La tradición de esperar que fuesen entregados regalos en la víspera o durante la Natividad nació luego de haber existido Nicolás el Santo obispo obsequiador de presentes a los pobres, un evento que se realizaba año tras año en un pueblito costero turco; debido al extremo altruismo y generosidad de un mago excepcional, atraía y congregaba la fría noche del 24 de diciembre, una miríada ortodoxa, mística y creyente de niños, quienes por tradición cultural involuntariamente llegaban siempre al mismo sitio de la plaza principal situado debajo de un olmo centenario.
Realizaban cronológica y piadosamente siempre la misma ritualidad consistente en esperar la entrega por el obispo, de una homilía unigénita y legendaria plegaria, para ellos abstrusa e incoherente que ostentaba en palabras dulces, una melodía textual que el togado cantaba rítmicamente en un latín arromanzado, narrando una serie increíble de maravillas cristianas que contrastaban y apaciguaban la burda y pueblerina disonancia parvulera espetada por aquellos desordenados zafios incultos.
Los harapientos difícilmente eran capaces de armonizar bellas combinaciones de cánticos pedigüeños, aspectos acústicos de la oración gramatical que por dichos en términos de una religiosidad pordiosera e indigente se volvían caóticas; convirtiendo el ágape periódico en un desordenado tumulto de descamisados hambrientos ávidos solo de recibir presentes.
Quien más se había acostumbrado a asistir al singular festejo onomástico era el mismo dios-creativo quien tenía por costumbre mimetizarse entre la bulliciosa multitud. Venía para sentirse cada año fascinado por ser él, único capaz de comprender, aquellos anhelos y deseos de posesión al parecer insignificantes, que eran reclamados por esa feligresía de arrapiezos, quienes mentalmente y en silencio acostumbraban pedir necesidades al todopoderoso, casi siempre lúdicas, consistente de patinetas y cachivaches, trompos y maras, caballitos de madera y ollitas de barro e increíblemente y otra vez de nuevo, figuras humanas pero más tolerantes y prudentes, y más que eso humanitarias, lo que significaba ser distintas a aquellas que con soplidos mágicos antaño se les había insuflado la vida en un Edén de ensueño.
Crear figuras móviles metabólicas era el oficio que más sabía moldear el célebre demiurgo alfarero, supuestamente elaboradas a perfección y a su imagen y semejanza desde cuando de su propia mano y en su magnífico paraíso-alcaller, solazándose producía a medias y lleno de temores e incertidumbre, objetos barrunos que los terrícolas asumían serían de él los predilectos por haber sido elaborados a prueba de fallas, que jamás volverían a ser imaginados por alguna divinidad, a quien por ésta vez y vaya uno a saber porqué motivos, decidió llamar humanos, y a otro puñado, haberlos convencido que serían armados con un alma invisible a los que llamó gnósticos.
Ha pasado algún tiempo. La sabiduría y el mito se perdieron. El árbol frondoso se ha secado y los niños que al amparo de sus ramas pedían y recibían regalos el 25 ya no existen. Aquí quedamos todavía unos cuantos añorándolos. Evitando que a futuro nadie por encubierto silencio y nivelación calórica, por letargo y somnolencia espiritual no vuelvan a pedir y menos a recibir regalos.
Queda el consuelo de que dios —aunque poco es de su gusto que de él digan que cometió un exabrupto al haberse equivocado en cuanto a las características y al comportamiento que habría de darle a su producto preferido siendo él alfarero mayor, gustando tanto de quienes imaginan y aún son capaces de narrar que pudo haber existido o que efectivamente existió un alumbramiento en Belén en un establo maloliente en medio de una vaca y un buey— cada 25 de diciembre todavía envía regalos el día de su cumpleaños a través de Nicolás, Claus, Noel o familiares y amigos, etc.
Lo mejor: estar el niñito complacido de satisfacer cualquier necesidad y deseo con solo requerirlo mentalmente. Incluso a aquellos capaces de desear una feliz Navidad.
¡FELIZ NAVIDAD!