LAS RUINAS DE MI ESCUELA [Memorias][Capítulo III]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

A Miguelito Ardila

 

 

En los años 60, el pasodoble identificaba a España en Colombia tanto como el toreo.

A la par con la figura fulgurante de Manuel Benítez el Cordobés o de Sebastián Palomo Linares saliendo de los ruedos en hombros mientras levantaban en sus manos las orejas de los toros burlados por sus muletas y traspasados por sus espadas, la banda El Empastre, agrupación que popularizaría en América temas como “España cañí”, sonaba por doquier en los tocadiscos y las radiolas, y Memo Morales era el cantante de la orquesta Billo´s Caracas Boys que, con su particular voz, hacía los paréntesis musicales de música española en medio de las piezas tropicales que interpretaba ese otro artista de quilates que era su paisano Cheo García. Paréntesis que apenas principiaban a inundar los patios de las casas o los salones de los clubes en las fiestas nocturnas, producían el mágico efecto de hacer vibrar las fibras de la españolidad dentro de un público que, aunque nativo de este continente, conservaba intactos sus lazos culturales con la que, más allá de las luchas independentistas, seguía siendo considerada nuestra Madre Patria.

 

 

En ese contexto cultural se ubicaba el cantante principal de una orquesta española llamada “Los Churumbeles de España”, el marroquí Juan Legido, quien, con su particular voz y su donoso estilo, había dado a conocer en la América hispana pasodobles de profundo calado popular dentro de España tales como “Doce cascabeles”, “La zarzamora”, “Si vas a Calatayud”, “El beso”, “El niño de las monjas” o “La campanera”.

Este último pasodoble además había cobrado una especial significación en los hogares porque lo había grabado un muchachito andaluz de voz según algunos de oro y según otros chillona, y a quien en todo caso ya habían elevado a la categoría de actor de cine, y por ello los niños de entonces que soñaban quizás con llegar a ser tan famosos como él o que al menos aspiraban a gustarle a la niña bonita de la cuadra lo cantaban a todo pulmón en las regaderas de sus casas, en una época irrepetible en la que estas todavía permitían visualizar el azul del cielo y la luminosidad del sol mientras que el cuerpo se ponía en contacto con la frescura del agua y el alma en armonía plena y gratificante con la riqueza sin igual del aire libre.

Aquel cantor se llamaba Joselito.

 

 

Hoy, a la vista de la esquina transformada, de los adobes derrotados y de las voces idas por siempre, vuelvo a vivir las vivencias de aquel lejano viernes cultural en el que aún era un niño y todavía no me perturbaban el alma los sinsabores de la injusticia o las amarguras del desencanto, pues el porvenir no era más que caminos por recorrer y horizontes por alcanzar a punta de bracear en las aguas turbulentas de las adversidades con el optimismo de que todo al final sería posible.

Cristancho ya está de pie frente al micrófono. Es un micrófono grande, vertical, con hendiduras o incisiones a lo largo de su generosa superficie, pesado en apariencia y más pesado todavía en la realidad, que se empotra sobre un tubo vertical también pesado que va a dar a una base circular igualmente pesada. Y es que en el mundo de la amplificación todo es pesado en aquellos años, quizás porque se teme que la potencia de los decibeles pueda ser capaz de derribar los andamiajes si estos son enclenques.

El de la Camacho Carreño de 1966 es un micrófono a lo mejor nuevo para aquella época. Hoy, sin embargo, lo recuerdo como herrumbroso y proyectando una conmovedora imagen de pesadumbre.

 

 

La escuela ha invitado a las familias a presenciar la gran final del concurso. Lo ha hecho con un mensaje escrito por el propio alumno en uno de sus cuadernos de tareas y las familias han respondido más de la cuenta llevándose consigo a tíos, tías, primos, primas, sobrinos, sobrinas, cuñados, cuñadas, suegros, suegras, y hasta a padrinos de bautizo, es decir, a los compadres y a las comadres que habrán de compartir la fiesta con sus ahijados, los mismos ahijados que suelen pedirles la bendición a cambio de obtener el beneficio inmediato de cinco, diez o quince centavos “para los dulces”.

Fuera de ese público, al que engruesa el profesorado y el alumnado por supuesto, la escuela ha sido invadida por otro que no ha recibido invitación de ninguna clase, ni pertenece a los estamentos académicos del plantel. Es un público conformado por aquellos a los que no les importa meterse a los bailes ajenos y a quienes Los Corraleros de Majagual, con la voz de Tony Zúñiga, habrán de referirse poco tiempo después cuando en un popular tema tropical titulado “La tómbola” canten aquello de que “No me fuites (sic) a invitar / yo me doy por invitado”. Es el público frágil y omnipresente de los colados.

 

 

Los colados son muchachos que, contrario a lo que habría de suceder más tarde, no se cuelan a sabotear las fiestas, ni a generar violencia, ni a observar mal comportamiento, sino tan solo a tomar parte en el festejo, casi siempre procurando pasar inadvertidos. Es un público humilde, pero decente, al que nadie saca jamás del baile y que en no pocas ocasiones termina llamándole la atención a alguno de los invitados o a alguna de las invitadas dando inicio a una amistad al vaivén de una charla imprevista en la que participa con timidez o de alguna pieza bailable al son de la cual se atreve a danzar tratando de que nadie se fije en él y pueda volver a sentarse sin contratiempos. En el caso de un certamen escolar, será un público que se aglutine para observar y oír, para aplaudir y vitorear, o para simplemente unirse a los que compartan o disientan cuando los aplausos expresen el fallo extraoficial que inevitablemente habrá de proferir la concurrencia.

 

 

Cote se ha aproximado a Cristancho y le ha preguntado qué va a cantar. El muchacho, que dentro de su atuendo viste con una chompa y una cachucha, le responde que cantará “La campanera”. Cote se retira y el primer participante de la final, descubriéndose la cabeza y empuñando la cachucha en su mano derecha, empieza: “Por qué ha pintao tus ojeras / la flor del lirio real…”. Entonces, su privilegiado timbre de voz emerge en toda la plenitud de su belleza.

Pero no es cierto que el pasodoble termine como lo termina el joven estudiante, esto es, con un largo y vibrante sostenido (“¡CAM…PANERAAAAAAA!”), previo al cual ha hecho un juego con la voz similar al que hacen los cantaores de flamenco. Ni Juan Legido lo hace, ni lo hace Joselito —aunque pareciera inicialmente que lo va a hacer—, ni habrá de hacerlo ninguno de los intérpretes que grabarán esa canción. Empero, a Cristancho el improvisado lucimiento le resulta fructífero dentro del segmento de alma popular congregado en aquel sitio y apenas culmina su impecable presentación con el consabido grito de “¡¡¡ olé !!!”, que por cierto tampoco grita nadie en las versiones discográficas, se desgrana sobre la escuela no una mera lluvia, sino toda una tempestad, y no precisamente de agua, sino de aplausos y de gritos que parecieran poner en peligro su estructura. El público refuerza su espontáneo pronunciamiento tamboreando frenéticamente sobre las tapas de las bancas y de los pupitres, y aquella concentración escolar pareciera haberse convertido en el escenario de un levantamiento popular que va a derribar la escuela y hasta la democracia. Los muros y las vigas parecieran trepidar al son de aquel coro bochinchero que pronto se ha armado y que repite cada vez más fuerte el apellido del cantor a manera de perentoria exigencia para que le den el primer premio: “¡CRIS-TAN-CHO!”, “¡CRIS-TAN-CHO!””¡CRIS-TAN-CHO!” “¡CRIS-TAN-CHO!” “¡CRIS-TAN-CHO!” “¡CRIS-TAN-CHO!”.

 

 

En medio de aquel tumulto incontrolable, Cote se aproxima de nuevo al micrófono para anunciar al segundo participante. Se ve obligado, sin embargo, a permanecer de pie frente al armatoste metálico a la espera de que la muchedumbre se calle.

Cuando todavía no han desaparecido del todo los últimos murmullos, y aún retumba uno que otro grito destemplado, Cote anuncia que seguirá a continuación la intervención de Gamboa.

Ante la inobjetable calidad del concursante de la chompa y la cachucha —y, ya en el remate, también de los brazos abiertos y la anchurosa sonrisa de satisfacción—, y apabullados por la evidencia de que el griterío ensordecedor que por fin ha amainado tiene toda la razón en su exigente pedido, con José Hilario y Ubaldo alcanzamos a cruzarnos una mirada de resignación, pero que alcanzo a descifrar también como un difícil, pero conveniente llamado a la calma.

Ellos, en efecto, me dicen —sin necesidad de hablar— que mientras la presentación de Gamboa no se cumpla, yo debo conservar la esperanza y prepararme a luchar porque me otorguen al menos el billete de un peso anunciado como premio para el concursante que se ubique de segundo.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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