¡Que salgan a litigar los magistrados! Por Óscar Humberto Gómez Gómez, credencial y cédula de periodista No. 2014026 del Colegio Nacional de Periodistas (CNP)

Se escucha por doquier dentro del gremio de los abogados: “Queremos ver a los magistrados litigando”.

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Sí: sobre todo, los abogados quieren ver ejerciendo la Abogacía a aquellos magistrados y jueces que se especializaron, no en administrar justicia entre los hombres siendo justos, sino en buscarles la caída a los profesionales del derecho para desacreditarlos ante sus clientes con decisiones en las que resaltan que todo, absolutamente todo, desde que llueva hasta que salga el sol, es culpa de los abogados litigantes.

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Pero, de manera muy especial, quieren ver litigando a los soberbios magistrados de la Sala Jurisdiccional – Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura y a ciertos magistrados de las salas disciplinarias de los consejos seccionales que se convirtieron en enemigos de la Abogacía, olvidando que ellos mismos son también abogados.

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Sí: quieren ver esa flema inglesa con la que reaccionarán cuando jueces y magistrados arbitrarios y carentes de preparación académica los pongan a correr contra el reloj a través de decisiones abusivas como la de inadmitirles una demanda para que completen requisitos que ya están o subsanen defectos formales que no existen. O como la de rechazarles una apelación solo por el gusto de rechazársela y ponerlos a correr en la tramitación del recurso de queja.

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Más grave aún: quieren verlos corriendo desesperados contra el reloj en tres ciudades distintas de tres departamentos distintos —ojalá bien lejanas entre sí— como le tocó a un abogado santandereano que aquí no quiero mencionar, pero a quien suelo ver reflejado en el espejo.

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A ese jurista le tocó correr contra el tiempo entre Mocoa, la capital del departamento del Putumayo, Bucaramanga, la capital del departamento de Santander y Pasto, la capital del departamento de Nariño (en ese orden), solo por el capricho, o la ignorancia, o la falta de actitud de lectura y escucha, por parte de una abogada designada como juez del entonces recientemente creado Juzgado Administrativo del Circuito Judicial de Mocoa.

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El Tribunal Administrativo de Nariño, su superior jerárquico,  tuvo que reconocer que, efectivamente, aquella juez no tenía por qué rechazar la apelación y la concedió.

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Y no tenía por qué rechazarla porque había sido interpuesta contra su decisión de DENEGAR unas pruebas, y sucede que contra la decisión de DENEGAR pruebas procede el recurso de apelación.

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Y la apelación, además, NO había sido interpuesta, como ella insistía, EN SUBSIDIO DEL RECURSO DE REPOSICIÓN, sino que, ADEMÁS de este recurso y en forma CLARAMENTE INDEPENDIENTE, se había APELADO.

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Y es que el recurso de REPOSICIÓN se había interpuesto, sí, pero contra OTRAS decisiones distintas de las apeladas, contenidas también en el mismo auto.

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La juez no entendía que, simplemente, había tomado DENTRO DEL MISMO AUTO DE PRUEBAS dos clases de decisiones: unas, que eran APELABLES, y otras que eran recurribles en REPOSICIÓN. Eso era todo. ¡No entendió su propio auto!

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Aquella juez, por fortuna para la desdichada justicia colombiana, no duró en el cargo más que el tiempo necesario para retornar a la política y lanzarse como candidata a la Gobernación del Putumayo.

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En su fugaz paso por la judicatura demostró que se trataba de un personaje que, por lo que se vio en ese asunto, no era capaz de entender siquiera sus propias providencias; una funcionaria abusiva que, aliada con su secretario, hizo cuanto quiso con la ultrajada familia de una joven, hermosa y brillante jurista santandereana asesinada por las FARC cuando se desempeñaba…¡vaya paradoja!…como juez. ¡Vaya espíritu de solidaridad!

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Como era apenas natural, el abogado manoseado por esta juez protestó ante ella y le reprochó su conducta.

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Para el magistrado Ovidio Claros —el mismo que salió a la luz pública como uno de los involucrados en el escándalo del “carrusel” de las “palomitas” dentro de la Sala Jurisdiccional – Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, “carrusel” en virtud del cual el señor Claros y algunos de sus severos compañeros de Sala nombraban como magistrados auxiliares por poco tiempo a personas que de esa forma ajustaban en gran proporción su mesada pensional de jubilación, con lo cual timaban al erario— fue un “irrespeto” del abogado protestar contra los “abusos de autoridad” de la precitada juez y de su secretario.

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Según el señor Claros y sus compañeros de Sala (quienes ostentan el mismo título de “señores” que ellos les dan a sus colegas dedicados al ejercicio profesional), los abogados litigantes no tienen ningún derecho a calificar como “abuso de autoridad” la actuación de ningún funcionario público mientras no se le haya condenado en sentencia que haya quedado ejecutoriada, es decir, en firme.

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O sea, NUNCA.

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Es decir, la oratoria forense aguerrida del General Nariño ante el Senado o de Jorge Eliécer Gaitán en la defensa del Teniente Cortés —apenas dos de las que el jurista irrespetado por aquella juez y por aquel secretario les mencionó al señor Claros y a sujs compañeros de sala, reproduciéndoles textualmente lo pertinente como parte de su defensa— ha quedado prohibida en Colombia por disposición del señor Claros y la Sala Jurisdiccional – Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura. Los abogados deberán actuar siempre, así los maltraten y abusen con ellos los funcionarios del Estado, como eunucos mentales.

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Y mientras al abogado se le multó, a la juez y al secretario se le sacó en hombros, como a los toreros que triunfan en las corridas.

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Nada alienta más el delito —decía César Beccaría— que la impunidad. En la cuestión que nos ocupa, esta clase de procederes (castigar a la víctima y exonerar al culpable) alebrestan a los malos funcionarios judiciales para que sigan con mayor fuerza en sus tropelías.

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No hubo ni una sola palabra de reproche por parte del señor Claros, ni de sus compañeros, contra el proceder de la juez y de su secretario. No les mereció ni una sola manifestación de consideración y respeto al dolor de los padres y los hermanos de la ilustre jurista salvajemente asesinada. Ni una sola línea de solidaridad salió de ellos para con la Abogacía. Ni un llamado de atención, ni una exhortación general a no poner a los abogados en trámites innecesarios, menos cuando deben actuar en ciudades lejanas y contra el tiempo. Nada, absolutamente nada.

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Solo una magistrada salvó el voto aduciendo que no veía absolutamente nada de irrespetuoso en la protesta del abogado de la familia de la juez asesinada.

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En fin: lo que los abogados perciben de esa Sala no es sino la misma percepción que la gente en Colombia siente del Estado todo.

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Y no de ahora, sino desde hace mucho tiempo. Leamos, por ejemplo, un aparte del libro “Las viñas del odio” de Manuel Serrano Blanco, publicado dentro de sus Obras Completas por la Cámara de Representantes gracias a la compilación efectuada por el entonces congresista conservador Rafael Serrano Prada.

Desde luego, sobra advertir que habrá quienes no sepan siquiera quién fue Manuel Serrano Blanco.

No ustedes, amigos, claro está, que lo saben de sobra. Me refiero a quienes en lugar de estudiar andan por ahí dedicados a otros menesteres más prosaicos. A la politiquería, por ejemplo.

Escribió Serrano Blanco:

“Pero hasta ahora los campesinos de muchas comarcas, los habitantes de muchas aldeas, los trabajadores de muchos eriales solamente han tenido contacto con el Estado cuando suena el pregón electoral para reclamar sus votos, cuando la república los lleva a la cárcel para purgar sus faltas, cuando el alcabalero los embriaga o les extrae el tributo, cuando el gendarme los persigue por montes y por atajos. Pero nunca se les pone en contacto con organismos creadores de cultura, de sociabilidad, de mutualismo. Solamente tienen del Estado una noción de ente explotador y agresivo, que desconoce todo sentimiento de bondad”.
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En la unión de la Abogacía colombiana está la clave para cambiar de raíz esta situación inadmisible y vergonzosa.

Ojalá suceda el milagro.

 

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