La historia no solamente la hacen los próceres. Una sociedad no se edifica tan solo sobre las charreteras, y los sables, y la gloria de sus líderes. También se construye —y en no menor importancia— con el trabajo y el talento de hombres honrados que dentro de ella desarrollan su ciclo vital, dejan sus huellas y cualquier día se van sin que sus nombres, ni sus apellidos, ni la impronta que dejaron registrada en su tiempo y en su espacio le interesen a nadie, excepto quizás a sus seres más cercanos y a uno que otro descendiente futuro medianamente interesado por los temas de la genealogía o de la reconstrucción de la memoria.
Acaso eso explique por qué los santandereanos —para referirnos tan solo a aquello que de niños aprendimos a conocer como nuestra patria chica— no logramos aquilatar nuestra propia identidad, ni orientar con precisión nuestro rumbo, ni tenemos claro cuál es, finalmente, nuestro norte. En el fondo, no sabemos quiénes somos, ni de dónde venimos, y por ello es apenas natural que no sepamos tampoco hacia dónde vamos. Por eso, a esta tierra llega el que quiera, despedaza nuestras mejores tradiciones, condena a nuestros antepasados a los rincones del anonimato e impone el estruendo de costumbres extrañas desencadenando ese penoso limbo cultural en el cual andamos inmersos y del que no vaticinamos cuándo y cómo lograremos salir para emprender, más allá del discurso demagógico, la construcción de un Santander verdaderamente grande, libre y respetado.
Atrapado en esa creciente maraña de incertidumbre, a nuestro desorientado Santander solamente le queda la salida honorable de volver sus ojos hacia sus orígenes, volver a apreciar sus auténticos tesoros culturales y retornar a la valoración, sincera, general y decidida, de aquellos que nos antecedieron y que con su trabajo nos dieron ejemplo y nos señalaron con sus vidas meritorias el sendero que, más allá de espejismos, nos puede conducir con certeza hacia un futuro mejor.
Por eso, he considerado que el historiador no puede circunscribirse a la historia a la que tradicionalmente se ha limitado, con desprecio —involuntario o a propósito— del significativo aporte de los hombres ajenos a los ajetreos de la política y la milicia en la construcción de la vida material y espiritual de su terruño.
Pero, además, habrá de tener en cuenta, y valorar en su dimensión exacta, que detrás de todos esos hombres constructores de nuestra historia hay, de ordinario, una mujer.
Y es que si nuestros varones más excelsos —excelsitud que nada tiene que ver con el poder ni con la fama— pudieron ser y hacer lo que fueron y lo que hicieron no fue solamente porque se lo permitieron sus propios méritos. Fue también, y en gran medida, porque pudieron desplegar su positivo decurso vital con la seguridad mental y anímica que les brindaba el saber que sus hogares se hallaban en buenas manos. Buenas manos en cuanto a la formación ética y moral de los hijos, buenas manos en cuanto al manejo austero y responsable de la economía doméstica, buenas manos en cuanto al apoyo espiritual del marido que buscaba el sustento familiar e, incluso, como habría de acontecer en casa de Salvador Rodríguez, buenas manos en la vinculación misma al complejo engranaje de las actividades económicamente productivas.
Hermelina Navas Santos nació en la misma Villa de San Carlos del Pie de la Cuesta en la que había nacido Salvador Rodríguez. Ambos iban a la misma misa, aunque tenían que sentarse cada uno en alguna de las bancas de la correspondiente fila que les determinaba su sexo, pues para entonces, a diferencia de lo que ocurre hoy —y que, como ocurre hoy, los muchachos creen que ha ocurrido siempre— los hombres no podían sentarse en la misma fila de bancas donde se sentaban las mujeres, ni mucho menos era posible que se sentara el uno junto a la otra.
Quien conozca Piedecuesta sabe que al mismo costado de su parque principal hay dos templos y que uno de ellos permanece siempre cerrado mientras que los oficios religiosos se celebran exclusivamente en el otro. El ciclista Víctor Hugo Peña, quizás el único piedecuestano que nació en Bogotá, me preguntó un día sobre el por qué desde que era niño veía esa iglesia siempre cerrada. Yo le prometí que lo averiguaría. Le he cumplido la promesa, es decir, lo he averiguado, solo que nadie me ha dado una explicación sustentada y por ello hasta hoy no he podido contestarle la pregunta. He escuchado decir, pero solo a manera de comentario emergido de la imaginería popular, que allí se habría cometido un crimen horrendo y que, debido a ello, la Iglesia había excomulgado a los asesinos, declarado solemnemente la profanación del templo e impuesto la sanción canónica de la prohibición de volver a celebrar allí cualquier liturgia o ceremonia religiosa. En honor a la verdad, la única vez que ingresé allí fue para observar el anunciado Museo de Cera Augusmar, que resultó ser otra vez —lo había visto antes en la edificación al oeste del parque Centenario donde funcionaron el colegio San Pedro Claver y el Colegio de Nuestra Señora del Pilar— una sombría colección de cadáveres en cera, moldeados al tamaño natural por el artista, de la cual atrajo mi atención la imagen de dos brujas, La Patasola y La Mechuda, personajes que, a bordo de sus escobas de miedo volaban por los aires desde Piedecuesta y a quienes decidí incluir en mis escarceos literarios y musicales refiriéndome a la segunda en una novela que escribí —y que a veces me olvido de haber escrito— y dedicándole a la primera una canción —que a veces me olvido de haber compuesto— en la que, sin embargo, opté por despojarla de su imagen tenebrosa para convertirla en una viejecita amable y cuya actitud gruñona se debía tan solo a que la misma gente se encargó de aislarla socialmente con su propio miedo.
Pues bien; entre este templo inactivo y el otro, aquel templo lleno de vida al cual sí ingresaba los domingos y en las fiestas de guardar la feligresía mañanera que asistía a misa para cumplir los preceptos consignados en el viejo catecismo del padre Gaspar Astete, quedaba ubicado, justamente, el inmueble donde vivía el cantor de la iglesia, el joven Salvador Rodríguez.
Un día cualquiera, alguien le hizo a este una advertencia:
—La voz se acaba, Salvador —le dijo—. Aprenda a tocar un instrumento.
Aquella amonestación le pareció a él convincente y fue, entonces, cuando empezó a aprender a tocar el órgano, guiado por la mano maestra de quien se la había hecho. Aprendería a hacerlo tan bien, que terminaría cantando, mientras se acompañaba él mismo, en el templo jesuita de Bucaramanga y ante la feligresía del barrio Sotomayor. Lo que no imaginaba por entonces el maestro Salvador Rodríguez era que aquel vaticinio de quien le aconsejó que aprendiera a tocar un instrumento porque la voz podría fallarle cualquier día iba a resultar profético.
Pero antes de eso, antes de que, cantando y al frente del órgano, lo sorprendiera una mañana cualquiera de domingo el niño de escuela que subía al exclusivo barrio desde su hogar lejano para airear con otro ambiente el paso rutinario de la vida, el músico y cantor santandereano había huído de Piedecuesta para que no lo mataran los santandereanos contrarios —¡qué expresión tan triste!—, en plena época de La Violencia, y los curas del colegio jesuita bumangués —que había dejado de ser un colegio público para convertirse en un plantel privado, cosa que es bueno anotarla porque todos creen que el colegio San Pedro Claver fue siempre un establecimiento privado— lo habían vinculado laboralmente en el cargo de Secretario General, luego de haber sido su alumno en las aulas del bachillerato.
Era el Secretario General del colegio el 15 de julio de 1947. Su joven paisana Hermelina Navas estaba próxima a cumplir años. Ambos madrugaron ese día y a las cuatro de la mañana —o a las cuatro de la noche como, con no poca razón, escribiría Pablo Neruda en su “Confieso que he vivido”— ya estaban en el templo.
Se casaron a esa particular hora porque el novio tenía que estar en su oficina, dando inicio a sus labores del día, a las siete de la mañana en punto.
Ruitoque, Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, lunes 9 de noviembre de 2020.
(CONTINUARÁ)