ENCOMIO DEL DOCTOR GÓMEZ GÓMEZ
Por Manuel Enrique Rey (*)
Los colombianos todos, hoy que al unísono lamentamos su partida, tenemos la obligación moral de honrar permanentemente la memoria del Doctor Alfonso Gómez Gómez, quien no solamente dedicó buena parte de su vida a contar la historia de sus coterráneos y nacionales como memoria viva de Santander y de Colombia de manera que con sus enseñanzas pareciera detendría el tiempo en la medida en que las reclamaba como hitos y personajes que solo él conocía, pensaba y narraba; sino también como la persona que supo orientar a muchas generaciones durante casi un siglo, e intentar ponerla como ejemplo civilizador y guía para su pueblo.
Alfonso Gómez, se fue convirtiendo en el más conspicuo sobreviviente de una época gloriosa de nuestro deambular republicano que mereció para el país colombiano el calificativo de tener por capital la Atenas suramericana. El ejemplo más significativo de nuestro avance civilizador lo gozamos los colombianos –en parte gracias a personajes que como él- durante el siglo pasado y principios de este, supieron hacer gala de un estricto sentimiento liberal avanzado, conformando un país que respetaba las instituciones democráticas, que luchaba por el poder en la arena de la confrontación bipartidista, respetaba la aguerrida vanguardia de un proletariado que reclamaba derechos; y otros logros que tuvieron en la educación y en la diplomacia, en la academia y fuera de ella a un eximio representante.
Me he preguntado ayer luego de acaecida su muerte como sería la musa de Gómez Gómez. No pudo haber sido menos que pueblerina y sencilla como su tierra natal Galán, jovial y graciosa cada vez que con metáforas y sueños lo acompañó en sus desvelos de columnista y periodista, justa y apasionada cuando lo reclamaba el foro, erudita y precisa cuando lo acompañaba en la academia, entregada nocherniega y de amores intensos cuando tomaba su mano para crear liceos y universidades, lazarilla y sorda cuando al arrebato de la pasión solitaria de sus labores diplomáticas reclamaba silenciosa bambucos y pasillos campesinos, cordilleranos y orientales, amorosa y tierna en su entorno familiar; sobre todo una musa serena y dispuesta a soplarle ocurrencias, gracejos y chascarrillos, capaz de acompañarlo cuando el político y libre pensador se convertía en especialista en cultura general.
Una musa querendona y sencilla que ojala se quede con nosotros para recordar su vida ejemplarizante. Un hombre sin igual, que nos deja envueltos en tristeza, sintiendo un vacío difícil de llenar. Murió en paz como suelen morir los justos.
Siempre lo consideraré un amigo y un maestro inolvidable. Razón más que suficiente para que desde esta columna me haya tomado el atrevimiento de penetrar el arcano de su alma grandiosa. Descanse en paz. Tal vez sea corta una ontología para hacer arqueo a los recuerdos cada vez que su nombre la posteridad lo recuerde con gratitud y amor. Una vida de apostolado, apasionada y pródiga, necesariamente al final tendrá que ser peleada por los dioses. “una tumba es suficiente para quien no le bastó el universo”.
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* MANUEL ENRIQUE REY SANMIGUEL. Ingeniero Químico de la Universidad Nacional de Colombia / Miembro Correspondiente de la Academia de Historia de Santander.