CAPÍTULO I
Tenías el cabello rubio. Y no era por obra y gracia de la sala de belleza, sino porque ese era el tinte con el que las hadas, o natura, o ese Dios en el que yo entendí siempre que creías, había tinturado tu pelo desde antes de que nacieras.
¿Qué hizo que una joven hermosa como tú, de la que todos pensábamos que lo tenía todo en la vida para ser feliz, terminara haciendo lo que tú hiciste?
Cuando aquella mañana triste de un día cualquiera vi a tu hermana y le pregunté por ti, jamás imaginé que me contestaría lo que me contestó, y fue tanta la impresión que me produjo su respuesta, que al principio opté por no creerle, quizás pensando ingenuamente que así la realidad sombría que ella me dibujaba, acompañándose de unos ojos humedecidos y de una sonrisa amarga, se transformaría, como por arte de sortilegio, en una tranquilizante explosión de fantasía. Sí: que yo despertaría del embrujo y descubriría que no era cierto, que tú jamás hiciste lo que hiciste, y que, igual que yo, estabas luchando, con más comodidades que las mías, por construir el futuro alrededor de los libros, de la frescura incomparable de la juventud y del cautivante verdor de la esperanza.
Fue cuando empezó a llover y a soplar un viento helado y taciturno, y entonces comprendí, con perfecta claridad, que todo era cierto y que, por culpa del persistente destierro social del amor, tú tampoco habías sido capaz de sobreponerte a los inoportunos embates de la desilusión, ni a las agotadoras arideces del hastío, ni al peso insoportable de la incertidumbre.
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CAPÍTULO II
Que Pilar Stella Quiroga Niño solo tenía escasos diecisiete años cuando se le arrojó a las brumas aquel lunes catorce de marzo de mil novecientos setenta y siete, decía la prensa. Y algo similar comenzó a repetir al año siguiente. Eso dijo cuando Jairo Antonio Combariza rompió el hilo de la existencia a sus veinticuatro años el jueves diecinueve de enero, y cuando detrás de él se fue Yolanda Castellanos de García el jueves siguiente, veintiséis de enero, a sus veintiuno, y cuando Gloria Inés Henao Valencia repitió el drama apenas una semana después, el viernes tres de febrero, a sus diecinueve, y cuando Milton Emilio Ortega Sepúlveda a sus veintiocho años hizo lo mismo el viernes diez de marzo, y cuando Rocío Pérez Miranda lo hizo a sus dieciséis años el lunes veintisiete de marzo. Todos tenían “solo” la edad que tenían. Una edad tan breve, tan fugaz, tan incipiente, que era -eso decían- como cortar de tajo un capullo.
Pero entonces el jueves treinta de marzo les siguió los pasos Fortunato Fontecha Franco a sus setenta y tres años. Fue ahí cuando se comprendió que no solamente los jóvenes podían desencantarse temprano de la vida, sino que también podían desilusionarse de ella tardíamente quienes ya la habían transitado un largo trecho.
Aunque, de todos modos, la juventud frustrada retornó al espeluzno al día siguiente. Sí: ese viernes treinta y uno de marzo de mil novecientos setenta y ocho, Luis Hernando Niño García, otra vez de “solo” diecisiete años, se coló por entre los resquicios de la vida para entregársele sin contemplaciones a la muerte. Para este momento ya veintisiete personas habían tomado lo que los periodistas carentes de riqueza lexicográfica llamaban “una determinación fatal”.
El martes treinta de mayo siguiente se anunciaba a los cuatro vientos, como si se estuviera relatando un partido macabro a través de La Voz de la Indolencia, que con “una persona de sexo masculino identificada como Jorge Rueda” se había llegado a “la víctima número treinta de la incontenible oleada”.
Tan solo dos meses más tarde, el sábado veintinueve de julio, la “incontenible oleada” llegaba a las treinta y cinco desdichas con el joven Luis Bernardo Ardila Ambulla. Tenía veintidós años cuando su cuerpo golpeó el insensible fondo del precipicio.
Clara Rosa Guerrero contaba con dieciocho años aquel miércoles ocho de noviembre desgraciado y Víctor Manuel Medina Prada con veinticinco aquel desgraciado martes doce de diciembre siguiente cuando llevaron los crespones del luto a sus hogares mientras sus paisanos recién habían apagado las velitas de la Inmaculada Concepción y se alistaban para comenzar a jugar los aguinaldos.
Ya en el año ochenta, se largaron de su entorno para nunca más volver Reyes Suárez Toscano, de cincuenta y dos años, el miércoles veintitrés de abril, Consuelo Ferreira, de treinta y cinco, el sábado siguiente, Bertha Pinilla Roa, de cincuenta y cuatro, el martes diez de junio, y Alirio Díaz, otra vez de “solo” diecinueve, el sábado trece de setiembre.
Del agobiado joven que buscó las honduras de aquella lóbrega sima el sábado veintiocho de marzo de mil novecientos ochenta y uno únicamente se dijo que tenía “entre dieciséis y diecisiete años de edad”, pero, en cambio, sí se aprovechó la noticia para dar el yerto dato estadístico de que “sesenta y seis personas” se habían ido sin despedirse acudiendo a la compañía de aquellas columnas que parecían haber sido empotradas en el infierno.
Pero la maldición parecía no querer alejarse nunca y fue así como en pleno Jueves Santo, el dieciséis de abril Ignacio Dulcey Angarita también partió sin destino conocido y a la semana siguiente, el viernes veinticuatro de abril, se fue detrás de él Marcelino Carvajal.
El martes dieciocho de agosto, Gloria Rico, de veintitrés años, no quiso seguir enfrentándosele a la pobreza y apenas pocas horas después de ella siguió su ejemplo Carmen Cecilia Ramírez, nuevamente de “solo” diecinueve años.
Fue el viernes trece de noviembre cuando la prensa informó que ciento cinco personas se habían marchado en pos de la inmortalidad que les prometieron, contando a quien lo acababa de hacer ese día, Francisco Vargas Carreño, de cincuenta y cuatro años.
Pero cuatro días más tarde, se reanudaría el conteo con la decisión sombría tomada por Juan Cristóbal Cancino Mantilla, de veintidós años, y entonces la policía anunció, por primera vez, que haría algo distinto de llevar las estadísticas y apostaría una patrulla permanente en el lugar.
Empero, no la ubicó con la suficiente celeridad, o la patrulla no se dio cuenta, o no cumplió con su deber, porque tres días después Marina Rueda Walteros, de “solo” veinte años, se fue por el mismo sendero sin despedirse de nadie.
¿Pero qué pasa?, ¿qué diablos está sucediendo?, se preguntó la gente que devoraba los pasquines con el extra del día. Le contestó al día siguiente Hernando Carreño Tarazona y, entonces, la ciudadanía, que ante las fotografías de su cuerpo exánime parecía despertar por fin del letargo, empezó a exigir que el Estado interviniera de manera decidida y enérgica para solucionar el “problema”.
De la jovencita de unos veintidós años que el domingo trece de marzo de mil novecientos ochenta y tres apagó su corta existencia en aquel mismo escenario lúgubre solo se dijo que había sido vista llorando antes de lanzarse. En cambio, del joven de veinticuatro años que lo hizo el martes diez de mayo se dio el nombre: se llamaba José Gustavo Navas Leguizamón. Pero la prensa hizo la aclaración macabra de que otro joven de veintidós años y de nombre Javier Medina Macías había hecho lo mismo en días anteriores.
Al día siguiente, cuando aún no se cumplía el triste funeral de José Gustavo, le siguió los pasos Orlando Rueda Rosas, de veinticinco años.
Ramón Tarazona Merchán, de cuarenta y dos años, se fue el martes veintiséis de julio y Edmundo Silva se marchó el martes nueve de agosto, dos semanas después
El viernes veintitrés de setiembre lo hicieron Nelson Ramírez Rodríguez y “una mujer cuya identidad se desconoce”, según dijeron los diarios.
El sábado veintidós de octubre, se marchó una joven de veinticuatro años de quien vino a saberse el jueves veintisiete que se llamaba María Oliva Quintero Quiñones.
Aquel luctuoso mil novecientos ochenta tres también habría de llevarse consigo a Jesús López Hernández, de veintidós años, al ciudadano italiano Andrea Felice Bruno Bertigno (Martingnon, escribieron otros) y a Marco Julio Suárez Villamizar, de veinte años, estudiante del Instituto Técnico Superior Dámaso Zapata.
Pero la línea dolorosa no se cortaría ahí. Al año siguiente retomaría su trágico curso con las vidas cercenadas de Víctor Albarracín Martínez el domingo ocho de abril a sus veintidós años, de Juan Carlos Tarazona Parra el martes diecisiete de abril a sus veintiún años y de Armando Mora el jueves tres de mayo a sus cincuenta y uno. En esta última ocasión la prensa aprovechó la noticia para volver a la frialdad de las estadísticas: era la víctima doscientos ocho.
El martes tres de julio prosiguió el luto: el joven Juan Bautista Castillo Abaunza, de veintidós años, se marchó con su equipaje de hastío en busca de la felicidad que le había sido tan esquiva, y el jueves diecinueve de ese mismo mes le siguió los pasos alguien todavía más joven, Martín Niño Pinto, de veinte años. Y antes de que julio se despidiera, lo hizo alguien a quien la prensa solamente describió como “un tipo de aspecto humilde, de aproximadamente cincuenta y cinco años”.
Al mes siguiente, agosto, el día lunes veinte, se marchó Olga Lucía Hoyos, nuevamente de “solo” diecisiete años. Después, el domingo dieciséis de setiembre, se fue “una mujer de quien solo se sabe que se llamaba Elpidia”. Y en octubre lo hicieron José Gustavo Escobar Martínez, de setenta y cuatro años, y “una señora de cuarenta años aproximadamente”.
Ese año también se marchó para siempre sin que los periódicos hubiesen vuelto a aumentar sus tirajes a costa del dolor ajeno.
Pero la vida continuaba. Y también la muerte. El martes cuatro de febrero de mil novecientos ochenta y cinco se fue “la joven señora Claudia Patricia Rodríguez de Chaparro”, de quien ni siquiera se dijo la edad, y el viernes ocho de marzo siguió su ejemplo Virginia Motta Gutiérrez “porque su esposo le dio una paliza el día inmediatamente anterior”. A pesar de la razón que esgrimió la víctima, que debería haber sido suficiente para que algún funcionario judicial consciente de sus deberes hubiese abandonado la mesa del tinto para irse a su despacho y ordenar una severa investigación, que comenzara con la inmediata captura de aquel bruto, lo que la prensa dijo fue, más bien, que la deprimida dama había tomado una “fatal determinación de la cual sólo ella es responsable”. Al mes siguiente ya no hubo nombre alguno: únicamente se les contó a todos, a los que mantenían el interés y a quienes ya no tenían interés alguno en saberlo, que “una joven de veinticinco años aproximadamente” había decidido quitarse de encima el peso agobiador del sinsentido.
El jueves seis de junio de mil novecientos ochenta y cinco, Claudia Rocío Alarcón Roa, de “solo” veinte años, repetía la prensa, quien era “estudiante de la Universidad Santo Tomás”, también se arrojó a las honduras de la nada, y a raíz de la noticia volvieron las estadísticas gélidas: se había “convertido”en “la víctima número doscientos cuarenta y uno”. Apenas diez días después, el domingo dieciséis de junio, hizo lo mismo alguien cuyo nombre no se supo, o por lo menos la prensa no pudo decirlo: “un muchacho de aproximadamente veinte años de edad, vestía camisa celeste, bluyín azul y zapatos de gamuza”, fue todo lo que contaron. El martes tres de setiembre, Gabriel González Prada, de cuarenta y tres años, y de quien su esposa narró a los periodistas que “se hallaba desesperado por la falta de trabajo” culminó allí mismo su infructuosa búsqueda de ilusiones. Y al día siguiente, el miércoles cuatro de setiembre, “otro hombre no identificado, de una edad aproximada de sesenta años”, se fue detrás de él.
Entonces, vinieron las luces decembrinas y con ellas el adiós postrero de aquel año.
Pero no el de la desesperanza. El domingo veintitrés de marzo de mil novecientos ochenta y seis, Hernando Morales Mora, de veintiún años, no quiso continuar en la brega por llegar a ninguna parte y al mes siguiente, el viernes cuatro de abril, tampoco quiso seguirla Mario Romero, de veintiséis años, como tampoco deseó proseguir hacia un mañana incierto aquella “mujer de aproximadamente cuarenta y cinco años, sin identificar” que se fue el domingo veinte de abril sin despedirse de nadie.
Ninguno de esos nombres era el tuyo, claro; por eso, talvez nunca lo hubiera sabido, mona linda, si no me lo cuenta tu hermana.
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CAPÍTULO III
(Yo sí había escuchado hablar de la depresión, pero no sabía qué era. Creía, como lo creía todo el mundo, que debía ser, seguramente, un concepto similar a la tristeza, una especie de tristeza profunda. Incluso llegué a pensar que un buen cómico podía remediarla con tan solo hacer derroche de su talento y desencadenar en quien la sufriera una buena dosis de curativas carcajadas.
De hecho, los ingleses acudían a un estupendo y famoso comediante de apellido Garrick para contrarrestar los efectos del spleen.
El spleen es un vocablo que deriva de la palabra bazo. Y es que en la antigüedad se creía que la tristeza melancólica de las personas provenía de una sustancia que producía el organismo y que se llamaba la bilis negra.
Fue el escritor francés Charles Baudelaire quien primero se refirió al spleen. Y fue el poeta mexicano Juan de Dios Peza quien con versos desgarrados inmortalizó, bajo el título Reír llorando, la tragedia inconmensurable de la sociedad londinense y del prodigioso humorista que la rescataba de las inconmensurables honduras de su tristeza:
“Viendo a Garrick -actor de la Inglaterra-
el pueblo al aplaudirlo le decía:
“Eres el más gracioso de la tierra,
y el más feliz…”, y el cómico reía.
Víctimas del spleen, los altos lores
en sus noches más negras y pesadas,
iban a ver al rey de los actores,
y cambiaban su spleen en carcajadas.
Una vez, ante un médico famoso,
llegóse un hombre de mirar sombrío:
sufro -le dijo- un mal tan espantoso
como esta palidez del rostro mío.
Nada me causa encanto ni atractivo;
no me importan mi nombre ni mi suerte;
en un eterno spleen muriendo vivo,
y es mi única ilusión la de la muerte.
-Viajad y os distraeréis. -¡Tanto he viajado!
-Las lecturas buscad. -¡Tanto he leído!
-Que os ame una mujer. -¡Si soy amado!
-Un título adquirid. -¡Noble he nacido!
-¿Pobre seréis quizá? -Tengo riquezas.
-¿De lisonjas gustáis? -¡Tantas escucho!
-¿Qué tenéis de familia? -Mis tristezas.
-¿Vais a los cementerios? -Mucho… mucho.
-De vuestra vida actual ¿tenéis testigos?
-Sí, mas no dejo que me impongan yugos:
yo les llamo a los muertos mis amigos;
y les llamo a los vivos, mis verdugos.
Me deja -agregó el médico- perplejo
vuestro mal, y no debo acobardaros;
tomad hoy por receta este consejo:
“Sólo viendo a Garrick podréis curaros”.
-¿A Garrick? -Sí, a Garrick… La más remisa
y austera sociedad le busca ansiosa;
todo aquel que lo ve muere de risa;
¡Tiene una gracia artística asombrosa!
-¿Y a mí me hará reír? -¡Ah! sí, os lo juro;
Él sí; nada más él; mas… ¿qué os inquieta?
-Así -dijo el enfermo-, no me curo:
¡Yo soy Garrick!… Cambiadme la receta.
¡Cuántos hay que, cansados de la vida,
enfermos de pesar, muertos de tedio,
hacen reír como el actor suicida,
sin encontrar para su mal remedio!
¡Ay! ¡Cuántas veces al reír se llora!
¡Nadie en lo alegre de la risa fíe,
porque en los seres que el dolor devora
el alma llora cuando el rostro ríe!
Si se muere la fe, si huye la calma,
si sólo abrojos nuestra planta pisa,
lanza a la faz la tempestad del alma
un relámpago triste: la sonrisa.
El carnaval del mundo engaña tanto,
que las vidas son breves mascaradas;
aquí aprendemos a reír con llanto,
y también a llorar con carcajadas”).
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CAPÍTULO IV
(Años después habría de saber que no solo no era cierto que la depresión se curaba con tan solo la gracia de un humorista talentoso, sino que -al igual que Garrick- más de uno de aquellos payasos, mimos, pierrots, bufones, guasones, chungueros y arlequines capaces de salvar a los demás del abismo no lo había sido de salvarse a sí mismo. Sí: que más de uno de aquellos infelices repartidores de felicidad había permanecido encarcelado detrás de sus barrotes, invisibles pero infranqueables, hasta que, por fin, un día desdichado decidió despedazar de un balazo en la sien los últimos reductos de su indescifrable e irremediable melancolía.
Aprendí, igualmente, gracias a la Organización Mundial de la Salud, que la depresión es previsible. “Está demostrado —dice la entidad científica internacional— que los programas de prevención reducen la depresión. Entre las estrategias comunitarias eficaces para prevenirla se encuentran los programas escolares para promover un modelo de pensamiento positivo entre los niños y adolescentes. Las intervenciones dirigidas a los padres de niños con problemas de conducta pueden reducir los síntomas depresivos de los padres y mejorar los resultados de sus hijos. Los programas de ejercicio para las personas mayores también pueden ser eficaces para prevenir la depresión”.
Fue mucho después de aquellos largos y oscuros años de ignorancia que me enteré también sobre la relación latente que existía entre la depresión y el suicidio.
“La depresión — habría de saberlo gracias a las enseñanzas de la misma Organización Mundial de la Salud— es distinta de las variaciones habituales del estado de ánimo y de las respuestas emocionales breves a los problemas de la vida cotidiana. Puede convertirse en un problema de salud serio, especialmente cuando es de larga duración e intensidad moderada a grave, y puede causar gran sufrimiento y alterar las actividades laborales, escolares y familiares. En el peor de los casos puede llevar al suicidio. Cada año se suicidan más de 800 000 personas, y el suicidio es la segunda causa de muerte en el grupo etario de 15 a 29 años”).
Pero también, por supuesto, lo supe por ti.
Sí, por ti, por tu tragedia sin nombre, por los asaltos de la duda irresoluta sobre qué sentiste cuando ya estabas suspendida en el espacio como un ángel, por tu imagen de jovencita de tez muy blanca cargada de cuadernos y poseedora de la sonrisa más bella entre todas las estudiantes de bachillerato en aquella urbe cargada de indolencia. Lo supe, en fin, cuando vi la tumba con tu nombre, todavía escrito sobre el cemento con las letras torcidas, trazadas gracias al oportuno apoyo logístico brindado por una ramita triste que alguien cortó para que sirviera de pincel, y ya semicubierto con las primeras azucenas sin blancura y los primeros claveles marchitados, no tanto por las inmisericordes inclemencias del sol, sino por las implacables arideces del olvido.
Entonces fui consciente, por primera vez, de que hay ocasiones en la vida en las que uno descubre que está llorando y no se había dando cuenta.
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CAPÍTULO V
(Leonardo Ramírez Albarracín, el cinco de marzo de mil novecientos setenta y uno, habría de ser el primero. Otro personaje anónimo sería el segundo en mil novecientos setenta y tres. Otro más, igual de desconocido, haría arribar la cifra a tres en mil novecientos setenta y cinco. Y, entonces, llegaría la interminable noche oscura: a partir de mil novecientos setenta y siete, durante los siguientes años y hasta aquel mil novecientos ochenta y seis en que, por fin, cesó uno de los segmentos más amargos de nuestra amarga historia, vendrían todos los demás: la niña de apenas diecisiete años que ya no quería seguir viviendo, el mesero de veinticuatro que tampoco quería hacerlo, la joven señora de veintiuno que lo deseaba menos, los despojados de la alegría, los prisioneros de la tristeza, las mujeres golpeadas por sus maridos y cuyas muertes casi que justificaron los periodistas embrutecidos hasta la sinrazón por el machismo, aquellas dos jovencitas asidas de la mano que ni siquiera fueron hasta sus casas a cambiarse su uniforme escolar, los hombres y las mujeres abrumados por el desamor, las víctimas del desempleo, los aquejados de la enfermedad incurable, los que ya no tenían con qué comprar sus analgésicos en la farmacia y solo tenían el adiós como cura definitiva para la insoportable tozudez de sus dolores, los que no encontraron el camino luminoso que les permitiera escapar de las oscuridades del tedio, los seres anónimos de quienes apenas se dijo que vestían un bluyín sin marca o que dizque alguien los vio llorar antes de lanzarse al vacío, aquel de quien llegó a afirmarse que se había arrepentido en el último momento, pero no había podido sostenerse en vilo por más tiempo; los venidos de otras ciudades del país o de otros países del mundo y que llegaron a la ciudad para de una vez acudir a su cita con la desesperanza; la chica pobre de apellido Rico a la que se le notaban en el rostro extrañamente sonriente las profundas marcas del hambre, aquella otra a la que todavía no se le notaba el embarazo furtivo, el monaguillo por cuya dignidad salió a los medios el cura párroco del barrio de oriente donde había vivido desde que era un bebé, y, en fin, todos ellos, los marginados de siempre, los excluidos de siempre, los sin voz de siempre, los ignorados de siempre, los destituidos sociales de siempre, los silenciados por siempre).
Y tú, por supuesto.
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CAPÍTULO VI
Estás ahí, mona linda -sí, mona linda, como el título de aquella festiva pieza tropical de Lucho Bermúdez, la única que bailamos juntos, asidos de las manos, tú con tus manos cálidas, yo con mis manos gélidas, en el último bazar al que asistiría en mi vida-; sí: mona linda, como yo dije desde el micrófono que tú eras, jugando a ser locutor, matizando la voz para anunciar, con la mayor dulzura posible, que a continuación iba a sonar una “complacencia”: “para complacer a la mona más linda de todas las monas”; estás ahí, digo, parada en el anchuroso pasillo del colegio, del glorioso Colegio Santander, una mañana cualquiera del año mil novecientos setenta y cuatro. Tienes la sonrisa triste de La Gioconda, pero aún así alcanzas a irradiar la alegría de tu juventud lozana cuando le respondes a tu hermana la pregunta que te hace desde lejos. Ya no me acuerdo de la pregunta, ni de la respuesta, y no siento que tenga deseos de rememorarlas. Solo conservo en la mente tu imagen de colegiala a punto de culminar su bachillerato, tu vestido blanco, tu cabello rubio, tu voz, tu sonrisa y la estampa escolar que te proporcionaban las carpetas académicas en la mano. Hoy, cuando ya han transcurrido tantos años, cuando desde hace tantos años no tengo noticia alguna de tu hermana, ni de nadie, pareciera que te hubieras congelado en el tiempo justamente en el momento preciso de la respuesta. No hay más imágenes que te evoquen con más fuerza que esa. En realidad, debería haberlo hecho por siempre la del feliz momento en que recibiste tu diploma en medio del aplauso de tus condiscípulos, entre ellos yo; pero no, yo no te vi recibiéndolo, pues tampoco asistí a la ceremonia de graduación, aunque sí me enteré de que estabas muy bonita, porque me lo contó alguien cercano que se propuso con eso sacarme de las honduras del desencanto y convencerme de que no valía la pena quedarme acostado en la cama sumido en el desaliento y sí la valía, en cambio, que me animara a irme con él y los demás compañeros de nuestro pequeño grupo de estudio a compartir en su casa un almuerzo de graduados pobres y la espumosa satisfacción de una cerveza helada.
Sí: ese es el último recuerdo que conservo de ti. Sí: el último recuerdo, mona linda.
Porque lo demás, tu figura suspendida en el aire paralizado por el asombro, la palidez extrema de tu rostro transfigurado por la confusa entremezcla del dolor y el miedo, tus ojos enrojecidos por los raudales del llanto, tu pelo como un oriflama rasgando el aire tibio de las cinco de la tarde y tu confusa sensación de angustia ante la magnitud sobrecogedora del abismo, no son recuerdos, mona linda, sino el producto no sé bien si de mi imaginación calenturienta o de esa inconmensurable tristeza que de tarde en tarde reaparece en la vida de las personas para parir en cascada tantas imágenes igual vívidas que de una perturbadora e inexplicable nostalgia.
Hoy, tantos años después, todo el mundo atraviesa el puente, bajo el indolente imperio de la rutina diaria y la creciente dictadura de los atascos, pero tengo la certidumbre de que muy pocos recuerdan a los más de doscientos cincuenta seres humanos que decidieron sobrepasar los barandales para arrojarse sin preámbulos en los brazos del olvido, y de que nadie, absolutamente nadie -excepto yo- tiene siquiera la más mínima idea de quién fuiste.
Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, viernes treinta y uno de marzo de dos mil diecisiete.
Solo con el silencio entiendo el valor y la cobardía. La fuerza de la humillación en el ser libre, cual bestia, somete con violencia a un ángel ingenuo y de buena fe, que tan protegido por la fuerza del perdón del Creador, se destruye por el cargo de conciencia de la equívoca decisión. Dios bendiga a esas almas, las más necesitadas. AMÉN…amén.
Apreciado Dr. ÓSCAR HUMBERTO: Ese escrito suyo es una verdadera pieza literaria, un cuento que es historia. “EL VIADUCTO GARCÍA CADENA DE BUCARAMANGA: UN TRAMPOLÍN DE LA MUERTE”. Estudiantes, desempleados, agobiados por enfermedad terminal y desmoralizados por deudas y desilusiones amorosas. O el caso de un Rector de la UIS, oriundo de Zapatoca. Sicosis colectiva que se apoderó de los bumangueses y que narra usted magistralmente en su obra Historia de Bucaramanga. Hasta el jueves 6 de abril de 1978, se habían producido 27 suicidios en ese lugar y en ese año ocurrieron 20. La prensa hablada y escrita decían que faltaban mallas protectoras, acotaba en mi diario que lo que realmente faltaba era: el amor a Dios, educación en la casa y disciplina desde edad temprana. En mi diario tenía consignado algunos nombres de las víctimas de la desesperación, así como usted Dr. ÓSCAR HUMBERTO, en su obra citada, los mencionaba: JAIRO ANTONIO COMBARIZA (un joven mesero); la señora YOLANDA CASTELLANOS DE GARCÍA; la menor ELVIA DEL PILAR ULLOA (no murió pero quedó gravemente herida); la joven GLORIA INÉS HENAO VALENCIA; MILTON EMILIO ORTEGA SEPÚLVEDA; la joven ROCÍO PÉREZ MIRANDA; el anciano FORTUNATO FONTECHA FRANCO; el menor LUIS EDUARDO NIÑO GARCÍA. Los suicidios no operaban solamente en ese viaducto, sino también en el edificio del Hospital González Valencia y en el edificio del Banco Cafetero, como fue el caso de mi amigo y ex compañero de los Juzgados Civiles Municipales de Bucaramanga RAÚL SERRANO RANGEL. La palabra” suicidio”, proviene del latín “Caedere”, matar a uno mismo. Eso ofende a Dios, porque él nos dio la vida y sólo él puede quitárnosla. Abrazos, ALEJANDRO.
Señor Oscar Humberto Gómez Gómez, quedo perplejo ante esta crónica. El suicidio, cuyo enigma se presta hasta para escribir poesías tan bellas como la aquí reproducida, sigue y seguirá siendo lo que es: el enigma que sacude el alma de los que quedamos vivos y se lleva la de los que ya no quieren vivir más. Hay miles de escritos al respecto: unos son ensayos sociológicos y/o de carácter psicológico; otros son simples análisis estadísticos; otros son un intento tan desesperado por descifrarlo que de manera reduccionista reducen el hecho a una profunda depresión consecuencia de serios trastornos en el balance de los neurotransmisores. Sea cual sea la causa o la explicación de dicho enigma o fenómeno existencial, al final todos los que tratan de descifrarlo dicen parcialmente la verdad. Pero lo único cierto es que existe, que no lo entendemos, que no sabemos mucho de él, sólo retazos, y que además, querámoslo o no, nos atañe así no tengamos a nadie cercano que se haya ido de esta manera.
Hermoso relato de esa cruel época en la que muchos jóvenes desilusionados de la vida, desorientados, a veces demasiado consentidos por sus padres, como el caso de mi amiga Claudia Rocio Alarcón, joven de cabellos rizados y ojos inmensos de color negro, muy bonita por cierto, compañera de curso en La Merced, que por un disgusto con sus padres decide quitarse la vida; no salía de mi asombro; y al poco tiempo el novio de una amiga, Claudia Patricia, chico de 20 años, pelirrojo, decide optar por el suicidio en el puente del viaducto y nos habíamos visto hacía poco, no podía verse que estuviera sobrellevando alguna pesada carga pues era muy alegre. Creo que en Bucaramanga a muchos nos tocó de cerca este flagelo y siempre pensábamos quién será esta semana, pues todas las semanas había suicidios; hasta se decía que era el sitio de moda. Gracias por hacer este homenaje a todas estas víctimas y a sus familias.
¡Qué buen trabajo que has realizado Óscar Humberto! Quien lo escribió, desde luego tú, sabe de Historia, Psicología, Sociología, también sobre periodismo científico, porque perfectamente podría ubicarse dentro de esta categoría. En él hay documentación pero también sensibilidad e, incluso, me atrevería a decir que dolor. Hay muchas interrogantes que habría que responder, pero siento que hay uno que prevalece sobre todos: ¿Por qué se suicidan los jóvenes? ¿Qué está pasando en nuestra sociedad para que tan tempranamente haya tanta desesperanza como para no querer seguir viviendo? Una muy buena reflexión sobre la depresión y sobre el suicidio, que como sabemos, están estrechamente conectados.
Muchas gracias al Dr. Juan José Cañas Serrano, Psicólogo de la Universidad Nacional, presidente del Colegio Colombiano de Psicólogos y psicólogo jubilado del Departamento de Psiquiatría y Psicología Forense del Instituto Nacional de Medicina Legal, por su amable comentario.