Que los extremos terminan pareciéndose ya es cosa ampliamente sabida. Por eso, no es extraño que a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y a la Corte Interamericana de Derechos Humanos pretendan desacreditarla y la ataquen, cada uno desde su punto de vista, tanto la extrema derecha como la extrema izquierda: la derecha, acusándola de estar al servicio de la izquierda; la izquierda, acusándola de estar al servicio de la derecha.
En efecto, estas dos instituciones, la CIDH y la CIDH (o mejor: ambas CIDH, la Comisión y la Corte) soportan sobre sus hombros en América y en materia de derechos humanos la vigencia, avance y respetabilidad del Derecho Internacional Público, particularmente del Derecho Interamericano. Acabar con ellas resulta particularmente importante para aquellos que tienen a la ciencia jurídica, no como lo que es, vale decir, el instrumento moldeado por la civilización para ponerle talanqueras a la arbitrariedad de los poderosos en su pretensión de sacar adelante todos sus objetivos arrasando con los más frágiles, sino como el fastidioso freno a su inmenso poderío, un freno que, por lo mismo, debe ser eliminado a toda costa para así quedar en plena libertad de proseguir su marcha hacia el totalitarismo sin que nada ni nadie se lo impida.
El meollo del ataque contra el sistema interamericano de defensa de los derechos humanos, inequívocamente orientado a debilitarlo y destruirlo por incómodo, consiste en hacerle mella a su credibilidad. Y su credibilidad depende, claro está, de su imparcialidad. Por consiguiente, de lo que se trata, entonces, es de hacerlo ver como un organismo parcializado y al servicio exclusivo de unos intereses específicos: justamente los contrarios a los del Estado al que se investiga o condena.
El Gobierno de Venezuela, encabezado por el coronel Hugo Chávez, ha sido investigado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con sede en Washington (USA), y juzgado y condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con sede en San José (Costa Rica), por atropellos que, de acuerdo con tales decisiones, ha cometido contra los derechos humanos de personas que no están de acuerdo con su línea ideológica de izquierda.
Dice el coronel Chávez que las CIDH (ambas, la Comisión y la Corte) están al servicio de su enemiga, la extrema derecha.
Curioso.
Curioso, porque aquí en Colombia, su enemiga, la extrema derecha, viene diciendo desde hace mucho exactamente lo contrario: que las CIDH (ambas, la Comisión y la Corte) están al servicio de la extrema izquierda.
El panorama, pues, no puede ser más contradictorio: la extrema izquierda acusa a las CIDH de aliadas de la extrema derecha, y, a su vez, la extrema derecha las acusa de aliadas de la extrema izquierda.
Definitivamente, en política ya uno no sabe a quién creerle.
Ahora bien:
En un país democrático, el Jefe de Estado es el representante de toda la nación. No sólo es el representante de sus áulicos, de sus lagartos, de sus electores y de sus aduladores. El Jefe de Estado también representa los intereses y clamores de quienes no lo eligieron, de quienes no viven del presupuesto nacional, de quienes no ocupan cargos públicos, ni se la pasan batiéndole incienso. La nación venezolana, en consecuencia, es todo el pueblo, en este caso todo el pueblo de Venezuela.
Obviamente, el Presidente de la República es elegido por una mayoría y, en el juego democrático, se entiende que la minoría debe plegarse a lo que decida la mayoría o quien hable en nombre suyo. Empero, a veces ocurre que los márgenes de diferencia entre la mayoría y la minoría son muy precarios. En esos casos, y máxime en temas que son del interés nacional, lo más sensato que hace un gobernante democrático es tomar en cuenta, con el debido respeto, el pensamiento de la minoría, por la importante porción poblacional que comprende.
Sucede que los certámenes electorales que últimamente se han celebrado en Venezuela han demostrado que el margen de mayoría del coronel Chávez sobre sus opositores porcentualmente es muy pequeño. La pregunta es, entonces, si está bien que la opinión de tal masa de venezolanos, que discrepan radicalmente de la decisión gubernamental de que Venezuela se separe del sistema interamericano de derechos humanos, no sea tenida en cuenta.
Ese sector poblacional que se opone es, precisamente, la gente -mejor dicho: el gentío, la multitud- que, ante la politización de la justicia venezolana, ve en el sistema interamericano el único camino con que cuenta para obtener la justicia que no obtiene en su país.
Entre otras cosas, es algo idéntico a lo que nos ocurre en Colombia, cuyas instituciones judiciales no siempre deciden con sujeción al derecho y a la verdad, y en no pocas ocasiones nos han empujado a buscar en ese sistema nuestra última tabla de salvación. A raíz de algunas sentencias condenatorias contra Colombia, hemos leído y escuchado pronunciamientos que descalifican los fallos como meramente políticos y viciados de un marcado sello izquierdista. Esos pronunciamientos abogan, entonces, por una “revisión” de nuestra pertenencia al sistema, en otras palabras, porque Colombia se retire de las CIDH. En su momento, dichos sectores han sido descalificados aquí como “la extrema derecha”. ¿Qué se irá a decir ahora, cuando no es “la extrema derecha”, sino “la extrema izquierda”, representada por el gobierno venezolano, la que pretende debilitar a las CIDH?
El retiro de Venezuela es, por demás, extremadamente grave e inconveniente, no sólo por lo que encierra en sí mismo, sino porque ya se ha empezado a exteriorizar temor frente a la perspectiva de que sobrevenga un “efecto dominó”. Es decir, se ha empezado a temer que otros gobiernos, igualmente investigados por la Comisión, y juzgados y condenados por la Corte, también anuncien que se retiran.
Hace algún tiempo publicamos en este portal un artículo titulado “¿A quiénes les interesa el debilitamiento del Derecho Internacional?“. (VER: SECCIÓN DERECHO. SEPTIEMBRE 17 DE 2011).
Hoy los hechos son elocuentes por sí solos.
Saquen ustedes mismos sus propias conclusiones.