Papá Noel
Por Manuel Enrique Rey
Confieso haber pertenecido a una exquisita e inolvidable sociedad cultural que durante nueve días y en la época de la alegre antesala de la Navidad, toteaba martinicas, prendía botafuegos y volcanes que se decía eran de luz, chispitas que se rotulaban de Navidad, echaba a volar globos de vívidos colorines para luego ir detrás de ellos cuando agotaban el combustible y caían cenicientos y apagados, rezaba la novena frente al verde y moruno pesebre, cantaba villancicos entonados al ritmo de panderetas y aplausos, y jugaba con niñas pretendidas como primeros requiebros de amor en aguinaldos.
Un niño que cada 24 de diciembre, con inaudita y placentera ansia esperaba el sonar del tic tac anunciando las doce de la medianoche acompañado del himno nacional, el cual era oído a todo timbal por la radio, para aunar calurosa en abrazos, con sinceros deseos y parabienes la llegada del niñito, quien era puesto en medio de la vaca y el buey en el pesebre con esmerada devoción.
Luego, abundante, la cena, consistente de tamal piedecuestano, chocolate gironés batido con molinillo de palo artesanal hasta producir abundante espuma, queso reinoso boyacense; y, sin faltar, la deliciosa mestiza especialmente batida para la ocasión en la tradicional panadería bumanguesa de los Trillos.
A la medianoche se esperaba que presuroso llegase el más consentido e iluso de los sueños. El 25, destapar con ansiedad los regalos que supuestamente debería haber traído Papá Noel –el generoso duendecillo desconocido, transculturizado desde las lejanas tierras norteñas americanas- que debería haber acertado con precisión y exactitud los regalos pedidos con devoción en puntuales y anteriores oraciones vespertinas, en lista que podía ser cambiada y aumentada día a día hasta dejarla en firme, incluso la misma noche en que terminaba el Adviento.
El día que marcaría el paso de niños en adolescentes producía generalmente un protuberante e indeseable cambio generacional en relación con las ancestrales costumbres y las populares tradiciones decembrinas. Empezaba con el reconocimiento envuelto en nostalgia y la añoranza de los tiempos idos debidos primordialmente a la ausencia de Papá Noel, culpable de la existencia de los felices sueños que nos permitirían imaginarlo, al menos durante una década, como denodado y el más sonriente de todos los viajeros generosos, bajito y regordete, vestido de gorra puntiaguda terminada en borla, correa ancha, por demás lujurioso y bonachón
Ese día premonitoriamente coincidiría con la prohibición estatal de echar a volar un globo que al elevarse en el confín produjo mis primeras metáforas y sueños. Aún se jugaba a los entonados aguinaldos. Papá Noel en la época actual ha puesto su tienda de campaña en los supermercados y almacenes de cadena. El tradicional camioncito de palo y la corneta de latón han sido cambiados por la ancheta o un regalo… que entre más valioso demuestra mayor querendosidad y aprecio.
Y tarjetas virtuales que ofenderían a Papá Noel. Menos mal, algunas obsequian un viejo tambor mientras se escucha el ritmo tamborilero, villancico que alegra al Señor. Ropompom, pom. Ropompom, pom.