Mundo Jurásico. Por Óscar Humberto Gómez Gómez.

Jurassic-World-raptors-500x242Lo predecible. Yo, que no vi las películas anteriores, a pesar del imán de Steven Spielberg, ya suponía lo que iba a suceder en esta nueva ocasión. Incluso lo escribí en WhatsApp. Y no me equivoqué.

Lo de siempre: el actor churro, la actriz churra, la pareja de niños que introduce la nota de ternura por entre la violencia y la sangre, el malo de la película —que, al menos, esta vez no se sale con la suya—, los besos imposibles cuando varios cristianos acaban de ser despedazados y el auxiliar de Cine Colombia no ha retirado todavía el balde de agua con el cual ha limpiado la sangre del telón, el niño que no aprendió a manejar bien, pero que, en cambio, con solo recordar las enseñanzas de mecánica que le dio su abuelo es capaz —y bajo la premura de la huída— de poner a funcionar un vejestorio automovilístico, que después —¡qué curioso!— no le da la menor guerra, una protagonista femenina que se viste de blanco y con zapatillas de puntillas altas para caminar y correr, no por una pasarela de modas, ni por elegantes e iluminados salones de un club social, sino nada más ni nada menos que por una selva infestada de dinosaurios salvajes —aunque la expresión “salvajes” sobra, porque nunca se supo de alguno doméstico—, un domador de circo que doma, no a unos cuantos leones previamente inyectados con sueros adormecedores, sino a unos dinosaurios agresivos que, apenas unos segundos antes, casi se comen vivo a un asustado auxiliar del parque; esos mismos dinosaurios altamente peligrosos, pero que al final de la película —como por arte de magia, terminan siendo los “buenos” de la trama y los salvadores del mundo; un público visitante del extraño parque de “diversiones”, morboso, etéreo, temerario y estúpido, que lleva niños y ancianos imposibilitados para correr a un sórdido parque de dinosaurios, a pesar de las advertencias de las dos películas anteriores, cintas en las que, según me contaron quienes las vieron, aquellas bestias enormes persiguen, alcanzan y aplastan sin miramientos a hombres jóvenes y atléticos capaces de correr como guepardos; y, como siempre: la cuerda rompiéndose por el lado más débil, porque ni al héroe, ni a la heroína, ni a los dos simpáticos y desobedientes nenes les pasa absolutamente nada y, antes por el contrario, quedan listos para la película siguiente, pero, en cambio, a la pobre asistente de la protagonista central sí se la llevan entre las muelas los dinosaurios voladores, una especie de murciélagos gigantescos que, dicho sea de paso, cuando cometen aquella carnicería —innecesariamente larga e innecesariamente sanguinaria— vienen en desbandada huyendo a toda prisa del malo de la película, pero —otra vez de buenas a primeras, otra vez como por arte de birlibirloque— parece que se les olvida su papel y terminan atacando con inconcebible agresividad a Ño Raimundo y todo el mundo, y entonces se llevan por los aires, como ya dije, no a la protagonista principal (como siempre), sino (también como siempre) a la anónima asistente, un personaje opaco, eclipsado, cuyo único mérito histriónico es gritar y gritar mientras es elevada por los aires antes de que se la suelten a otro desgraciado reptil del mesozoico que vive en el agua, en un lago artificial, y que solo sale de vez en cuando para cumplir —como el tiburón de Tiburón— el morboso y previsible cometido de asustar a los espectadores.

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Las contradicciones son evidentes. Para la muestra, un botón: en una dramática escena, el asesino reptilazo se come vivo a un empleado del macabro zoológico, un hombre gordo y de caminar dificultoso (características que, si yo hubiese sido el seleccionador del personal, lo hubiesen descalificado para un lugar donde se requerían dotes de campeón olímpico de atletismo en cien metros planos). Ocurre que junto al gordo está tendido, debajo de un automotor, el protagonista, quien logra despistar el olfato del peligroso animal abriendo el tanque de la gasolina y empapándose con ella. Pero en otra escena posterior, la misma satánica bestia —de la que se ha dicho antes que puede detectar lo que sea a kilómetros— se deja mamar gallo del mismo protagonista, que otra vez debajo de un automotor (peor aún: esta vez acompañado de la protagonista, es decir, con olor corporal doble) se limita a respirar tenso hasta que el inmenso depredador se larga, sin que en esta nueva oportunidad el galán haya tenido que molestarse en intentar siquiera destapar otra vez el tanque de la gasolina.

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Pero en Mundo Jurásico hay más: hay, por ejemplo, un perverso oriental vestido de negro del que, al fin, no se sabe qué diablos se hizo, o de pronto me distraje justo en el momento en que lo despedazó vivo uno de aquellos seres infernales, y hay otro sujeto que vive haciendo planes de convertir a los dinosaurios en máquinas de guerra, lo cual no es ninguna novedad (la novedad serían solo los dinosaurios), porque desde que existe sobre la Tierra, el hombre no ha hecho otra cosa que convertirlo todo en arma de guerra contra su prójimo. Todo: desde la quijada de un asno (a propósito: ¿existían asnos en los tiempos del Paraíso Terrenal, como para que Caín, según cuentan las malas lenguas, pudiera hacerse a la carraca de uno de ellos y matar a su hermano Abel a carracazos?) hasta el agua (con un chorro de agua, según me contaron cuando era niño, mataron en Barrancabermeja a un líder sindical que se llamaba Fermín Amaya y de ahí el nombre de ese barrio) pasando por la piedra sin tallar del paleolítico, la piedra tallada del neolítico, la honda, la flecha, la lanza, la catapulta, el puñal, el yatagán, el sable, la espada, la pólvora, el revólver, la pistola, el fusil, el cañón, la metralleta, la dinamita (que Alfred Nobel no inventó para eso, sino para que la apertura de los túneles no los tuvieran que hacer los obreros a punta de pica), la granada, los químicos, el átomo desintegrado y la desinformación. Pues bien: a este imaginativo individuo lo matan aquellos monstruos a manotazos y dentelladas, y su sangre salpica los vidrios, mientras los satisfechos espectadores trituran, con sus menos largos y menos filosos dientes, las crispetas que Cine Colombia vende en tamaños tan exageradamente colosales como el de los dinosaurios de mentiras de las películas gringas que exhiben sus teatros.

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Y como las sagas exitosas son las que enriquecen, y como no hay saga más exitosa que la saga del terror y de la violencia por la violencia (ya están anunciando el retorno triunfal de ese gran formador de juventudes que es Terminator), al final, ni el churro masculino, ni el churro femenino, ni nadie, ni siquiera Steven Spielberg —que ahora ni siquiera se molesta en ser director, sino que es productor, o sea, el que pone la plata—, caen en la cuenta de que si bien es cierto murió, por fin, aquel mastodonte diabólico —que, al igual que el hombre, como certeramente lo recuerda el protagonista principal en la desoladora escena de los herbívoros agonizando sobre los pastizales del tenebroso valle, no mataba por hambre, como lo hace el león, sino simplemente porque le daba la gana— quedó vivo, y por fuera de su supuesta jaula, en un parque que seguía atestado de turistas, nada más ni nada menos que un Tiranosaurio Rex.

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Y no solo semejante peligro andaba por ahí suelto: también andaba como Pedro por su casa el otro dinosaurio que lo había ayudado a acabar, y no precisamente a punta de razonamientos o buenos consejos, a aquel insoportable gigantón encaramapingos, echándoselo a las fauces al monstruo del lago.

O, bueno: no es que se les haya olvidado; es que todos saben —y sobre todo Spielberg— que con la próxima película, su cuenta bancaria será inversamente proporcional a, pongamos por caso, las posibilidades de que la violencia desaparezca algún día del cine. Y del mundo. O, lo que es lo mismo, su fortuna seguirá creciendo de manera inversamente proporcional a las perspectivas de que desaparezcan del planeta la miseria, el hambre, la ambición y la injusticia.

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Más allá de estas líneas y de toda la broma que encierran, quiero finalizar con algo serio: me alegra inmensamente haber revivido la hermosa costumbre del cine en familia, ello gracias a mi querido hijo Sergio Andrés, quien fue en esta ocasión el de la feliz idea. Eso siempre resulta más valioso que todos los millones de dólares que produzca el séptimo arte y creo que el mundo real sería mucho más feliz si comenzara a ser, para todos los que van a los teatros, lo verdaderamente inolvidable.   

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