LAS RUINAS DE MI ESCUELA [Memorias][Capítulo IV]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

A Miguelito Ardila

 

 

Además del rock, que representaban bandas de gran jerarquía como Los Beatles, Los Rolling Stones y Led Zeppelin en el extranjero y bandas locales inspiradas en ellas, de nombres también extranjeros aunque con repercusión meramente nacional como Los Flippers, Los Speakers y Los Yetis, la juventud colombiana de los años 60 seguía de cerca, a través de emisoras como Radio 15, a los artistas que cultivaban la llamada música de la Nueva Ola.

De hecho, en la fuente de soda Very Good, ubicada en la carrera 15 con calle 36, esquina famosa además porque en esa importante confluencia vial quedaban las instalaciones de la emisora Radio Bucaramanga, se reunían los jóvenes de entonces, ellos con pelo largo y buzos cuello de tortuga, y ellas con capul, botas y minifalda, y allí se hacían flirteos y se concretaban conquistas amorosas entremezclando el calor de la conversación con el frío de una Club Soda helada que el galán y su potencial conquista bebían lentamente y con la silenciosa y solitaria complicidad de un pitillo.

Allí mismo, sentados en las sillas metálicas plegables y bajo las sombrillas de colores que los protegían del sol, los chicos go-gó y las chicas ye-yé, que era como se les conocía, comentaban entre otros temas de moda las más recientes ocurrencias de John Lennon en algún aeropuerto internacional o el último disco de 45 revoluciones por minuto que acababa de lanzar en Bogotá el sello Estudio 15 que dirigía Alfonso Lizarazo.

 

 

Una de las canciones más difundidas de ese género moderno y romántico se titulaba “Jamás te olvidaré”, tema que en la voz del joven cantante puertorriqueño Chucho Avellanet ya en 1965 le daba la vuelta al continente.

No era la única canción de aquellos años que había sido impelida a dar ese periplo continental, desde luego. Los temas de Leo Dan, Enrique Guzmán o César Costa también se enseñoreaban de la audiencia juvenil a lo largo y ancho de América Latina. Una emocionante y multitudinaria vuelta viajera a través de las ondas hertzianas que, a su vez, era impulsada por el programa “El club del clan”, espacio que se producía en la televisión de diversos países latinoamericanos como Argentina, México y Colombia, y que habría de constituirse en un semillero de artistas entre los cuales se destacaba, por estas tierras, el caleño Óscar Isaac Goldenberg Jiménez, quien a partir de su exótico y sonoro apellido terminaría re-bautizándose para siempre como Óscar Golden.

Golden grabó para el sello Estudio 15 el éxito discográfico de Chucho Avellanet y aquí en nuestro país también impuso su propia versión, una versión fresca y muy personal interpretada en su peculiar e inconfundible estilo.

 

 

Cuando, en medio de la incontrolable gritería y del tamboreo ensordecedor con las bancas y los pupitres, Cote se aproximó a Gamboa, al tiempo que pedía infructuosamente silencio, ya este se encontraba parado, con su vestuario de estudiante humilde, frente al tubo metálico vertical donde se instalaba el micrófono. El matemático del curso asía entre sus manos un papel con anotaciones que en esos momentos de agitación le servían como hoja de ruta.

Más serio que una regla de tres compuesta, Cote le preguntó a Gamboa qué iba a cantar, y el joven y talentoso concursante dio, en ese momento, tratando de caerle simpático al vociferante auditorio con el forzado esbozo de una nerviosa sonrisa, el título de aquella popular canción, y sin más preámbulos, sin esperar a que se apaciguara del todo el bochinche, de inmediato se lanzó a interpretarla cuando Cote apenas sí había alcanzado a reajustarle el micrófono en el soporte de hierro. Fue entonces cuando el bullicioso público de alumnos, profesores, padres de familia y colados, enmudeció con tan solo el pronunciamiento cantado de la primera frase, que Gamboa exhaló sacándosela de entre lo más profundo de sus vísceras, con un canto tan afinado y vibrante como desgarrador que paralizó a la concurrencia congregada en la esquinera y prestigiosa escuela pública santandereana: “Jamás te olvidaré / Te lo puedo jurar…”.

Hoy, en el cenit de mi vida, cuando cada vez con mayor facilidad me voy despojando del peso agobiador de las vanidades humanas y cada vez me es más fácil elogiar los méritos ajenos y no darles importancia alguna a los propios, vuelven a mí las imágenes y los sonidos de aquel remoto día. Veo, entonces, a aquel muchacho delgado, de piel tostada y camisa oscura de rayas verticales, de modesto pantalón de dril y de zapatos Croydon raídos por el uso, que con su preciosa voz hizo vibrar los corazones de aquel auditorio de gente sencilla y buena, trabajadora y decente, de aquella juventud todavía casi niña, y ya no me siento compitiendo con él por nada, sino admirando sin ambages su cantar hermoso y su mímica ingenua, y le doy gracias a Dios por haberme permitido ser tan feliz en lo poco mientras que otros —vendría a saberlo después— por aquellas mismas calendas eran infelices en lo mucho.

 

 

Gamboa ha terminado de cantar luciéndose intencionalmente con un remate en sostenido final que la canción no tiene, ni en la versión de Chucho Avellanet, ni en la de Óscar Golden, ni la tendrá tampoco cuando la orquesta venezolana Billos Caracas Boys la grabe y con la voz incomparable de Memo Morales ponga con ella a bailar a toda la América Latina. Un sostenido vibrante y hacia arriba que muchos de los presentes terminan de escuchar de pie mientras alistan las palmas de sus manos para lo que se vaticina que será un cerrado, prolongado y estremecedor aplauso.

En efecto, Gamboa cierra su impecable presentación con una anchurosa sonrisa y la mano derecha en alto, y entonces un estremecedor torrente de aplausos, y gritos, y vítores, se desploma otra vez y con no menos fuerza encima de mi escuela. El gentío comienza de nuevo a tamborear ruidosamente con las bancas y los pupitres, y un murmullo que pronto se convierte en grito, y un grito que pronto se transforma en rugido, exige que el primer puesto sea para el muchacho que acaba de tomar parte en la competencia: “¡¡¡ GAM-BOO-A !!! ¡¡¡ GAM-BOO-A !!! ¡¡¡ GAM-BOO-A !!!” ¡¡¡ GAM-BOO-A !!!¡¡¡ GAM-BOO-A !!! ¡¡¡ GAM-BOO-A !!!

Entonces yo, que soy consciente de que, para mi infortunio, aquella retumbante vocinglería vuelve a tener razón en su ensordecedora exigencia, esbozo de nuevo con la boca un gesto de resignación, vuelvo a mirar hacia donde se encuentran —por cierto haciendo el mismo gesto— Ubaldo y José Hilario, concluyo que finalmente los cincuenta centavos del tercer puesto ya no me los quita nadie, que con ese premio podré, en todo caso, tomarme por asalto las seductoras bandejas de millo con melado y otros manjares de sal y de dulce que exhiben los muchachos de la cooperativa, y entonces me preparo a luchar, más bien, por hacer una presentación decorosa, después de la cual podré entrar a disfrutar lo que, de todas maneras, me habré ganado en aquel atronador certamen escolar en el que, finalmente, con cincuenta centavos en los bolsillos de mi pantalón de dril, así resulte perdedor saldré triunfando.

 

 

[CONTINUARÁ]

 

 

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