz Esther Sarmiento de Correa, curiosamente se llamaba también “Doña Esther”.
Otto Greiffenstein salía vestido de blanco en los comerciales del jabón Top, al lado de unas atractivas chicas que aparentemente cantaban en coro además de bailar. Tenía una voz privilegiada y un señorío que, según lo que he sabido de él, no era aparente, sino que en verdad constituía su forma de ser como persona. También lo había visto actuando en la serie Yo y tú, y me agradaba como actor. Después habría de verlo co-protagonizando la película colombiana Esposos en vacaciones, junto a Franky Linero y Carlos Benjumea. También le oí una muy buena declamación, con fondo musical, del poema Desiderata, aunque la del mexicano Jorge Lavat era, por supuesto, más difundida.
Jaime Santos habría de pasar a la historia como “El doctor Clímaco Urrutia Urrutia, el candidato de la pomada”, un personaje político que encarnaba al típico manzanillo colombiano. Poca gente sabe que este magnífico actor tiene entendederas muy cercanas con Santander, concretamente con Bucaramanga. También ignora que él y sus amigos llevaron la broma hasta las últimas consecuencias y hasta inscribieron su candidatura a la Presidencia de la República ante la Registraduría Nacional del Estado Civil en Cúcuta. Pero esa es otra historia.
A Numa Pompilio Delgado lo recuerdo, entre otras cosas —incluidos sus papeles de “malo”, representados con la mayor excelencia histriónica—, por el comercial del Abejar G10, un producto destinado a mejorar las condiciones físicas de los viejos.
Había otros dos actores que figuraban en la plantilla del filme y a quienes, igualmente, veía y oía en los programas de humor semanales que nuestra televisión ofrecía: Hugo Patiño y Jaime Agudelo.
Humberto Martínez Salcedo era, de lejos, el que más me atraía. Me había llamado siempre la atención su versatilidad, su histrionismo —tan elemental y simple como convincente—, la profundidad de los temas que abordaba detrás de su fachada populachera, su ostensible capacidad para hacer reír sin necesidad de hacerlas de bufón, y su talento inmenso para imitar sin caer en la ridiculez de dejar de ser él mismo. Mientras iba en el bus de pasajeros rumbo a la universidad, con mi carga de cuadernos argollados, de carpetas y de sueños, fueron muchas las veces que lo escuché al frente de sus programas. De hecho, desde años atrás, espacios radiales como La tapa o El Corcho absorbían la atención de este pobre país desventurado donde por momentos parecía que estuviese prohibido reír. De hecho, quizás ustedes ignoran que la urbanidad que nos impusieron desde los pupitres decía que reírse a carcajadas era signo de mala educación. No se nos enseñó, en cambio, que más señal de mala educación era, por ejemplo, golpear a las mujeres o no respetar la vida de los demás o las ideas ajenas.
Su personaje El maestro Salustiano ya se había ganado un puesto en mi corazón. Me agradaba ver y escuchar a aquel maestro de albañilería, de overol, cachucha al revés y brocha gorda, que decía tantas verdades con gracia y agudeza intelectual indiscutibles.
Cuando supe que aquella nueva película colombiana giraba, precisamente, alrededor de él, me propuse no perdérmela, a pesar de que la escasez en mis bolsillos de estudiante universitario y una fuerte gripe que me atacaba por aquellos días amenazaban con impedírmelo.
La rebeldía de la tos, la fiebre, el dolor de cabeza y el decaimiento general hicieron que decidiera dejar mi asistencia para el último día en que estuviese programada en cartelera, pues calculaba que así le daría tiempo a mi sistema inmune y al agua de panela con limón de que me sacaran de aquel trance. Un trance que, además, me mantenía oliendo a VickVapoRub (o a mentol Davis) y a Menticol, el aromatizado alcohol que producía en Floridablanca la entonces todavía existente Empresa Licorera de Santander.
Sin embargo, llegado el último día en que se anunciaba la proyección de la película, la recuperación total aún no se había logrado. Opté, entonces, por ir al cine protegiéndome, de la mejor manera posible, de los embates del clima.
Un vecino de nuestra casa —vivía en la carrera de abajo y entre las mismas calles— le había vendido a mi mamá un poncho mexicano multicolor y una ruana no sé de dónde. Me probé ambas prendas y creí encontrar mejor abrigo con la ruana que con el poncho, por lo cual decidí que llevaría esa prenda como seguro contra el frío de la noche.
Poco después, ya estaba sentado en la gélida y oscura sala, luego de haberle entregado a la señorita de la ventanilla los últimos reductos de mis precarias finanzas.
Alcancé a darme cuenta de que todavía olía a mentol cuando comenzó la película.
El maestro Salustiano Tapias ha comprado un billete de la lotería y, para su enorme sorpresa, se lo ha ganado. La decisión inmediata de iniciar una nueva vida, una vida totalmente distinta, una vida que partirá de echar a quemar su pasado de pobreza, hará que esté a punto de echar a las llamas, donde ha tirado sus cosas para que el fuego las desaparezca por siempre, hasta el billete de lotería que lo transportará al ignoto y remoto mundo de la riqueza.
Y es que, sin esperar a cobrar el premio siquiera, comienza la transformación de Salustiano Tapias en Salustiano Murallas, un nuevo rico que, cobrado el jugoso premio mayor, comenzará a frecuentar restaurantes lujosos y a vestir con ropa estrafalaria que jamás soñó usar antes. Con su nueva personalidad y su nueva condición económica, el ahora Salustiano Murallas ingresará a un mundo al que no pertenece y en el que irá conociendo la oportunista “amistad” de última hora de quienes no llegarán detrás él, sino detrás de su dinero; el sucio manejo de los hilos del poder económico y político; el arribismo social, que lleva a que, en un país de habla española, los restaurantes ofrezcan su menú exclusivamente en francés; y la perspectiva desde la cual los poderosos miran a la Colombia del rebusque, que monta sus “oficinas” en plena calle, en los alrededores del edificio donde funciona la entonces existente Administración de Impuestos y Aduanas Nacionales, “oficinas” de mesita y silla donde un enjambre de “doctores” destituidos por la fortuna ofrecen declaraciones juramentadas y otros cachivaches. El desenlace final reconciliará al personaje prístino, al verdadero Salustiano Tapias, con su gente. Y, desde luego, con su desconcertado público presente en el teatro.
Mamagay me enseñó, entre otras cosas, no solo que el cine es una excelente compañía en la enfermedad, en la soledad y en los tiempos adversos, sino lo importante que es apreciar y disfrutar las cosas sencillas. (Quizás por ello aprendí, sin que instructor alguno me lo enseñara, a encontrarle sabor a la evidente sencillez de las películas colombianas y a apreciar el talento de actores y actrices que no aparecen a diario en las carátulas de las revistas de farándula).
Ah, y me enseñó, claro, lo excelente actor que era Humberto Martínez Salcedo.
[CONTINUARÁ]
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FOTOGRAFÍAS: (1) Humberto Martínez Salcedo y Hugo Patiño en una escena de la película Mamagay. El filme fue dirigido por Jorge Gaitán Gómez.
(2) Póster de Mamagay.
(3) Humberto Martínez Salcedo como Salustiano Murallas.
(4) Grupo de actores del seriado Yo y tú. En los extremos, Otto Greiffenstein y Leopoldo Valdivieso.
(5) Humberto Martínez Salcedo —como Salustiano Murallas— y Jaime Santos en una escena de la película Mamagay. También se observa a Leopoldo Valdivieso y Hugo Patiño. Con el rostro semi-cubierto, Numa Pompilio Delgado.
(6) Humberto Martínez Salcedo como “el maestro Salustiano Tapias” y Jaime Santos como “el doctor Clímaco Urrutia Urrutia, el candidato de la pomada”.
(7) Numa Pompilio Delgado.
(8) Jaime Agudelo.
(9) Humberto Martínez Salcedo como “El maestro Salustiano” durante un receso.
(10) Humberto Martínez Salcedo como “El maestro Salustiano Tapias”.
(11) Humberto Martínez Salcedo como “El maestro Salustiano Tapias” frente a su máquina de escribir.
(12) Humberto Martínez Salcedo como Salustiano Murallas en la película Mamagay.
(13) Escena de la película Mamagay.
(14) Humberto Martínez Salcedo representando a su personaje Salustiano Murallas.
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COLABORADOR ESPECIAL: Pedro Jesús Vargas Cordero.
¿Por qué no se puede ver la película? ¿No hay copia en ningún lugar?
No sabemos dónde pueda conseguirse una copia, Francisco Miguel, pero sí debería el Estado recuperar el patrimonio fílmico nacional y dentro de él películas como “Mamagay” y “El candidato”.
Y nunca vi la película y tampoco le conté a Humberto a pesar de que departíamos mucho tiempo en su parcela de Choachí, llamada Pueblito Viejo. Tenía una tiendecita de recreo – Mariantonia- donde había velas de sebo y panelas mohosas y la infaltable victrola con un parlante como el de la RCA Víctor. Días inolvidables con mi apreciado Martínez Salcedo. Estará que se sale de la tumba para coger a correazos a Salustianito, por trapisondista. Cordial saludo, doctor Gómez.