La Sala Plena del Consejo de Estado condenó a la Nación por el secuestro y posterior asesinato de los diputados del Valle a manos de las FARC.
Andan despistados, sin embargo, los que creen que se trató de una acción de reparación directa común y corriente. No, no hay tal: se trató de una acción de grupo. Fue eso, precisamente, lo que permitió que se diera en ese sonado caso una verdadera tercera instancia. Es decir, justamente aquella tercera instancia cuya supuesta búsqueda tanto se les critica a los anónimos colombianos humildes y ajenos a la figuración política que, completamente en solitario y en casos que no suenan, tratan de lograr, por la vía de la tutela, que al menos una subsección de una sección del Consejo de Estado examine la sentencia que, en su proceso de reparación directa, ha proferido un tribunal administrativo y que los ha dejado sin sus aspiraciones indemnizatorias.
En efecto, en el caso de los políticos vallecaucanos ya había dictado sentencia un juzgado administrativo en primera instancia y ya había habido, igualmente, una sentencia de tribunal administrativo en segunda instancia. Es decir, el proceso como tal ya se había acabado. Pues bien: a los damnificados con aquel sonado hecho se les habían denegado sus pretensiones. Hasta aquí les llega a los colombianos del común —en la práctica— su aspiración de justicia.
En el caso de los políticos vallecaucanos la cosa fue totalmente distinta. En ese sonado caso, a los demandantes, que ya habían perdido el pleito, les apareció el salvavidas: el Consejo de Estado tenía la potestad de revisar el asunto, incluso sin que siquiera se lo solicitaran, y decidió hacerlo, con el resultado ya conocido.
No han corrido semejante suerte, en cambio, colombianos anónimos que han demandado por la muerte de seres queridos tan anónimos como ellos. “Lo que pretende el recurrente es una tercera instancia”, les ha repetido el Consejo de Estado a esos ciudadanos del común cuando han acudido, vía tutela, ante esa corporación en casos similares. De hecho, durante veinte años les rechazó sus demandas de tutela sin siquiera estudiar el fondo de ellas, únicamente con el repetido argumento de que toda tutela en contra de una sentencia judicial era improcedente.
Ello le sucedió, pongamos por caso, a una anónima joven madre cabeza de familia de Bucaramanga que, por hacerse vacunar en una jornada de vacunación masiva, terminó con uno de sus brazos afectado, su trabajo perdido, su hogar destruido y viéndose obligada a irse ilegalmente para el Perú en busca de un mejor destino. Además de una reprimenda, lo que le dijo el Consejo de Estado fue que en Colombia no existía tercera instancia.
Pues, así se quiera aseverar lo contrario, en el caso de los diputados del Valle del Cauca lo que hubo no fue otra cosa que, precisamente, una tercera instancia.
El parecido de los dos casos no puede ser más claro: en el caso de la solitaria y anónima joven madre bumanguesa un juzgado administrativo de Bucaramanga había dictado en primera instancia sentencia condenatoria mientras que en el caso de los diputados del Valle un juzgado administrativo de Cali también había dictado en primera instancia sentencia condenatoria.
Y, de igual manera, en el caso de la solitaria y anónima joven madre bumanguesa el Tribunal Administrativo de Santander había revocado el fallo condenatorio del juzgado y denegado las pretensiones de la parte demandante mientras que en el caso de los políticos del Valle también el Tribunal Administrativo del Valle había revocado el fallo condenatorio del juzgado y denegado las pretensiones de la parte demandante.
La diferencia entre los dos casos —el sonado y el anónimo— radicó en que mientras los familiares de los políticos lograron que el Consejo de Estado se interesara en revisar la sentencia del tribunal, la solitaria madre cabeza de familia no logró lo mismo cuando acudió ante esa corporación en ejercicio de la acción de tutela. Por el contrario, lo que le dijo el Consejo de Estado fue que, por esa vía, no podía pretender una tercera instancia y que el Consejo de Estado tenía que respetar la valoración que el tribunal había hecho de las pruebas y la decisión que había tomado acerca del caso, porque eso estaba dentro del margen de discrecionalidad que los jueces tenían para resolver los casos sometidos a su consideración.
La Corte Constitucional puede, igualmente, seleccionar libremente las tutelas que quiera para revisión, tal y como lo hizo, pongamos por caso, con la del ex ministro Andrés Felipe Arias. La tutela de la anónima joven madre no la seleccionó.
En fin, lamentablemente, da la impresión de que las nuevas acciones consagradas en la Constitución de 1991 —la acción de tutela y la acción de grupo— están generando una justicia selectiva.
Una justicia selectiva en la que, más allá del ropaje argumentativo de carácter jurídico, el hecho de ser político y el hecho de no serlo parecieran marcar la diferencia.