SALVADOR RODRÍGUEZ (Capítulo III) Por Óscar Humberto Gómez Gómez [Memorias]

[Antes de proseguir, expreso públicamente mis agradecimientos al maestro Carlos Eslava Flórez, quien nunca se fue de nuestro corazón; a su hija, doña Vilma Eslava; y al arquitecto David Arias Mantilla, por su aporte, tan valioso como desinteresado, en el apoyo fotográfico de mis memorias, de las que forman parte estas líneas, tan deshilvanadas como sinceras].

 

 

El desconcertado niño de escuela que, con solo unas maras y algunas monedas de a centavo en los bolsillos —porque se ha negado a portar la cauchera que cargan sus vecinos—, arriba por vez primera a aquel entorno casi solitario del barrio más distinguido de su ciudad natal, no es indiferente, por supuesto, a la presencia, esquinera y seductora, de una tienda.

Pero no; aquella que ahora observa con fascinación ya no es la modesta tienda de barrio que él siempre ha conocido, la modesta tienda esquinera abajo de su casa donde “El gordo Yin” alquila y devora cuentos de colores, ni la modesta tienda también esquinera donde “Las cucarachas” ofrecen jabón de la tierra, alpargatas y mestizas, ni la modesta tienda de mitad de cuadra donde doña Celia no solo exhibe los mismos cuentos coloridos colgados de una pita que identifican el negocio de Eugenio Ferreira, sino también aquellos atrayentes dulces de pastilla que ya para entonces se han ganado la fama de ser los mejores del universo sin siquiera saberse todavía, dentro de aquel mundo que se desenvuelve alrededor de dos viejos parques cercanos, si en la Luna, o en Neptuno, o en Urano existen dulcerías.

 

 

Porque aquella tienda con pinta de almacén, o aquel almacén con pinta de tienda, aquel particular negocio mixto ubicado en la esquina suroeste de la calle 44 con la carrera 28, aquella miscelánea instalada exactamente al frente, la calle 44 de por medio, de la impresionante mansión de Marcos Pico, el famoso y desconocido personaje a quien él nunca le verá la cara, pero sí llegará a apreciar, y de bulto, el inmenso poder de su dinero, es, para aquel pequeño y frágil observador de un mundo nuevo, mucho más que eso: es un poderoso imán que pareciera tener el magnetismo de atraer hacia sí, hacia su vitrina de vidrio y hacia sus dos únicas mesas rodeadas de sillas que invitan a sentarse para degustar una Club Soda con pitillo o, según observa a los mayores, unas cuantas cervezas Chivo Clausen, a todo el vecindario de aquel exclusivo entorno social, un entorno social al que allí, en aquel estratégico establecimiento esquinero, escuchará platicar sobre temas tan disímiles como la muerte del acaudalado Saúl Díaz —frente a su propia mansión y al lado de su esposa alemana, cuyos gritos, dirán los vecinos a la policía y a los periodistas, será lo único que, aparte de los disparos, se escuche esa madrugada de infamia y de desdicha en el lejano y también exclusivo barrio Alarcón—, hasta la más reciente ocurrencia pública de John Lennon o el último relato del viajero locuaz que asegura haber sido testigo en plena noche de la fantasmal aparición del Duende en carretera.

 

 

Allí, en el almacén Sotomayor —porque su fundador y propietario, el mismo exiliado piedecuestano al que los jesuitas han vinculado como secretario de su reputado Colegio San Pedro Claver y que además toca el órgano en el templo mientras entona los cantos gregorianos durante la celebración de las solemnes liturgias, pues al padre Zaldívar, el párroco, le gusta la música, lo ha bautizado con el mismo nombre del elegante barrio— el niño visitante conocerá de cerca lo que es una tertulia, incluso de pie si ya están ocupadas las escasas sillas, frente a una vitrina de vidrio, ya no de anjeo como las de los barrios pobres, acerca de las últimas noticias que sacuden el mundo. Noticias a las cuales se refieren las primeras páginas de los diarios o, aún mejor que los propios periódicos, las mucho más informadas señoras que, por lo que oye, las han conocido mientras platicaban o escuchaban platicar a otras en el costurero del club y quienes, seguramente de manera involuntaria, las han dejado escuchar igualmente de sus sirvientas, como entonces se conoce, y siempre con intenciones despectivas, a las empleadas domésticas.

Será, pues, el almacén Sotomayor —al que habitualmente atienden, con atrayente cortesía, su propio dueño y una eficiente empleada suya de nombre Alcira— el único lugar de aquel elegante entorno, un entorno solitario y en el que todavía se escucha con perfecta claridad el trino melodioso de los pájaros, a donde el rapazuelo que viene de tan lejos podrá entrar cuando no lo esté haciendo en la casa de sus primos, los Gómez Durán, quienes viven ahí, en esa misma cuadra, a su costado norte, en esa casa de un solo piso y de fachada gris y rosada que tiene el número 27A-37 pegado en su puerta, inscrito en una plaqueta con letras blancas sobre fondo azul oscuro, la misma casa de bardas, antejardín elevado y escaleras a la entrada que habrá de ser más tarde derribada sin contemplaciones y ninguneada para siempre por un nuevo y pequeño edificio de apartamentos.

 

 

Aunque no; tampoco es tan exacto decir que, aparte del concurrido y amigable almacén de la esquina, únicamente entrará a esta casa del barrio Sotomayor —donde, dicho sea de paso, por primera vez en la vida conocerá las comodidades del teléfono, la nevera y los cilindros de gas propano de cien libras—, porque también lo hará, uno que otro domingo, en aquella otra casa ubicada en el costado sur de la calle 45 con carrera 28, al oriente del templo y hacia el mismo costado sur de este, donde reside la familia que encabeza Guillermo Durán, un señor de gafas, sencillo y amable —a diferencia de su esposa, que únicamente se le parece en lo de las gafas— y de quien ha oído decir que dizque ahora es el nuevo propietario de varios lotes ubicados en un apartado y solitario lugar del extremo occidental de la ciudad al que le dicen Campo Hermoso.

 

Ruitoque, Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, domingo 8 de noviembre de 2020.

 

(CONTINUARÁ)

 

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