EL HOMBRE QUE RESUCITÓ DE ENTRE LAS FLORES. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

La tarde glacial y triste en que murió Fernando Sebastián nadie se imaginó lo que iba a suceder en el mundo.
No lo presagiaron ni siquiera en la ciudad donde vivió tantos años, desde el día lejano en que llegó a ella montado en su burrito, el diminuto y manso asno que un día se cansó de estar haciendo lo mismo y quiso probar suerte marchándose a trotar por el espacio, a viajar alrededor del mundo, cargando en el lomo niños huérfanos por la guerra que se morían de aburrimiento, los mismos niños melancólicos que, una noche tachonada de luceros, huyeron de sus casas de mentiras, de los hospitales de mentiras, de los refugios de mentiras, y se fueron a buscar el titilar de las estrellas mientras iban cantando en coro una canción inolvidable que decía: “Voy a dar la vuelta al mundo montado en un burrito”.
Fernando Sebastián se quedó esperando el regreso de su borrico, que le prometió retornar apenas terminara su periplo por los mares insondables del espacio, pero ¡mentiras!, porque al volver a la tierra el asno convenció a muchos otros jumentos y los niños huérfanos viajeros convencieron a muchos otros niños huérfanos, y todos, niños y burros, se fueron huyendo de la guerra interminable, a darle la vuelta al mundo, trotando, los segundos, sobre los caminos eternos del espacio, y cantando, los primeros, aquella canción inolvidable que decía: “Voy a dar la vuelta al mundo montado en un burrito”.
Él prosiguió con su vida, conservando a su burrito en su corazón, convencido de que Dios sabía cómo hacía sus cosas y de que eran inescrutables sus designios. En todo caso, desde el fondo de su alma atribulada por la pérdida, deseaba que su jumento compañero y el resto de la recua emigrante hubiesen sido recibidos, con su preciosa carga, en las anchurosas puertas de entrada al Paraíso.
El día en que murió nadie se imaginó lo que habría de pasar porque a la gente le pareció normal que algún día se muriera y lo único que presagiaban era que se le enviarían muchas flores por aquello que todos ya sabían.
Hasta aquel día histórico una parte de la humanidad pensaba que el segundo diluvio universal también sería de agua. Otra parte aseguraba, en cambio, con base nunca se supo en qué, que el cataclismo acuático jamás se repetiría, porque sencillamente no era posible que se repitiera, y juraban que el segundo diluvio bíblico habría de ser de fuego: una llamarada incontenible que se iría extendiendo sobre la faz de la tierra hasta convertir el mundo en apenas un montón interminable de cenizas. Pero a nadie, absolutamente a nadie, ni siquiera al propio Fernando Sebastián, se le ocurrió pensar jamás que pudiera ser de flores.
Por eso, el segundo diluvio universal, que ocurrió precisamente el día en que enterraban a Fernando Sebastián, tomó a todo el mundo por sorpresa, y por eso, años después, los historiadores todavía averiguaban, confundidos, cómo se llamaban aquellas flores grises, y aquellas otras verdes, y aquellas otras plateadas, que habían caído a torrentes esa tarde, hasta tapizar las calles, y los tejados, y los parques, y las playas.
Y fue verdad que ese día llovieron flores, flores ignoradas, flores de las que nunca se acordaban las floristas, ni ordenaban jamás los novios hipnotizados que con flores trataban de hipnotizar a sus amadas.
Mas todo comenzó en realidad el día en que nació Fernando Sebastián.
Porque ese día el hospital se atiborró de flores, y él, apenas un bebé recién nacido, fue capaz, sin embargo, de reconocer en ellas la belleza del mundo al que llegaba. Se imaginó entonces que el mundo no era más que un inmenso jardín.
Después empezó a crecer y el tiempo se encargó de confirmarle que para él la vida sin las flores no era vida.
Solía decir que la prueba más contundente de la existencia de Dios era que existían las catleyas, o las clavellinas, o los heliotropos, o los agapantos, y de esta manera, cambiando apenas el ejemplo, siempre relacionaba la existencia de Dios con la existencia de las flores.
Fue así como, a lo largo de su vida, estuvo siempre en contacto con ellas.
Cultivaba todas las que podía, en el inmenso solar de su vieja casona, que heredó de una lejana tía solitaria, y alguna vez llegaron a reputarlo loco porque dizque conversaba con los lirios.
No había onomástico, no había funeral, no había casamiento, no había graduación, no había nada que pudiera suceder en la ciudad sin que llegara el ramillete de Fernando Sebastián a adornar la mesa, o a dar el pésame, o simplemente a irradiar felicidad por las corolas.
Era reconocido en toda la ciudad por su inquebrantable amor a las flores.
Pero Fernando Sebastián no amaba solamente las flores despampanantes de los arreglos florales, flores ricas que adornaban las mesas de los ricos, sino que también amaba las miles y miles de flores silvestres, muchas de ellas ignoradas, muchas que ni siquiera tenían nombre y crecían con anónima humildad entre la maleza, asomando tímidamente sus pétalos por entre las espinas.
Nunca habría de conocerse a alguien que amara las flores más que él.
Por eso, cuando murió, todos los habitantes de la ciudad empezaron a llegar hasta la funeraria cargando en su mayoría una corona de flores. Otros llegaron con las manos vacías, pero porque ya habían ordenado una corona floral en alguna florería y sólo se sentaron a esperar la llegada de los mensajeros, que a lo largo de la tarde, y de la noche, y a la mañana siguiente, no cesaron de entrar, y de salir, y de volver a entrar, y de volver a salir, y otra vez volver a entrar, de las florerías a la funeraria, y de la funeraria a las florerías, con más y más coronas, hasta que hubo un momento en que ya no quedó sitio dentro de la espaciosa funeraria donde cupiera una flor más, y hubo entonces necesidad de empezar a colocar las coronas en la calle.
Pero después la calle fue insuficiente, porque seguían llegando más y más y más coronas, con flores cada vez más bellas y exóticas, que iban siendo acomodadas formando un tapiz multicolor, que hacía estremecer de emoción al más indiferente.
Muy pronto comenzó la congestión vehicular, primero alrededor de la inmensa funeraria florecida, y luego en las calles aledañas, y luego en las que no quedaban aledañas, y luego en todo el barrio, porque a las pocas horas estaba el barrio entero hermosamente alfombrado de flores.
Mientras llegaba la hora del entierro, siguieron, y siguieron, y siguieron llegando flores y más flores, a pesar de que muchos mensajeros extenuados renunciaron a sus puestos y se refugiaron en sus casas, o huyeron aterrados de la ciudad, o se desmayaron sobre cualquier jardinera, o simplemente se acostaron por ahí, en alguna parte, a recuperar el aliento para después seguir repartiendo las coronas que crecían y crecían sin parar. Pero algunos no fueron capaces de despertarse y continuaron durmiendo hasta la hora del diluvio.
Fue un cortejo multicolor interminable. Pusieron sobre cada carro diez, catorce y hasta veinticinco coronas para tratar de descongestionar las vías, y muchos otros se colgaron las coronas alrededor del cuello como enormes collares hawaianos, y emprendieron a pie el camino del cementerio.
Pero entonces arreció la maravilla: algunas flores se cansaron de esperar quién las recogiera, así que, aprovechando la tremenda confusión de aquel desfile inacabable, ellas mismas comenzaron a desplazarse rumbo al camposanto, primero con cierto disimulo para evitar que las vieran caminando, y luego, perdida la timidez, en forma franca caminaron delante de todo el mundo, y fueron imitadas, primero por decenas, enseguida por centenares y finalmente por miles y millones de flores que al avanzar hacia el camposanto le dieron a la vida el espectáculo multicolor más maravilloso de que se tenga noticia antes y después del florido diluvio.
Llegó por fin al cementerio la enorme multitud de flores caminantes y de personas asombradas, y en apenas unos segundos el camposanto ya no era camposanto, sino un interminable jardín multicolor que se extendía por cuadras y cuadras, y que siguió extendiéndose por más cuadras y más cuadras hasta llegar a las afueras de la ciudad inmensa, y ahí sí definitivamente la ciudad se convirtió en un gigantesco arreglo floral, y su aire contaminado dejó de oler a aire contaminado porque todo él se impregnó, desde la tierra hasta el cielo, con el enloquecedor aroma de las flores.
Habían programado varias elegías, pero al final decidieron proceder a enterrarlo de una vez porque ya no hallaban qué hacer con tanta gente y tantas flores, de modo que bajaron el ataúd, sin siquiera haber recitado una oración ni entonado una canción de las muchas que tenían programadas.
La tumba fue sellada con una placa de hierro y cemento, y tapada con tierra, y encima clavaron, como recuerdo postrero, una cruz de tantas. Creyeron que ya no había nada más que hacer, excepto comenzar de inmediato las arduas jornadas de barrida, pues calculaban en varios días los trabajos para destapizar las calles, y las plazas, y los parques y las playas. Así que dieron la orden de retirarse; la impartieron a gritos varias veces y hasta pidieron que se pasaran la voz unos a otros, pero la multitud se mantuvo ahí, quieta, como si no escuchara nada, a pesar de que la orden que les pedía retirarse fue repetida de boca en boca hasta que se supo en todo el extenso cementerio.
Las gentes que se quedaron por fuera del camposanto, porque no cupieron dentro de sus linderos, no se movieron de sus puestos, ya que ni se enteraron de la orden, pues hasta ellos no llegó jamás la voz retransmitida.
Fue ahí cuando sobrevino el diluvio; aquel diluvio de maravilla, que habría de quedar grabado para siempre en la memoria clandestina de todos los pueblos de la tierra, y que casi obligó al papa a autorizar una reforma de la Biblia, para que quedara constando ante las generaciones futuras, en las escrituras sagradas, que muchos siglos después del arca de Noé, hubo otro diluvio universal, pero no de agua, sino de flores rojas, y azules, y rosadas, y grises, y verdes, y amarillas.
Al principio, nadie reparó en las flores que caían porque apenas empezaron a caer unas pocas y los espectadores pensaron cualquier cosa, o no pensaron nada, para explicar por qué caían. Pero después, tal cual sobreviene de improviso un fuerte aguacero, se desató el diluvio. Sí, se vino sobre el camposanto aquel diluvio soberbio, torrencial, maravilloso, del que intentarían dar cuenta las crónicas, a pesar de la censura, y entonces la gente vio caer del cielo, primero miles y miles, y después millones y millones de flores de todas las clases: comenzaron a caer azucenas, y gardenias, y gladiolos, y pompones, y claveles, y rosas, y margaritas, y violetas, y astromelias, y jacarandas, y lirios, y jacintos, y orquídeas, y tulipanes, y amapolas, y cecilias, y dalias, y crisantemos, y anturios, y jazmines, y begonias, y clavellinas, y anémonas, y liutos, y heliotropos, y kantutas, y tu-y-yoes, y geranios, y agapantos, y girasoles, y pensamientos, y hortensias, y magnolias, y victorias, y camelias, y nardos, y alelíes, y mosquetas, y lilas, y petunias, y malvas reales, y aromas, y pasionarias, y calas, y lotos, y acacias, y siemprevivas, y amarantas, y trinitarias, y nenúfares, y rododendros, y ceibos, y guarias, y copihues, y sacuajoches, y lotos, y maquilhues, y mirtas, y azahares, y novios, y heliconias, y vainillas, y musadendas, y álsines, y arándanos, y clemátides, y arrayanes, y almendros, y narcisos, y nelumbios, y pelargonios, y acianos, y adelfas, y azaleas, y dragones, y buganvillas, y campanillas, y milamosas, y mercuriales, y ornitólagas, y milamores, y oxálidas, y peonías, y resedas, y retamas, y acónitos, y ranúnculos, y adormideras, y el enorme tapiz se fue extendiendo, y extendiendo, y extendiendo, hasta que varias horas después la tierra no era tierra, sino un inmenso jardín de flores finas y sencillas, de flores de todos los colores y de todos los aromas, y los gobiernos no hallaban qué hacer ante tanta maravilla.
No hubo necesidad, sin embargo, de destapar las calles, ni las playas, ni los techos de las casas, ni de ninguna colosal jornada de barrida. Porque, de súbito, las flores, sí, ellas mismas, empezaron a acomodarse extrañamente, bellamente, fascinantemente, a entrelazarse como si estuvieran vivas, como si manos invisibles hubieran empezado a hacer con ellas millones y millones de arreglos florales al mismo tiempo, y, entonces, ante los ojos maravillados de los gobiernos y de los pueblos, pero sobre todo de los ejércitos, acostumbrados a pisotear las flores con sus tanques de desgracia, el mundo entero se fue llenando con el soberbio e imborrable espectáculo coloreado y aromado de millones y millones de guirnaldas que se colgaron en los balcones de las casas, en las torres de las iglesias, y en los edificios públicos, donde los burócratas, trémulos de asombro, apenas atinaban a balbucear que el presidente debería esa misma noche declarar perturbado el orden público y dictar un decreto prohibiendo las lluvias de flores en toda la república.
Las flores, pues, de manera caprichosa, con un sentido jamás visto de la estética, formaron, ellas mismas, jardines enormes y bellísimos en las carreteras, en las avenidas, en las redes de los ferrocarriles, a orillas de los ríos, en las playas, en los talleres donde los hombres humildes forjaban la vida a golpes de yunque, y hasta en aquellas plazas de mercadeo donde solían acostarse los niños sin padres a morirse de hambre mientras la ciudad entera parecía volcarse allí para abarrotar canastas y canastas interminables con el mercado colosal de una semana. Se llenó así el mundo entero de ramilletes enormes, de jardines exóticos, de guirnaldas jamás vistas por los ojos de los hombres y que perfumaron el aire de la tierra con su fragante, delicioso y cautivador aroma. Llovió durante cuarenta días y cuarenta noches. Pero no cayó una lluvia de agua, sino de flores.
Fue aquel un diluvio en el que, a diferencia del primero, nadie habría de morir, excepto los amantes de la guerra, que se murieron de disgusto al ver que la vida les sepultaba sus cañones, y, antes por el contrario, a las pocas horas de haber comenzado aquella maravilla, ocurrió la resurrección de Fernando Sebastián, el hombre que más había amado las flores y la vida, porque la vida decidió aquel día que un hombre así de amoroso con las flores no podía seguir muerto, ahí, acostado sin hacer nada, no más perdiendo el tiempo por los siglos de los siglos, sino que debía levantarse a seguir enseñando con el buen ejemplo cómo debían los hombres amar la naturaleza. Así que, en plena lluvia de flores, cuando todavía nadie se había retirado del cementerio porque la gente estaba extasiada con el espectáculo maravilloso que gratuitamente les estaba prodigando el cielo, se vio cómo las flores que tapaban la tumba de Fernando Sebastián comenzaron, primero a rebullirse como un remolino incomprensible, y luego a desplazarse hacia los lados formando un hermoso recuadro multicolor alrededor de la losa, y se observó cómo otras armaron preciosos abanicos florales que se colocaron expectantes alrededor del sepulcro, y era tan fascinante la visión, que parecía como si Dios hubiera decidido repetir en torno a aquella tumba la maravilla jamás repetida de los jardines colgantes de la antigua Babilonia. Enseguida, un torbellino silbador derribó la cruz plantada por los enterradores, dispersó la tierra que recubría la sepultura y sacudió la pesada placa que la clausuraba. Entonces sobrevino lo que vino, lo que la multitud, petrificada por el asombro nunca se hubiera imaginado: alguien, desde adentro de la tumba, levantó la losa, con una suavidad imposible, y fue ahí cuando apareció, cual Lázaro moderno, Fernando Sebastián, asomando la cabeza, desconcertado por completo, porque ni siquiera entendía qué diablos estaba sucediendo, qué era aquella algarabía que se había formado al asomarse, y qué era aquel carnaval celestial que sus ojos atónitos y todavía soñolientos estaban contemplando. Muchos corrieron asustados porque ya no eran capaces de soportar tantas sorpresas en tan poco tiempo, y mucho menos la insólita sorpresa de la resurrección de un muerto. Pero la inmensa mayoría fue capaz de aguantarse el espanto, porque nadie quería perderse detalle alguno de lo que estaba sucediendo, y por ello fueron miles los testigos de excepción de la forma como Fernando Sebastián regresó del mundo de los muertos y se reincorporó al mundo de los vivos, en medio del diluvio.

En realidad, todos esperaban una resurrección triunfal, espectacular, en la que el muerto resucitado levantara los brazos, haciendo con ellos la V de la victoria, y al mismo tiempo repitiera la V de la victoria con los dedos, luego se levantara del suelo, primero algunos centímetros de levitación preliminar y enseguida varios metros de levitación confirmatoria, y finalmente se elevara hacia los cielos en cuerpo y alma hasta perderse entre las nubes para siempre. Pero rápidamente comprendieron que así no podría ser porque en ese caso habría resucitado un muerto para volver a morirse enseguida y eso sí sería, aparte de inútil, una resurrección sin gracia. No. Mirándolo bien, la resurrección no fue nada del otro mundo. Sencillamente, el propio Fernando Sebastián acabó de quitar la losa y, asiéndose de los bordes de la tumba, se salió solo, y una vez afuera se restregó los ojos soñolientos y se sacudió el polvo del safari blanco con el cual lo habían enterrado, y luego se paró, ahí, con las manos en la cintura, a mirar para el cielo, a contemplar cómo caían y caían flores, y todos tuvieron la impresión de que él ni cuenta se dio de que había estado muerto.
Después le sonrió a la multitud asombrada, levantando y agitando un poco la mano derecha al tiempo que sonreía, y todos descubrieron, en ese momento, lo simple que es el saludo de un resucitado.
No estaba pálido, ni sudoroso, ni nada, y ni siquiera se preocupó por ir hasta su casa a vestirse porque ya estaba vestido, como quedó dicho antes, con un safari blanco, y nuevo además porque se lo habían comprado exclusivamente para su entierro.
Él ni siquiera preguntó dónde estaba, o qué había pasado, o desde cuándo estaban lloviendo flores del cielo, ni relacionó el jardín infinito en que se había convertido el cementerio con su muerte, o con las pompas fúnebres de su propio funeral. Ni siquiera volvió a mirar la sepultura en la que estuvo enterrado y todos comprendieron de inmediato que Fernando Sebastián seguiría por siempre y para siempre tratando a la muerte con la más absoluta displicencia.
Lo único que le interesó aquella tarde de su resurrección fue el diluvio.
Se quedó ahí, parado, mirando hacia el firmamento, contemplando el espectáculo floral más bello que habría de ver en la vida la humanidad entera y perplejo con la hermosura ilimitada de tantas flores, muchas de las cuales él no había visto jamás, a lo largo de su existencia florida: la flor de lis, la acacia, la amaranta o flor de amor, la flor de la maravilla, la flor de la Trinidad, la cala o flor del embudo, el cantú o flor del inca, la flor de Santa Lucía, la flor de nochebuena o estrella federal, la flor del Espíritu Santo, la flor del cuervo, la flor de la cruz, la flor de pascua, la flor del paraíso, la flor del cacao, la flor del corazón, la flor de Jesús, la flor del Corpus, la flor del volcán, la flor de lazo, la flor de mayo, la flor de mosquito, la flor de los santos, la flor negra, el hibiscus, el nenúfar, el rododendro, el ceibo, la kantuta, la victoria regia, la guaria morada, el copihue, la monja blanca, la flor de la sangre, el sacuajoche, el maquilhue, la granadilla, pasionaria o flor de la pasión, la flor de loto, la flor de la siempreviva, la flor de la primavera, la aroma o flor del aromo, la flor de la fucsia, la paulonia, la flor de la glicina, el amancay o liuto, la flor de la catalpa, la cuna venus, la vanda tricolor suavis de la India, la dama de noche, la orquídea de Misiones, la caléndula, la azucena anteada, la banderita de San Juan, la flor del amarilis, la alheña, la mosqueta, la banderita de fuego, el alelí, el nardo, la lila, la malva real, la petunia, la vanda vandopsis, la guzmania orangeade, la neoregelia carolinae, el narciso de las nieves, la flor azul del aciano, la flor púrpura de la adelfa, la flor blanca de la adormidera, la flor amarilla del dragón, la flor verdosa del arándano, la flor del cerezo, la olorosa flor de la reseda, la flor de la azalea, hermosa y sin perfume, la blanca flor del álsine, alegría de los pajarillos, la flor del arrayán, copo de nieve sobre el follaje siempre verde, la flor carmesí de la peonía, la preciosa flor de la verbena, la flor exótica de la verdolaga floreciente, el clavel sevillano, el clavel del aire, la amapola del camino, la flor de iraca, la flor para mascar y la flor de la canela.
Entonces descubrió que todavía le faltaba conocer más de la mitad del paraíso.
Siguió parado ahí, con las manos en la cintura, abstraído por completo, y ni siquiera se dio cuenta en qué momento llegó hasta él el clero en pleno, y luego el gobierno en pleno, y enseguida el cuerpo médico en pleno, y al punto el poder judicial en pleno, y al instante el parlamento en pleno, y todos se pusieron a mirarlo, a detallarlo, a escudriñarlo como si estuvieran viendo algún resucitado, y el más maravillado era el médico legista, que había firmado su acta de defunción y había dicho, con seguridad incontestable, que sí, que no había duda, que Fernando Sebastián estaba muerto, bien muerto, absolutamente muerto, muerto de una muerte irreparable que le daba una incapacidad definitiva de mil siglos y como consecuencia permanente le quedaba la secuela irreversible de que seguiría muerto por el resto de su vida.
Nadie se atrevió a preguntarle nada y todos se retiraron cuchicheando, atontados por el miedo, volviendo de vez en cuando la cabeza para mirarlo de nuevo, hasta que se los tragó a todos la multitud interminable del camposanto.
Años después, los doctores de la ley y los exégetas no encontraban todavía de qué manera podían reformar la Biblia sin reformarla, para que cupieran en ella el fantástico viaje celestial de los niños y los burros, el episodio asombroso de las flores caminantes, el segundo diluvio universal, y la resurrección, real y comprobada, de Fernando Sebastián.
Al fin, prefirieron dejar estos acontecimientos históricos por fuera de la historia y escribir mejor un librito de cuentos sin gracia en el que relataron estos hechos diciendo que el médico legista se había equivocado, que flores jamás habían llovido sobre el mundo, que nunca las flores caminaron, y que era una fábula de locos sin oficio la historia de los niños y los burros, y después hicieron quemar todos los periódicos de la época, todas las revistas de la época, todas las memorias de la época, todo vestigio que pudiera hacer saber a las generaciones futuras lo que había acontecido, y cubrieron para siempre, y como siempre, la historia verdadera con el manto del silencio, y la versión oficial volvió a ser otra vez la versión de la mentira y el engaño, la por todos reconocida versión de los hechos ocultados por los tiempos de los tiempos.

 

 

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* Derechos Reservados de Autor. 1998.

 

(Este cuento forma parte del libro de su autor “EL ÚLTIMO DINOSAURIO”. 3a edición. La Pluma Editores. Bucaramanga. 1999. Igualmente aparece dentro de la novela de su autor “TIERRA DE CIGARRAS. 1a. edición. Sic Editorial. Bucaramanga. 2000. En esta, la protagonista, una joven adolescente, estudiante interna de un colegio de bachillerato, recién llegada a la orfandad, contempla el paisaje a través de la ventana de su cuarto mientras repasa su vida y rememora a su primer amor. Muchos años más tarde, ella estará presente en el cementerio, acompañando el funeral de Fernando Sebastián, en los momentos en que se desata ante sus ojos desconcertados el diluvio universal de las flores y en medio de él se produce su asombrosa resurrección).

 

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