SALVADOR RODRÍGUEZ (Capítulo II) Por Óscar Humberto Gómez Gómez [Memorias]

 

Hasta el hogar de Salvador Rodríguez, como hasta el de miles y miles de colombianos residentes en nuestros campos y en nuestros pueblos, llegó el sino maldito de la violencia política.

Avanzaba la segunda mitad de los años cuarenta y la sangre de compatriotas que tan solo ayer, como buenos vecinos, se saludaban en la calle y compartían el gusto por la misma música decembrina, la misma admiración por los poetas y el mismo pasado histórico cuyo devenir los había hecho ciudadanos de una nación libre, corría a raudales en los villorrios, caminos y veredas, lugares otrora mágicos donde, por desdicha, el amor empezó a ser reemplazado por el odio y los instrumentos que habían sido construidos para la música y las herramientas que lo habían sido para la labranza comenzaron a ser sustituidos por el tronar del revólver y el filo de los machetes empezó a ser usado con fines asesinos. Tal y como había sucedido cuando el pasado siglo agonizaba y el nuevo despuntaba en el horizonte, otra vez comenzaron, entonces, a brillar los machetes taciturnos, los mismos con los que se fue echando al olvido la verdadera, la noble, la hermosa tarea que estas útiles herramientas campesinas han debido cumplir siempre hasta tanto terminaran de adentrarse por entre las montañas andinas como símbolo del trabajo, del progreso y de la esperanza.

 

 

No era, desde luego, la primera vez que corría esa sangre de hermanos manchando con su estela macabra las fincas y los caminos, las escuelas y los hogares, los talleres y los templos, las mentes y los corazones de quienes, por haber nacido en el mismo país, deberían haber obrado siempre como amigos verdaderos y como verdaderos hermanos. Ya décadas atrás, conforme ha quedado sugerido líneas antes, el nuevo siglo había sido recibido a tiros, y la viudez, la orfandad, las lágrimas y los escombros habían sembrado por doquier la desolación y la incertidumbre, las carrileras de los trenes habían sido desarmadas para fabricar armas y, con torrentes de billetes sin respaldo alguno, cada cual había logrado adquirir tan solo unos cuantos mendrugos de soledad desesperanzadora, hasta que, finalmente, y a bordo de un buque extranjero, se había firmado a regañadientes la elocuente y sempiterna paz de los sepulcros.

 

 

Ahora, más de cuarenta años después, había vuelto a resurgir el mismo espectro terrorífico, la misma polarización enceguecida y por doquier ya se oía el relato sórdido de que a los rojos los mataban por ser rojos y a los azules los mataban por ser azules, y fue así que, en un cruce irreflexivo de acusaciones mutuas sobre quién había disparado el primer tiro, de qué bando había sido la primera viuda o cuál había causado el primer huérfano, se empezaron a evaporar los sueños de una Colombia fraterna donde aquello que proclamaba un verso de su himno nacional y según el cual dizque había cesado la horrible noche no fueran meras palabras poéticas destinadas a que un extranjero talentoso les pusiera música.

Desde el año 1946 había principiado, en efecto, una nueva negra noche, otro oscuro tramo de nuestra convulsionada y triste historia, un segmento de espeluzno que habría de agudizarse hasta la sinrazón el 9 de abril de 1948 cuando el abogado penalista Jorge Eliécer Gaitán se dispusiera a abandonar el edificio Agustín Nieto, en el centro de Bogotá, donde hasta ese momento habría de tener su oficina, para ir a almorzar en un restaurante cercano con un pequeño grupo de amigos. Entonces, foráneos dentro de su propia tierra, padres, hijos, tíos y compadres tuvieron que empacar de urgencia lo que pudieran cargar sobre sus desorientadas cabezas o encima de sus fatigados hombros y marcharse de una buena vez, como la mujer de Lot, sin poder volver atrás sus miradas enturbiadas por las lágrimas. El pintor Fernando Botero habrá de interpretar con el sortilegio de su pincel y desde su personal perspectiva aquel desgarramiento sufrido por el tejido de una Colombia sin fortuna que apenas trataba de emerger en el concierto de las naciones independientes.

 

 

También Salvador Rodríguez había tenido que salir huyendo junto con sus seres queridos desde su Piedecuesta natal porque ya gravitaban en torno suyo y de los suyos los cada vez más sonoros y tenebrosos pasos de la muerte. Entonces, con el equipaje triste que, al igual que él, muchos compatriotas suyos habían tenido que empacar a las carreras, tomó el camino destapado que conducía hacia la capital de su departamento y hacia esta huyó, junto con sus familiares, en pos de un refugio donde estuviese a salvo de los apremios de la indefensión, del miedo y de la angustia.

 

 

De aquella época de dolor y desesperanza que arrancó abruptamente de su terruño a quien iría a convertirse en el fundador y propietario del almacén La Cabaña, del almacén Sotomayor y del almacén Leo, en el secretario del Colegio San Pedro Claver, en el organista de la que durante años habrá de ser conocida erróneamente como la “iglesia de San Pedro” —confusión que se originará en el nombre del plantel contiguo a ella— y en el tronco de su propia familia, habrá de oír más tarde el niño caminante cuando escuche, con la misma atención con la que habrá de acostumbrarse a escuchar siempre las canciones que le atraigan, la letra de “El corazón de la caña”, un bambuco tan bello como dramático que, según leerá en la etiqueta del acetato negro que lo contiene, ha compuesto un señor que se llama José A. Morales y han grabado dos señores, uno de ellos de gafas, que se llaman Garzón y Collazos:

 

 

 

“Una noche le cortaron el corazón a la caña
Y desde entonces se escuchan lamentos por los trapiches,
Lamentos que van diciendo, nacidos de sus entrañas,
¿Para qué le cortarían el corazón a la caña?
¿Para qué le cortarían el corazón a la caña?

Una noche le cortaron el corazón a la caña
Y desde entonces se escuchan lamentos por los trapiches,
Lamentos que van diciendo, nacidos de sus entrañas,
¿Para qué le cortarían el corazón a la caña?
¿Para qué le cortarían el corazón a la caña?

Lo mismo cortan las vidas por el placer de cortarlas,
Para que quede la tierra con dolores en el alma
Porque las manos labriegas que saben acariciarlas
Las cortan, como a la caña, por el placer de cortarlas.
Las cortan, como a la caña, por el placer de cortarlas.

Lo mismo cortan las vidas por el placer de cortarlas,
Para que quede la tierra con dolores en el alma
Porque las manos labriegas que saben acariciarla
Las cortan, como a la caña, por el placer de cortarlas.
Las cortan, como a la caña, por el placer de cortarlas.

Un funeral de luceros cubre la piel de la patria”.

 

 

Ruitoque, Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, sábado 7 de noviembre de 2020.

 

(CONTINUARÁ)

 

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