El niño caminante iba tan cansado y tenía tanto sueño, que se acostó a dormir a un lado de la carretera. Sus compañeros hicieron lo mismo. Un camión se fue acercando.
Los chicos habían decidido llegar hasta el mar a pie, después de esperar durante años el día feliz en que pudieran ir a conocerlo en un “viaje de placer”, como se lo oían contar a sus clientes mientras ellos les daban luz a sus zapatos. Pero los años fueron pasando inútilmente porque del mar sólo llegaron a saber que era “como un cielo”, según les decían sus clientes, si ellos se lo preguntaban.
El concepto que ya tenían del mar lo confirmaron aquella tarde de sábado cuando uno de sus clientes les llegó, con una enorme radiograbadora encendida, a pedirles que le dejaran sus zapatos tan brillantes, pero tan brillantes, que para peinarse no tuviese que ir hasta el espejo. Fue en esa radiograbadora gigantesca donde escucharon cantar a Pablus Gallinazo la canción que los hizo decidir por aquel viaje emocionante a través de la aventura:
“Hermano: me da tristeza
que nunca haya visto el mar:
es como tener un cielo
que uno sí puede tocar”.
Aquella misma tarde tomaron el camino a pie y calcularon que, con un poco de suerte, el sábado siguiente ya habrían llegado al cielo. Llevaron sus cajones de embolar, no sólo porque planeaban conseguir con ellos el dinero que pudiera hacerles falta, sino porque además siempre oyeron decir que viajero que se respetara debía llevar equipaje. A la salida de la ciudad se detuvieron un momento en la caseta de la coja Ana Joaquina y compraron caramelos para volver a hacerle al hambre la misma jugarreta inmemorial. Luego, plenos de felicidad, riéndose como locos de cualquier tontería que veían a su paso, jugando con sus cajones de embolar, los únicos juguetes que les había concedido la vida, avanzaron kilómetros y kilómetros interminables, hasta que la fatiga les hizo olvidar el juego, les hizo sentir el peso de sus cajones, el efecto debilitador de su hambre triste y eterna, y entonces el más pequeño de todos, derrotado por el sueño y el cansancio, fue el primero que se tendió boca abajo en cualquier parte, con el mar lejano, que no conocía, inexplicablemente metido en la memoria. Empezó a recordar las numerosas veces en que había ido al mar, y volvió a verse, sonriente, a través de las ventanillas del avión enorme de color azul que lo había llevado, a él solo, por primera vez; y luego recordó la ocasión en que había ido, pero ya no en el enorme avión azul, sino en un gigantesco globo verde que volaba y que volaba, y luego se vio solo, sin avión y sin globo, flotando en el espacio, recibido en el mar, como un héroe, por decenas y decenas de palmeras que danzaban en el agua, y después se vio a bordo de un barco sin dimensiones que navegaba, y navegaba, y navegaba. Pero ocurrió que en la confusión sin fondo del hambre, y del sueño que por fin estaba convirtiendo en realidad: el de ver por primera vez el mar aunque ya muchas veces lo había visto, y del frío de la noche que le taladraba sin piedad la fragilidad de sus huesos, se le comenzaron a mezclar los recuerdos con los sueños, y a confundírsele el mar, mil veces visitado, con el cielo, y empezó a ver un mar con nubes y un cielo con olas, y principió a observar cómo salía el sol de lo profundo del mar y cómo se zambullían los nadadores entre las aguas del cielo. Nadó, y nadó, y nadó, durante horas eternas, hasta que se sintió cansado, muy cansado, y soñoliento, así que se acostó a dormir sobre las arenas tibias de las playas celestiales y comenzó a soñar, dentro de su propio sueño, y vio, en el sueño de su sueño, a unos ángeles cantando sobre la ballena de su ajado álbum de zoología, y a San Pedro, el de las procesiones, muy preocupado porque las llaves del mar se le iban a oxidar con tanta sal en el cielo.
El que dijo ser el único testigo presencial les contó a los periodistas y a la policía que el camión se salió de la carretera y que se fue sobre él y le aplastó el pensamiento. ¡Mentira! ¡Falso! ¡Así no fue! ¡El que lo dijo hizo un cuento! Lo que sucedió fue esto, así, ni más ni menos:
Cuando ya el camión se salía
del asfalto duro y negro,
y se dirigía hacia él
para cortarle los sueños,
en esos instantes mismos,
en esos mismos momentos,
una gran gaviota blanca
que bajó del mar al cielo,
se acercó volando bajo
con la rapidez del viento,
hasta la playa dorada
donde dormía el pequeño,
y cuando ya a las llantas
no les faltaba ni un metro
para llegar hasta él
y triturarle sus sueños,
en ese instante final,
en ese final momento,
la enorme gaviota blanca
alzó en su pico al chicuelo
y lo elevó por los aires,
lejos, lejos, muy lejos,
para que, al fin, conociera,
en bello paseo eterno,
a los luceros del mar
y a todos los peces del cielo!
* Derechos Reservados de Autor. 1998.
Este cuento (escrito en 1981) forma parte del libro de su autor “EL ÚLTIMO DINOSAURIO” (Sic Editorial. Bucaramanga. 1998).