Antes de que se sumiera en el árido letargo de una monotonía cotidiana que terminó haciéndole perder por completo el ejemplarizante vigor de otros tiempos, algunos hechos portentosos habían tenido como escenario aquella población ignota y remota, enclavada sobre una desaparecida laguna rodeada de caracoles y de cuyas aguas tumultuosas contaban los ancianos que en tiempos remotos las había calmado un sacerdote de ancestros maternos aborígenes arrojando sobre ellas un San Mateo de oro, estatuilla a la que de inmediato y hasta su nunca explicada desaparición se le atribuyeron poderes prodigiosos. Empero, el mayor pasmo aún estaba por experimentarse. Sobrevendría con el arribo a la ciudad de aquel hombrecito flaco, viejo e insignificante que, sin embargo, sería capaz de transformar ese monótono mundo de apatía en uno cautivado, desde las fibras más hondas del alma, por el sortilegio de sus graves semifusas.
Aquel día Julieta Álvarez había recaído en la depresión pertinaz a que la sometían sus recuerdos. No quiso cubrir la palidez de su rostro con maquillajes de artificio, sino que prefirió dejarlo intacto, limpio, sin rubores de mentiras, evidenciando así la plenitud de su tristeza. No obstante, y a pesar suyo, se veía bella y digna. Puso a balancear la silla mecedora sin sentarse en ella, empujándola tan solo con la mano, y no hizo nada por detener el chirrido generado por su vaivén de monotonía; luego, caminando sin los apremios de la prisa, atravesó el patio, el inmenso patio engalanado con los nuevos helechos danzantes que trajo del vivero en reemplazo de las anémonas finalmente no adquiridas a pesar de sus primeras intenciones, el extenso patio a cielo abierto donde seguían enseñoreándose los mismos materos de siempre, abarrotados de uñas de danta que bailaban a los compases de la brisa, y llegó a la puerta de la calle; salió, dejando el postigo sin cerrar, se encaminó a la esquina norte, se detuvo, miró hacia arriba, al oriente, desde donde provenían los vientos refrescantes de los cerros, y fue cuando vio que se aproximaba a lo lejos, bamboleándose de izquierda a derecha, como dando tumbos de borracho, la jeta descomunal del instrumento enorme, trepado en la frágil humanidad de quien lo traía consigo, un alfeñique de cuento de hadas, un cuerpo ingrávido y frágil forrado en piel y paño azul.
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Apareció por el levante. Traía sobre su hombro diestro el coloso de metal color plateado, agredido por el rigor implacable de los siglos.
Fue el inveterado propietario de la secular colchonería quien primero se lanzó a la tentativa de adivinar el nombre del mastodonte silencioso.
–Es un helicón– dijo.
No, no era un helicón. Este instrumento de metal, de grandes dimensiones, con un tubo de forma circular que permite colocarlo alrededor del cuerpo y apoyarlo sobre el hombro de quien lo toca, utilizado en las bandas militares, no le era extraño del todo pues, aunque ajeno por completo, en lo personal, a los ajetreos de la música, su paso por las filas castrenses, hacía muchos años, le traía las oleadas de los recuerdos remotos cuando, desde su puesto de recluta en formación, se arrobaba con el sonido grave del voluminoso aparato. Su confusión, más que por ignorancia en la materia o lejanía en los recuerdos, estuvo determinada por la deficiente corrección de su astigmatismo miópico.
–No es un helicón –apuntó, con la certeza con que lo hubiera asegurado el sargento viceprimero Pantaleón Rabia, director emérito de la banda militar, su vecina doña Cleotilde, la dama de las gardenias, que dejaba exhibidas sus flores al desgaire en el antejardín exterior de su casa, impertérritas a los rigores abrasadores del sol canicular de mediodía.
–¿Qué es, entonces, según usted, vecina?– le interrogó el colchonero.
–Parece más bien una tuba –anotó la dueña de la primavera.
–No, no es una tuba –contradijo, sin argumentos, el de los altares a Morfeo.
En ese momento se asomó a la puerta de la nevería el viejo heladero, obsesión vespertina de los chicos de la escuela, que salían, en el enjambre uniformado de las seis, a devorar, como langostas, el contenido refrigerado de los congeladores blancos salpicados con manchas de óxido.
–No, no es una tuba –expresó, respaldando la postura del hombre de los colchones –. Yo conozco muy bien una tuba.
Y era cierto.
La tuba, instrumento de viento perteneciente al grupo de metal, grande, especie de bugle, con tesitura correspondiente a la del contrabajo, fabricada en cobre, de la familia de los bombardinos, había sido cercana a su vida, en los lejanos años mozos. Su padre le alquiló un espacioso local esquinero, parte integrante de su casa, a quien tocaba tal instrumento en la banda del pueblo y desde aquella ocasión remota para sus tímpanos fue familiar la voz profunda del gran instrumento. Sabía, incluso, a punta de verlo y de preguntarle por él al inquilino, cuáles eran las partes que lo componían: válvulas, llave de desagüe, embocadura, tubo y campana.
Mas se resistió a darle la razón a su vecina:
–Pero no es tampoco un helicón –sostuvo, pasando ya a pontificar acerca de un tema que ignoraba por completo.
Porque ser hijo del arrendador del de la tuba, y hasta conocer algo sobre ella, no lo hacía perito en instrumentación ni en pentagramas. En puridad de verdad, su experiencia como intérprete a duras penas se remontaba hasta sus lejanas épocas de estudiante del internado, durante el cual le asignaron varias veces una tarea de precaria significación artística: debía salirse de la clase un poco antes de que ella terminara y tocar la campana para anunciar que había llegado la esperada hora del recreo.
Aun así, tuvo agallas para decirlo con el último resuello de su orgullo:
–¡Es un fagot! –exclamó como si lo sacudiera la sorpresa de su descubrimiento.
Pero enseguida le surgió contradictor.
–No, no es un fagot –aseveró el boticario, quien también resultó en la puerta de la farmacia, atraído quizás por el presagio de la maravilla.
–Es un trombón de varas –enseñó, con el error sobresaliéndole por la punta de la lengua.
–No. ¡Cómo se le ocurre! –protestó el de la nevería–. El trombón de varas es totalmente distinto.
Y así prosiguió, con el creciente aumento del número de circunstantes, aquella discusión entre los vecinos de Julieta Álvarez, discordantes todos ellos en torno a la verdadera naturaleza del monumental instrumento de música.
Cada uno terminó por proponer al azar un nombre diferente, echando mano a denominaciones arbitrarias cuyo significado ignoraban por completo, pero que mencionaban en aquel galimatías sólo con el objeto de no quedarse atrás en el señalamiento que la vecindad completa hacía y participar, en todo caso, de una
discusión que alteró por completo la tediosa parsimonia de aquel día cualquiera.
Ninguno, sin embargo, atinó a dar el nombre preciso.
No era, como llegaron a sugerir, un dung chen, el enorme instrumento de los cultos budistas que, por astronómico y pesado, requiere que lo carguen dos hombres mientras uno de ellos, al soplarlo, ejecuta su sonido de miedo, a veces incontrolable. Tampoco, un contrafagot ni un euphonium, y ni siquiera un sacabuche, con su campana en embudo. No se trataba de un serpentón, que tiene la singularidad de ser uno de los pocos instrumentos de metal fabricados en madera y la particular característica de poseer la embocadura de una tuba, pero los agujeros de una flauta dulce.
Lo que estaban viendo exactamente era como una gigantesca tuba en la que el músico iba situado dentro del tubo circular, con el instrumento apoyado en el hombro izquierdo. No podía esperarse de aquella bestia prehistórica de cobre el dobletoque del trombón de válvulas, pues no tenía llave de desagüe ni puente de soporte, elementos típicos de éste. Pero tampoco era una trompa. Ni aun la larguísima trompa alpina o cuerno de Los Alpes, por cuya campana emergen los llamados entre los pastores helvéticos a través de las montañas, ni presentaba, en su corpulencia de mastodonte, la abrazadera, la embocadura, el tubo y la campana de la trompa natural. Menos, desde luego, podían decir que estuvieran contemplando la trompeta de caracola de las orquestas prehistóricas. No se le veía por ninguna parte la ligadura de lana de la trompeta natural. Estaba visto y aceptado ya que no era una tuba, pero pronto se concluyó, además, que ni siquiera se trataba de una tuba wagneriana, aquella que emite el sonido intermedio de la trompa y el trombón.
Fue Julieta Álvarez la persona que, al final, y cuando ya el forastero avanzaba, meciendo su enormidad metálica, por entre la plenitud de las brisas que atravesaban a esa hora la breve y descendente Calle de las Palmeras, se atrevió a preguntárselo directamente a él.
–Perdoná, maestro –le interrogó fugándosele a su tristeza por la ventanita abierta de su sonrisa–. ¿Me podés decir qué instrumento es ése?
A Julieta Álvarez lo que más le llamó la atención no fue, en sí misma, la denominación precisa del aparato de música, sino el contraste protuberante entre el sonido profundo y grave del gigantesco instrumento y la voz aflautada con la que el hombre le dio la respuesta. Primero el extraño la miró a los ojos, como con aprecio, como dándole las gracias por la pregunta; luego miró de reojo el cobre pulido a punta de ceniza y lima agria, los remiendos de cera, los agujeros resellados con jabón de pino, el aparatoso instrumento musical brillado como un sol; enseguida puso sus labios en la embocadura y fue entonces cuando le arrancó un ut profundo, grave y breve, que pareció emergido de las entrañas de la tierra, y a continuación le suministró el nombre del brontosaurio metálico acompañando la frase con una sonrisa tímida y de incisivos incompletos:
–Es una bombarda.
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Pocos días después de su llegada a la ciudad, el ignoto individuo que silencioso descendió por la Calle de las Palmeras cargando su bombarda era ya un vecino más, apreciado por todos los que percibían en él y en su monumental instrumento de cobre las posibilidades inminentes de un reencuentro feliz con el pasado.
En otros tiempos, que los viejos añoraban con hondos suspiros de nostalgia, el ayuntamiento ofrecía, semana tras semana, la retreta de las tardes dominicales, que los habitantes se paraban a ver y oír en los parques y en las plazas públicas. Los músicos de la banda municipal, integrada por personajes prominentes y hombres del común entremezclados sin distinciones de ninguna índole alrededor de las partituras prestas sobre los añejos atriles a la espera de ser ejecutadas, iban arribando al parque principal o al lugar escogido para la presentación popular y, una vez reunidos bajo la batuta de su director, daban inicio a los primeros toques, mientras las parejas, abrazadas con un amor elemental y simple, iban desocupando a manotadas llenas las bolsas interminables de crispeta, un maíz reventado y agigantado por el fuego en las cocinas caseras, el cual pasaba, de unas pepitas amarillas, duras y diminutas, a unas gigantescas montañas blancas, ante la mirada expectante de los niños que, por órdenes paternas, en prevención de una indeseada quemadura, permanecían afuera, pendientes del milagro.
Con el transcurrir de los años, sin embargo, las bandas gubernamentales de música fueron quedando relegadas en el olvido. Las de la mayoría de los pueblos y villorrios no existían ya, pues los músicos más ancianos se fueron muriendo de pena y el decadente instrumental quedó expuesto a la intemperie implacable del abandono.
Empero, la ciudad de las cigarras habría de correr otra suerte. Más como resultas de un milagro que por oferta suficiente de aspirantes, lo cierto fue que aquel modesto forastero terminó armando, poco a poco y a partir de los integrantes de la antigua y extinta banda de antaño, una gran agrupación de músicos. Lo hizo con paciencia inquebrantable. Investigó en una parte y en otra, husmeó arpegios donde menos podría pensarse que los hubiera, indagó aquí y allá por el más mínimo indicio que pudiera conducirlo a cualquier persona remotamente interesada en hacerse partícipe del milagro. Uno a uno fue entrevistando a los viejos músicos retirados y a todos los motivó a colaborar en la resurrección de la banda mediante el aporte de los últimos restos de sus desgastadas energías. Les argumentaba, imprimiéndole un énfasis de gravedad a su voz aflautada, que al vincularse a la empresa estarían contribuyendo no sólo al prodigio de hacer sonar de nuevo la difunta banda municipal, que así emergería, gracias a su buena voluntad, desde los profundos abismos del silencio eterno, sino que ello, de paso, les permitiría hacer revivir, con toda la fuerza del entusiasmo, las vivencias añoradas de un pasado que, en su sentir, no tenía por qué resignarse a seguir muerto.
El grupo de quijotes fue creciendo poco a poco. La proyectada banda empezó a contar con más y más músicos; músicos jubilados a la fuerza por la decadencia de las costumbres, seres recluidos hacía muchos años tras los muros sombríos de un retiro sin pena ni gloria. Cada uno de ellos, para fortuna de aquel sueño, a medida que ingresaba iba aportando, no sólo sus conocimientos y su experiencia en el terreno musical, sino, lo que resultó ser aún más definitivo para el éxito de la empresa, el instrumento que ejecutaba, de su propiedad y posesión no perturbadas. Hasta cuando, finalmente, se dio el día feliz del primer ensayo, y del segundo, y del undécimo, y una mañana cualquiera, el vejete proclamó a los cuatro vientos, en pregón notificado por bando y reproducido por las escépticas emisoras de radiodifusión, que quedaba reconstruida, desde ese instante y para el resto de la historia, la vieja banda municipal de la ciudad, y que su ya preparado repertorio sería estrenado en sesión de gala por celebrarse al siguiente fin de semana bajo los palios que formaban los árboles eternos del parque principal.
Se llegó el gran día en medio de la expectativa de unos pocos, la curiosidad de muchos y la indiferencia de la mayoría, refractaria con tozudez a las manifestaciones del arte y la cultura.
La primera en arribar al parque fue Julieta Álvarez. Aunque lo hizo muy temprano, no dejó de sorprenderla lo vacío que se hallaba y hasta llegó a pensar, con injustificado pesimismo, que nadie más asistiría. La banda se integró, en el lugar donde tocaría, con una rapidez inusitada. Quienes la conformaban, invadidos por la nostálgica dicha del reencuentro con el amor a la vida, se hicieron presentes con suficiente antelación y equipados con sus respectivos instrumentos.
El último en llegar fue, paradójicamente, el señor de la bombarda. A propósito había vuelto a repetir, antes de dirigirse al parque, su desfile solitario de llegada desde los cerros del oriente. Bajó por la Calle de las Palmeras, saludó con su sonrisa de incisivos incompletos a los parroquianos que permanecían en las puertas de sus casas, reacios a ir al encuentro con el lenguaje de los dioses, y bastaron su mirada tímida, su cara humilde y su vocecilla de flauta para convencer a muchos de que era conveniente bajar al parque y dejar en casa la monotonía esterilizadora de una vida rutinaria.
Pero no fue eso lo que, al final, volcó la ciudad entera sobre el parque, sino el que volara de boca en boca la realización del milagro. Sí, del milagro. Pues fue aquella maravilla inefable la que removió los corazones endurecidos por la indiferencia y convirtió la retreta en el espectáculo admirable que todos los cronistas del universo narrarían. Porque cuando los músicos, luego de los caóticos toques del preludio, bajo la batuta del anciano director, salvado, al igual que casi todos sus dirigidos, de los oscuros socavones de un alcoholismo pronosticado por la ciencia como irreversible, dieron inicio a la primera pieza, una linda y pegajosa marcha olvidada hacía mucho tiempo en los anaqueles de la amnesia colectiva y titulada “Puente sobre el Río Kwai”, empezaron a oírse, primero como una alucinación auditiva, que cada cual fue descartando a medida que le preguntaba a su vecino si estaba escuchando por casualidad lo mismo que el interrogador percibía con claridad inaudita y recibía la respuesta afirmativa acompañada por los rasgos faciales de la perplejidad y el asombro, unos trinos melodiosos, como provenientes del cielo, que también entonaban la marcha y fueron invadiendo poco a poco, pero con creciente intensidad, el ambiente de aquel inmenso parque, de suerte que la alelada Julieta Álvarez y los desconcertados asistentes a la retreta, al principio, y los entusiastas músicos también, momentos después, sin dar todavía crédito a lo que oían, empezaron a recorrer con la mirada los cielos celestes de domingo, las frondas de los árboles centenarios, el entorno todo de aquel lugar capturado por los deleites sobrenaturales del encantamiento colectivo, y fue entonces cuando descubrieron fascinados el prodigio: una colosal bandada de pájaros había comenzado a llegar al parque, procedente de ninguna parte, y el firmamento impertérrito, y los árboles, y las torres, y las cuerdas, y los contornos de aquel lugar, se fueron atiborrando de aves de diversos colores cuyo canto melodioso y gorjeo sin par principiaron a extenderse por la ciudad entera, de modo que unos minutos después ya era realidad la materialización inexplicable de un nuevo y estremecedor suceso hadado.
La banda municipal, absorta por la hermosura de la magia ornitológica, que interpretaba de modo impecable la marcha retornada al presente de la vida por los músicos recopilados gracias a la paciencia y la tozudez del señor de la bombarda, no se apartó, sin embargo, del rigor de sus revividas partituras, sino que, por el contrario, arreció su toque con mayor vigor, con acentuado entusiasmo, y lo que escucharon, entonces, aquellos oídos beneficiados por el privilegio, fue la retreta más preciosa que oído alguno haya podido percibir desde los orígenes del mundo.
A medida que avanzaba la pieza, y que Julieta Álvarez, embelesada ante el portento y con el deseo de darle gracias a Dios por haberle permitido estar presente en los momentos de su realización, avanzaba en el mecánico repaso de las pepas de su camándula mientras intentaba rezar el santo rosario, fueron llegando nuevas bandadas y se hacía más sonoro aquel cantar de fantasía. Arribaron al sitio, en un principio, dignos y meritorios exponentes del pájaro copetón, el diostedé, el arañero, el picamaderos o carpintero, el colibrí, picaflor, chupaflor, tominejo, pájaro mosca o pájaro resucitado, la viuda del paraíso, el bengalí, el diamante colilargo, el paquicéfalo de pecho dorado, el garrulo de mechón blanco, la muscicapa, el pájaro azul, el toche, la curruca, la aguzanieves, pizpita, pizpitillo o pajarita de las nieves, el maluro, el pájaro dorado, el zorzal o tordo, la dronta, el gorrión, el cardenal, el verderón, el mirlo, la paloma torcaz, el herrerillo o herreruelo, la paloma mensajera, el pájaro espino, el jilguero o colorín, el reyezuelo, el pájaro burro, la alondra, la tángara azul de cabeza amarilla, el gallito de roca, el pájaro macuá o vencejo rabihorcado, el gorrioncillo pecho amarillo, la calandria, el cucarachero, el pájaro campana, el pájaro chogüí, la paloma guarumera y el azulejo, y de miles de aves distintas, muchas de las cuales nunca jamás habían cantado porque ni siquiera eran canoras, pero lo hicieron ese día con tal maestría, que parecía como si sus ensayos sinfónicos dataran de los tiempos anteriores al Diluvio.
Y cuando ya la marcha inaudita se oía en toda la plenitud de su sin par hermosura, llegó el grueso de la tropa cantora y redobló la maravilla del encantamiento. Por nubes aparecieron reyezuelos de Nueva Zelanda, sabaneros, herrerillos de cola larga, fringilinos, papamoscas, cornejas, oropéndolas, tordos manchados, picagregas, pit-pits, clángulas, alcaudones, abadejos, emúes, comejejenes, muscarias del Viejo Mundo, gorriones de las rocas, monarcas, tanagras, lavanderas totochillas, vireos, fregadores, trepatroncos, vencejos de río, cazazancudos, aves del paraíso, picazas galdones, mirlos del Nuevo Mundo, mirlos de agua, tejedores, pájaros sol, ratonas, pájaros lira, tilonorrincos, golondrinas, currucas de África, turpiales, zorzales culiblancos, cazaarañas, sítidos, picazas, pájaros erizo, bulbules, codornices malvía, picagregas, pájaros hormigueros, picoteadores crestados, horneros, trepadores, pico espinas, pinzones Cardueline, pájaros azote, herrerillos malvía, zapapicos, golondrinas de los bosques, régulos, muscarias, paros, picoteras, herrerillos, estorninos, currucas, sinsontes, tarabillas, picos murarios, petirrojos y reyezuelos bellos, y la misma marcha se repitió con primorosa preciosura durante largos minutos, hasta que el director de la banda decidió cambiar de pieza.
Ni Julieta Álvarez, ni nadie pudo explicarse jamás la razón por la cual aquel acompañamiento encantado mostró saberse a la perfección todas las partituras del extenso repertorio.
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Una noche cualquiera, solo, sin avisar ni despedirse, se fue de la ciudad el señor de la bombarda.
Llevaba puesto el traje azul oscuro y la camisa blanca con cuello de pajarita del primer concierto.
La banda tuvo que disolverse por falta de apoyo gubernamental. Las arcas exhaustas del erario no resistían ya la pesada carga de los saqueos impunes a que la sometían a diario los funcionarios corruptos, a quienes los jueces de la república no dudaban un instante en someter a dilatados juicios y, en estricta aplicación de unas normas alcahuetas, los enviaban, a una espera rigurosa de la condena, tras las paredes de sus lujosas mansiones, adquiridas con el sudor de la selecta ciudadanía encadenada a unos fardos impositivos de espanto.
Julieta Álvarez fue una de las pocas personas que tuvo el coraje suficiente para escribirles a las autoridades públicas una misiva en cuyas líneas, trazadas a mano con caligrafía impecable, protestaba con vehemencia por la inaudita actitud oficial contra una agrupación artística que había sido capaz de romper los témpanos del tedio y sacudir a los habitantes de aquella ciudad inconmovible para que volvieran a vibrar los domingos por las tardes en los conciertos celestiales de su resucitada banda municipal. Los demás munícipes, como solía suceder, se limitaron a verter comentarios amargos alrededor de un café también amargo, en tertulias vacuas sobre ese tema y acerca de muchos otros, de las que no emergió jamás la voluntad de asumir compromiso alguno con la vida.
Los pájaros, contagiados también por el desaliento, asistían a las retretas cada vez en menor cantidad y cantaban cada vez con menos ganas, hasta que un día cualquiera el único que se hizo presente fue un viejo grajo, que prefirió quedarse callado, consciente como era de que el milagro había concluido y por su pico ya no brotaría sino su horroroso graznido de siempre, no los aires de belleza sin igual que emergieron el día de la primera retreta y con los cuales pudo seguir asombrando en las siguientes; porque sabía, como lo sabían todos, músicos y público, que el ostento sonoro de las otras veces estaba irremediablemente condenado a que ya nunca jamás volvería a producirse.
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* Derechos Reservados de Autor. 2000.
(Este cuento forma parte de la novela de su autor “TIERRA DE CIGARRAS. 1a. edición. Sic Editorial. Bucaramanga. 2000. En esta, la protagonista, una joven adolescente, estudiante interna de un colegio de bachillerato, recién llegada a la orfandad, contempla el paisaje a través de la ventana de su cuarto mientras repasa su vida y rememora a su primer amor. Muchos años más tarde, ella presenciará la llegada a la ciudad donde vive del “señor de la bombarda” y será testigo del concierto maravilloso que darán tanto la banda municipal, restablecida por él luego de años de encontrarse inactiva, como las numerosas bandadas de pájaros que arribarán justamente en los momentos en que la banda se encuentra tocando, convirtiéndose así aquella extraordinaria presentación artística en una soberbia retreta mágica, que sin embargo, por razones políticas, a la postre no será registrada en los anales de la historia y terminará cubierta por las gruesas capas con que cubre siempre la verdad el implacable y sempiterno polvo del olvido).