“No hay peor sordo que el que no quiere oír”. De nuevo, en los temas que tienen que ver con la Justicia, vuelve a ganar la sabiduría popular. Y es que ella siempre advierte de todo lo que es previsible. Lo malo es que en este país sordo nadie le pone cuidado. Y cuando ya está metido en el problema hasta el cuello es cuando la recuerda. Tarde, como siempre.
Así ha pasado con todo, con absolutamente todo lo que en este país ha tenido que ver con la Justicia. Era previsible el asalto al Palacio de Justicia en 1985. Era previsible el atentado contra el Ministro de Justicia Lara Bonilla. Era previsible el atentado contra el exministro de Justicia Enrique Low Murtra. Era previsible el fracaso del sistema penal acusatorio. Era previsible el caos que se armaría si entraba a regir la oralidad en lo contencioso-administrativo sin contar con salas de audiencias. Era previsible el fracaso del Consejo Superior de la Judicatura. Era previsible que el ingreso a la Rama Judicial terminara haciéndose a dedo y no por concurso, si se permitía que así ocurriera “mientras tanto”, porque en este país los “mientras tanto” son eternos. Era previsible el fracaso de la reforma a la justicia de Juan Manuel Santos, hecha sin haber escuchado previamente a los abogados para ver en dónde radicaban sus fallas, y no a los políticos del Congreso, que nunca pisan un juzgado para sacar una fotocopia, ni a los magistrados de las altas cortes, que no salen de las imponentes instalaciones del Palacio de Justicia de Bogotá y no tienen que apiñarse dentro de la calurosa caja de bocadillos de un juzgado promiscuo municipal. En fin, no es que tengamos antenas sobrenaturales para adivinar el futuro. Es que en la Justicia todo —absolutamente todo— ha sido previsible.
Pues bien: desde que se estableció la figura de que una Sala de Selección rotativa, integrada cada vez por dos magistrados, escogería en forma completamente libre, a mera discrecionalidad, sin tener que darle absolutamente la más mínima explicación a nadie, qué tutelas serían revisadas y cuáles no, nosotros nos pronunciamos —inútilmente, se sobreentiende—, criticando ese ambiguo procedimiento, porque eso significaba implantar en la Justicia colombiana el lobby. Y cuando advertíamos que se implantaría el lobby, lo que estábamos advirtiendo era que se implantaría la siempre latente posibilidad de que en la escogencia de las tutelas lo determinante no fuera la “importancia” del asunto desde el punto de vista constitucional —como se decía—, sino el poder oculto de la palanca, de la intriga y de las influencias. Y, potencialmente, claro —como en el poema de Francisco de Quevedo—, el poder corruptor de ese “poderoso caballero” que es “Don Dinero”. Aunque, la verdad sea dicha, la respetabilidad de aquella Corte era tanta, que decir esto último sonaba a sacrilegio.
Dijimos, en términos más sencillos, que el derecho constitucional en Colombia iba a quedar, no en manos de los más estudiosos, sino de los más lagartos.
Como respuesta a estas advertencias —hechas desde la ignota y remota Mesa de las Tempestades, en el Área Metropolitana de Bucaramanga— el Estado lo que hizo fue extender el deleznable sistema nada más ni nada menos que al recurso extraordinario de casación. Se dijo, entonces, que a partir de ahora ya no bastaría, como siempre había bastado, que la sentencia de segunda instancia de un tribunal superior hubiese sido atacada oportuna y debidamente ante la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia por la parte afectada, a través de una demanda de casación presentada dentro del término legal y con el lleno de todos los requisitos legales. No. Ahora, a esos requisitos de toda la vida, se añadiría el requisito novedoso y peligroso de que, presentada la demanda, con el lleno —repetimos—de todos los requisitos y en forma oportuna, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia LA ESCOGIERA para ser examinada. De lo contrario, si a pesar de cumplir todos los requisitos y de haber sido presentada dentro del plazo legal, la Sala no la escogía, sería devuelta inexorablemente con destino al archivo.
La escogencia de las demandas de casación sería, entonces, igual de arbitraria a como lo era ya la selección de las tutelas en la Corte Constitucional. Solo que, a diferencia de lo establecido para la selección de tutelas en la Corte Constitucional, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia tendría que dar una explicación breve y sucinta. Explicación que, convincente o no, con sustento en el expediente o no, tendría que ser aceptada en silencio por el infeliz recurrente, puesto que respecto de ella solo cabría el sempiterno recurso de resignación.
Advertimos entonces —infructuosamente, desde luego— que esas tales explicaciones breves y sucintas terminan siendo siempre las famosas frases de comodín o frases de cajón, de las que se llenaron los actos administrativos que dizque “explicaban” por qué razón a un empleado oficial lo echaban del puesto, cuando todo el mundo sabe por qué realmente los echan.
Volviendo al caso de la tutela, a fin de “democratizar” la arbitraria escogencia, se dispuso después que si la de uno no era escogida, se abriría la posibilidad de que el Procurador General de la Nación, o el Defensor del Pueblo, o cualquiera de los nueve magistrados de la Corte Constitucional podrían INSISTIR para que fuera seleccionada, lo cual deberían hacer en un plazo de quince días. O sea, que el lobby se extendió a los quince días subsiguientes a aquel en que no se seleccionó la tutela y a otros altos funcionarios.
No vamos a ahondar más en el tema, porque la malicia indígena completará el resto.
Dicen que lo que pasa es que las tutelas son demasiadas y no queda, por ello, otro camino que escoger a dedo las que irán a revisión de la Corte Constitucional.
Eso es cierto. Pero el problema, entonces, es otro, y otra debe ser la solución.
Porque en un país donde a muchísima gente le duele la cabeza, el Estado no debe limitarse a distribuir más y más aspirinas.
Lo que debe hacer es atacar aquello que está causando semejante cefalea colectiva.