¿Cómo así!
¿O sea, que ahora, cuando se denuncie penalmente a un magistrado, o a un congresista, o a un alto funcionario del Poder Ejecutivo, funcionarios públicos que son los más obligados a dar buen ejemplo de intachable conducta, antes de analizar siquiera si, en realidad, violaron o pudieron violar el Código Penal, que es lo que constituye, de entrada, la posible comisión de un delito, primero tiene que el Congreso determinar si políticamente se hace conveniente abrirles la correspondiente investigación penal?
Porque fue esto lo que, asombrados, le escuchamos decir al congresista autor de la ponencia, o promotor del acuerdo o no sé qué, ante el periodista Yamid Amat.
Si no se lo hubiéramos oído a ese congresista, ponente o artífice de este adefesio, un señor de apellido García creo, que incluso se lo tuvo que repetir al atónito Yamid Amat, nosotros tampoco lo creeríamos.
Pues sí, así como lo leen: el propio ponente del proyecto, o artífice o no sé qué del acuerdo, explicó que en eso consistirá el juicio político previo.
¿Pero qué es juicio político?, preguntó el entrevistador. Y el entrevistado dijo lo que ya dije que dijo.
Y eso, tamaño exabrupto, el de mezclar la política con el derecho penal, el de atreverse a decir que una investigación penal sólo se abrirá si es “políticamente conveniente” abrirla, es uno de los “grandes acuerdos” con que las Altas Cortes, el Congreso y el Gobierno, en impúdica manguala, a espaldas de la abogacía y del pueblo en general, destrabaron la reforma, una reforma a su medida, cuyo hundimiento ya se atisbaba en el oscuro horizonte.
El otro “gran acuerdo” fue el de que ahora los congresistas serán juzgados en doble instancia.
Vean ustedes cómo cambian los tiempos: a todos los mortales nos juzgan en doble instancia, pero porque lo hacen jueces de inferior jerarquía que tienen siempre por encima a un superior, de modo que uno -el inferior- nos juzga en primera instancia, y el otro -el superior- en segunda. En otras palabras, porque el juez que nos juzga tiene siempre un superior jerárquico al cual acudir en apelación. Sin embargo, los congresistas, que son quienes dictan las leyes, dictaron hace mucho tiempo una -y una de carácter superior- para protegerse con un fuero: el de que a ellos solamente los pudiera investigar y juzgar un juez sin superior jerárquico, o sea, el máximo tribunal del país, es decir, la Corte Suprema de Justicia. Obviamente, que como por encima de esa Corte Suprema no había nadie, mal se habría podido establecer una segunda instancia, puesto que los estaba juzgando la máxima autoridad judicial del país. En eso justamente consistía el fuero. Era, mejor dicho, un privilegio.
Ahora resulta que no. Que la Corte Suprema de Justicia se les volvió un tribunal que no les da garantías de imparcialidad y objetividad en el juzgamiento, y por ello están buscando una segunda instancia.
Pero lo que se pregunta, y con razón, el observador de la calle es lo siguiente: si la Corte Suprema, como institución, no sirve, si no brinda garantías, ¿por qué no la cierran? ¿O es que, acaso, los pobres presos colombianos anónimos, los Juan Pagas de siempre, los que han sido juzgados y condenados por delitos inclusive menos graves que los cometidos por los parlamentarios hipotéticamente acusados, sí tienen que resignarse a que los juzgue, nada menos que en casación, un tribunal que no brinda ni siquiera esa garantía mínima que debe ofrecer todo juez y que se llama imparcialidad?
Hay un fenómeno que no puede seguir creciendo en este país: el de que nadie acepta las instituciones y todos buscan sacarles el cuerpo, pero, igual, ellas continúan existiendo y su sostenimiento nos sigue costando un dineral, solo que somos los más pingos los que tenemos que resignarnos a seguir sometidos a ellas, pues los que tienen cómo hacerlo las eluden.
Ahí está el caso del Consejo Superior de la Judicatura Sala Jurisdiccional – Disciplinaria.
Para su cierre, hemos oído todos los argumentos habidos y por haber, pero nadie habla de los abogados a quienes esa corporación investigó, juzgó y sancionó (entre los cuales, aclaro, no estamos nosotros. O, al menos, no hasta ahora). A esos abogados ¿se les hizo en ese cuestionado Consejo Superior un juicio recto y justo? Es posible que sí. Es posible que no. Al menos parece que no se le hizo al abogado al que sancionaron disciplinariamente y cuya sanción fue dejada sin efecto, vía tutela, por la Corte Constitucional, caso que en este portal estaremos dando a conocer próximamente.
Yo no creo que haya que cerrar nada. Y no lo creo, porque tengo la más absoluta certeza de que el problema no es la Corte Suprema de Justicia como institución. El problema de la Corte Suprema, igual que el problema de los tribunales, que el problema de los juzgados, que el problema, en fin, de la justicia colombiana, lo hemos repetido muchas veces, es humano. El problema es si la gente que está llegando a las instituciones judiciales es la más indicada, si toda ella cumple su tarea con celeridad, dedicación, probidad, seriedad, profundidad y, sobre todo, verdadero sentido de justicia; si es gente que, de verdad, ahonda en el estudio de las denuncias, de las demandas, de los expedientes, de las pruebas, de los alegatos, de los recursos y, claro, de los libros donde está consignada la doctrina jurídica. Si es gente, digámoslo también, que respeta el Estado de Derecho, sus instituciones, la Constitución y las leyes, y, por supuesto, la doctrina constitucional. O si, por el contrario, es gente que antepone su ego, o sus intereses, o su prepotencia. Dicho de otro modo, si es gente que desempeña su labor con ética.
Sí: con ÉTICA, señoras y señores.
Porque es la ÉTICA, en últimas, el gran problema del Estado todo.
Incluidos también, por supuesto, el Ejecutivo y el Congreso.
¡Ah!, se nos olvidaba:
Acabamos de enterarnos de que, en el curso de la discusión sobre la reforma a la justicia, el Congreso aprobó que los magistrados de las Altas Cortes ya no permanecerán en sus cargos ocho años, sino doce.
En fin, saquen ustedes sus propias conclusiones.