[En memoria de László Majthényi]
Dada la prédica bolchevique del odio de clases y la destrucción de la dominante como preámbulo indispensable para instaurar la “dictadura del proletariado”, era natural que, invadido el país por las tropas comunistas de la URSS el 4 de noviembre de 1956, se desatara en Hungría la más sangrienta persecución contra quienes, en el sentir de los comunistas, representaban lo más granado de la antigua y tradicional sociedad húngara.
De hecho, eso ya había ocurrido en la República Soviética de Hungría en 1919, fue eso lo que volvió a suceder a partir de 1945 —cuando el comunismo ascendió de nuevo al poder en virtud del triunfo de las tropas soviéticas sobre las nazis que ocupaban el territorio húngaro— y no podía ser distinto a partir de ese sangriento noviembre de 1956, cuando definitivamente los tanques rusos invadieron el país para impedir que Hungría se desviara de la ortodoxa línea dictada desde Moscú. Por eso, los reales o potenciales enemigos que los soviéticos lograron capturar fueron juzgados y ajusticiados por las tropas de ocupación.
Los que alcanzaron a escapar tuvieron que atravesar las fronteras de su país en las más penosas condiciones. Como Hungría no tiene costas, pues el país está situado en el centro de Europa, era lógico que la llegada hasta el mar implicaba introducirse en países extranjeros y atravesarlos. En aquel momento histórico, eso no era tan fácil porque Hungría estaba rodeada por países comunistas o al menos invadidos militarmente por la URSS. Yugoslavia, Polonia, Checoslovaquia, Austria y Rumania no eran, precisamente, territorios por donde los nobles húngaros —o quienes lo habían sido hasta 1945— pudieran pasar como Pedro por su casa. En todo caso, los nobles y, en general, los naturales adversarios del comunismo que llegaron hasta el mar, escaparon hacia América.
Una práctica común en los regímenes totalitarios para perseguir eficazmente a los opositores, disidentes y enemigos, o sencillamente a quienes no sean de la simpatía de quienes detentan el poder, consiste en utilizar contra ellos el poder de la Administración de Justicia, específicamente de la Justicia Penal. El Derecho Penal es convertido, entonces, en un instrumento de dominación política. Torciendo los elevados fines de la justicia penal, los tiranos —de izquierda o de derecha, porque a la postre todos terminan por parecerse— acuden a la truculenta maniobra de prefabricarles un proceso penal a sus críticos, opositores o enemigos so pretexto del cual se les captura, encarcela, juzga, condena y ejecuta. De hecho, eso se hizo con Imre Nagy en 1958.
Pero como, de otro lado, la comunidad internacional y las convenciones internacionales han estado por lo general inclinadas a brindar sus instrumentos de protección solamente a perseguidos por delitos políticos, parte de la estrategia empleada por las dictaduras consiste en endilgarles a los destinatarios de su persecución delitos comunes. Así, es de esperarse que a un delincuente común no se le brindará el asilo, ni se negará su extradición.
En Hungría, y en los demás países de la que se llamó “la Cortina de Hierro”, los nuevos poderosos dentro de aquellas naciones “liberadas” por la URSS operaron, por supuesto, en esa forma.
Aunque usada en 1946 por Winston Churchill durante una conferencia dictada en los Estados Unidos para denotar la división no solo geográfica, sino también ideológica que separaría al mundo, la expresión “Cortina de Hierro” ya había sido empleada el año inmediatamente anterior, 1945, por el último canciller de Alemania antes del control aliado del país Lutz Schwerin von Krosigk, y un poco antes, pero también en el mismo año 1945, por el dirigente nazi Joseph Goebbels en su artículo de prensa El año 2000. Sea como fuere, lo cierto es que “la Cortina de Hierro” se convirtió en un referente tenebroso para la libertad individual, aunque —la verdad sea dicha— las informaciones que llegaban a Occidente eran tomadas con cautela, en el entendido de que ya traían consigo el sello de la tergiversación política por parte de los países aliados de los Estados Unidos, interesados, como era obvio, en desacreditar a sus enemigos. Lamentablemente, después habría de saberse que, más allá de la certidumbre sobre la manipulación informativa por parte de los Estados Unidos y de sus aliados, las cosas no eran exclusivamente imputables a la mala propaganda occidental (en todo caso existente), sino que había un trasfondo de verdad en cuanto se decía.
Fue así como para 1956, cuando los tanques soviéticos ingresaron a Budapest, el Barón László Májthényi Tamássy ya no se encontraba en suelo húngaro.
En efecto, corría el año 1950 y el Barón Majthényi, por entonces con treinta y cuatro años de edad, casado y padre de tres hijas, despojado hacía cinco años de su título nobiliario y enemigo público —al igual que el resto de la otrora nobleza húngara— de los comunistas recién apoderados de las riendas de su país, por informes confidenciales se enteró de que su captura era inminente: iba a ser arrestado en las siguientes horas bajo la acusación de ser contrabandista; las autoridades tenían ya el proceso judicial montado y debidamente montadas las pruebas de que estaba ejerciendo el contrabando en la frontera entre Hungría y Eslovaquia, lo cual era un delito de marca mayor porque conspiraba contra la economía nacional de Hungría y era, por ende, una conducta contrarrevolucionaria.
Los informes le hacían ver el enorme peligro que corrían él y los suyos. Para su infortunio, su esposa había enfermado y en aquellos aciagos días murió. Dos días después del entierro de su cónyuge, Doña Zsofía Baghy, sin haber alcanzado a iniciar siquiera el procesamiento de su luto, apresuradamente sacó a su familia de Hungría y la mandó por tierra a Alemania.
Desde el año inmediatamente anterior, 1949, Alemania se había dividido en dos: la República Federal de Alemania (RFA), en el área donde triunfaron sobre los nazis los aliados occidentales —Estados Unidos, Inglaterra y Francia— y la República Democrática Alemana (RDA), en el área donde triunfó sobre los nazis la URSS. Para ese año aún no se había construido el Muro de Berlín, con el cual se separó el sector de esa ciudad liberado de los nazis por los aliados occidentales del sector liberado por la URSS, ya que dicho muro se levantó en 1961.
Luego de poner a salvo a su familia mandándola a Alemania, el Barón Majthényi fue capturado. Tuvo, sin embargo, la fortuna de toparse con un oficial ruso a quien años atrás había auxiliado al encontrarlo herido dentro del área donde practicaba la cacería. Gracias a él obtuvo un documento que le permitiría abandonar su país y, además, un arma de fuego. En el ático de su casa encontró a un joven guardia. “Era casi un niño — recordaría muchos años después entre lágrimas —. Pero era su vida o la mía”. Dejó, entonces, tras de sí el cuerpo de su obstáculo hacia la libertad, organizó sus cosas en forma apresurada y emprendió, solo, la huída por tren.
Era uno de aquellos viajes angustiosos en los que el viajero siente que no llegará jamás a su destino porque durante el camino hacia él su corazón, por estar latiendo tan fuerte y tan aprisa, terminará estallándosele o saliéndosele del pecho.
Desgraciadamente para el solitario y angustiado viajante, el viaje no sería pacífico, como tampoco lo había sido su salida de Hungría.
Bajo los regímenes totalitarios —como el nazi, el fascista o el comunista— uno de los peligros más difíciles de sortear es el de la delación: los vecinos delatan a sus vecinos, los parientes delatan a sus parientes, los alumnos a sus profesores, los profesores a sus alumnos, los patronos a sus servidores y los servidores a sus patronos. Durante su angustiosa huída en el ferrocarril, alguien reconoció al Barón Majthényi en un retén. El fugitivo había echado a las volandas en su ligero equipaje de emigrante presuroso y solitario el arma de fuego.
Muchos años después, cansado, enfermo, flaco y envejecido, sentado en una modesta silla de madera bajo el techo gélido de una casa ajena, protegiéndose con un buzo —talvez gris— del frío que por entonces azotaba el barrio Pan de Azúcar, ubicado en el oriente de la ciudad de Bucaramanga, respirando con las dificultades propias de un asma persistente e irreductible y con sus ojos azules inundados en llanto, les recordaría a los últimos amigos que habría de tener en la vida, su joven vecina Nylse Blackburn y su para él casi desconocido novio, lo que había tenido que hacer para sortear aquella nueva adversidad y poder llegar a Alemania con vida.
[CONTINUARÁ…]