LA NIÑA DE LA LAVANDERA. Crónica de una injusticia. (I) Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro del Colegio Nacional de Periodistas

VINICIO CASTILLO / “LAVANDERAS”

 

Mayo es el Mes de la Madre. Eso lo sabe todo el mundo. Especialmente los almacenes, las floristerías y los restaurantes.

Pero las madres colombianas se dividen en dos: por un lado, están las que ese día son agasajadas, y les envían flores, y oyen mariachis, y beben vino, y reciben tarjetas, y leen poesías —buenas o malas— escritas para ellas (o copiadas de excelentes poetas anónimos). En fin, son esas madres tan queridas por sus hijos, sus esposos y FENALCO.

Por el otro lado, están las madres que ese día permanecen a la sombra, detrás de un lavadero ajeno, detrás de una mesa de planchar ajena, detrás de una cocina ajena. Porque aunque nadie lo crea, hay miles de madres que tienen que trabajar el Día de la Madre y que en esa promocionada fiesta no reciben ni siquiera una felicitación, mucho menos algo envuelto en papel de regalo.

Las lavanderas en mi tierra, en esta tierra colombiana tan querida como incomprensible e indolente, inevitablemente me generan cierta añoranza. Y me la generan por dos motivos: uno, porque desde niño sentí una especial fascinación hacia la vida virtuosa y ejemplar de Marquitos, el muchachito pobre de Hato Viejo que llegó no solo a ser Presidente de la República, sino hasta a hacerle cambiar el nombre al pueblo donde nació por el de Bello (gracias a que de esa forma se exaltaba el que hubiese ganado un concurso internacional que había sido convocado para seleccionar la mejor obra acerca del eximio lingüista venezolano). Marquitos era hijo de la lavandera Rosalía Suárez, tenía el apellido de su mamá como su único apellido, vivía con ella en una choza, tuvo que afrontar los sinsabores de la pobreza caminando desde su choza hasta la escuela veredal, ubicada a varios kilómetros de distancia, y desandar el camino de regreso hacia su choza, aguantar el hambre, vestir la ropa sencilla que el precario presupuesto materno le permitía vestir, pero además vender galletas con el fin de posibilitar unos pesos adicionales que engrosaran —o que, al menos, hicieran ver menos flaco— el deprimido ingreso familiar.

Sin embargo, como ya anoté, la añoranza no me la producen las lavanderas solamente por eso. Es que también yo crecí en un hogar, en un barrio y en una ciudad donde todavía se escuchaban los acetatos de música colombiana —en una época en la que nadie ignoraba qué quería decir esa expresión— y dentro de aquellas sentidas y hermosas canciones siempre me gustó, y siempre canté bajo la regadera al aire libre de nuestra mediagua, la guabina “Las lavanderas”, que todas las emisoras de radio transmitían entusiastas, en las voces del dueto Garzón y Collazos, por aquellos años inolvidables en que la guabina, y el bambuco, y el pasillo, aún disfrutaban de generoso espacio a lo largo de las horas del día y de la noche dentro del anchuroso y mágico universo de las ondas hertzianas.

Desgraciadamente, los tiempos han cambiado. No solo para la música colombiana. También, para las lavanderas. Y, más grave aún, para la justicia.

El regalo de Mes de la Madre que la justicia le acaba de dar a la lavandera Maritzabel Castellanos Aguirre, por ejemplo, no tiene nada de romántico.

Fue, por el contrario, el regalo triste, doloroso, amargo e indignante de consolidar, de una vez por todas, con una absurda decisión a favor del Gerente del Hospital de Girón / Santander y del Alcalde Municipal de Girón y Presidente de la Junta Directiva del mismo —decisión para la cual la ley no contempla apelación posible— la burla de la que ella ha venido siendo víctima por parte de esa institución pública, de sus directivas y de sus asesores jurídicos, desde aquella imborrable noche de desdicha cuando arribó a sus instalaciones, con el rostro bañado en lágrimas, palidez, angustia y, por supuesto, hambre, después de atravesar a pie, presa de la desesperación, las calles empedradas de la otrora apacible villa, llevando en los brazos a su pequeña hija GLADYS ANDREA CASTELLANOS AGUIRRE, quien apenas se aproximaba —como dicen las señoras bien de los niños bien— a los cuatro añitos, en busca de que alguien se compadeciera de su dificultad para respirar y le brindara pronto auxilio médico.

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(CONTINUARÁ MAÑANA)

 

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