La humanidad no puede seguir aceptando que la paz ande por un lado y la justicia por otro.
Y es que la balanza está desequilibrada por completo. El discurso a favor de la paz es mucho más sencillo y efectista. A ese anhelo universal están asociados símbolos mágicos y seductores: las banderas blancas, las palomas, el arte, la poesía, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura, el deporte y el lenguaje. En cambio, el discurso a favor de la justicia definitivamente molesta.
Molesta, en primer lugar y como es obvio, a los injustos. En segundo lugar, incomoda a los medios de comunicación, para quienes, por una parte, todo depende de quién sea el involucrado en la causa, y, por la otra, todo aquello que no conquiste audiencia debe ser desechado. En tercer lugar, fastidia a casi todos los miembros de la sociedad, que prefieren la ley de la inercia y solo se acuerdan de la justicia cuando se enfrentan a ella porque en la calle atropellaron con su auto a un peatón o su inquilino se muestra renuente a pagarles la renta.
No más silencio: debemos pedirle a la Academia Sueca que establezca ya el Premio Nobel de Justicia. Con él se premiaría a quienes han dedicado su vida a luchar por ese ideal.
Con éxito o sin él, porque después del Premio Nobel de Paz a Juan Manuel Santos basta con que se trate de alcanzar el ideal, así —como es previsible— prácticamente nunca se logre.
Y no se alegue que ese premio no lo estableció en su testamento Alfredo Nobel, pues el inventor de la dinamita tampoco incluyó el Premio Nobel de Economía y, sin embargo, fue creado después y hoy por hoy también se entrega anualmente.
Premio Nobel de Justicia ya.
Sería una decisión apenas justa.