El fútbol es el nuevo opio del pueblo.
Por el fútbol, la gente -con su conciencia cada vez más anestesiada- se aleja, también cada vez más, de su propio yo y de sus seres cercanos. Y lo último lo hace, precisamente, cuando ellos necesitan con mayor urgencia de su compañía, de su calidez y de su consejo.
No se entiende, en efecto —al menos a primera vista—, por qué personas que seguramente ni han conocido, ni jamás conocerán Europa, pues apenas sobreviven con el salario mínimo legal —si es que el desempleo no les impide ganar al menos eso—, prefieren estar al tanto, con asombroso interés, de cuántos millones pagará un club europeo por su nueva adquisición (con la cual aspiran a ensanchar su ya fabuloso negocio), y desentendidos completamente, en cambio, pongamos por caso, de las carencias de amor que padecen sus hijos.
Claro que esa afición desmedida no es de ahora, ni nació tampoco cuando los jugadores colombianos comenzaron a ser contratados por los clubes del exterior. También ha sido local.
Me cuentan, por ejemplo, de un sujeto que cuando llegaba a su casa procedente del estadio Alfonso López y había perdido el Atlético Bucaramanga, se desquitaba con su familia: cogía a su mujer y a sus hijos a patadas.
Ojalá no se extienda semejante peste a los nuevos hinchas furibundos de los equipos extranjeros donde juegan colombianos, equipos que hasta hace poco por aquí no le importaban a nadie y que ahora suscitan enfrentamientos personales dentro de nuestro pueblo.
Ya he sabido sobre discusiones acaloradas y hasta amistades venidas a menos solo por haberse ventilado con desenfrenada pasión e innecesaria hostilidad si es mejor el portugués Cristiano Ronaldo o el argentino Lionel Messi.
Confiemos en que no se pase a las manos.
O -como tanto gusta por aquí- a las armas.