El sufragio universal, esto es, el derecho al voto para todo el mundo sin excepción, o lo que es lo mismo: el que votar sea un derecho de todos y que el valor del voto sea igual, en fin, ese derecho consagrado con bombos y platillos como la máxima conquista de la democracia, encierra en sí mismo el germen que terminará, si no se hace algo, destruyendo la democracia.
Y es que la idea del sufragio universal terminó haciendo que sea igual que el que vote lo haga como respuesta a una postura ideológica o que lo haga a cambio de que le den un tamal con gaseosa o un billete de cincuenta mil pesos el día de las elecciones. O que lo haga por principios filosóficos o bajo la seducción de la promesa de que le regalarán una casa, o que le darán a él o a alguien de su familia un puesto, o que mantendrá él o su pariente el empleo que tiene.
Sí: ¡Qué paradoja! ¡Qué contradicción! Pero, ¡qué realidad tan evidente!: el que todo el mundo tenga el mismo derecho al voto y que el voto de todo el mundo tenga el mismo valor está matando la democracia.
Y es que desde hace rato viene denunciándose todo el universo de maniobras que se tejen alrededor de ese acto, aparentemente simple, de ir a depositar un voto.
En efecto, candidatos a quienes no se les conoce ninguna capacidad oratoria, ni ninguna estructura filosófica, ni una sólida preparación académica, ni valía científica alguna, ni un ápice de generosidad con su propia hacienda —porque ser generoso con lo ajeno no es valor alguno—, y, que, antes por el contrario, lo que exhiben es una hoja de vida manchada por los escándalos, un pasado burocrático enturbiado por peculados, concusiones, cohechos y prevaricatos, la descarada manipulación de los procesos de contratación administrativa, el manejo sucio de las arcas públicas, y hasta su condena penal y disciplinaria como autor, coautor o cómplice de graves transgresiones al derecho penal, al derecho disciplinario y a las normas de la contratación pública, son los que, a pesar de todas las críticas y señalamientos que se les hacen, a pesar de todas las evidencias que se exhiben en su contra, y, a pesar de que a los ojos de cualquier observador es obvio —obvio de una obviedad absoluta e irrefutable— que es la corrupción la que tiene sumida a la nación, a los departamentos, a los municipios y, por supuesto, a los corregimientos, a las veredas, en una palabra al campo, en el atraso socio-económico y en el imperio de la violencia y del miedo, se lanzan una y otra vez como candidatos a todo, y, para asombro de las personas decentes, para asombro de la juventud que estudia, para asombro de las amas de casa que tratan de que sus familias no naufraguen en el turbulento mar de la carestía, para asombro de los padres de familia que producen el ingreso hogareño —que muchas veces está a cargo de la mujer en solitario o de ambos cónyuges o compañeros—, para asombro del mundo civilizado, vuelven a triunfar, y son los que, a la postre, se apoderan o siguen en poder de los cargos públicos, siguen decidiendo el empleo o el desempleo de los nuevos profesionales, esto es, siguen indicando con el dedo quién puede conseguir el sustento y quién está condenado a morirse de hambre.
¿Qué está sucediendo? ¿Qué ha venido sucediendo, para que esta absurdidad, este sinsentido, esta palmaria contradicción ética, en fin, esta situación inadmisible en cualquier núcleo social decente, en una nación con un mediano sentido de la lógica, lejos de desaparecer, o al menos de amainar, se mantenga, y no solo se mantenga, sino que crezca hasta los niveles de hoy en día?
Es muy difícil, por no decir imposible, agotar el análisis de un tema tan complejo en una entrada de blog. No obstante, y como una primera aproximación, podemos señalar algunas causas:
La primera causa es la pobreza general que reina dentro de la sociedad: en un país, en un departamento, en un municipio donde la gente vota con hambre, es imposible aspirar a que vote por ideas. Por muy brillante y honesto que sea un candidato, no puede competir con el manzanillo que, sin discurso elocuente alguno, llega a regalar mochilas con mercado.
La segunda, es la ignorancia: a pesar de los progresos logrados contra el analfabetismo —que, dicho sea de paso, hasta hace pocos años determinaba no solo por quién se votaba, sino a quién se tenía que ir a asesinar—, los niveles de falta de preparación académica que todavía nos agobian impiden la comprensión de cualquier mensaje ideológico que los candidatos académicamente preparados e ideológicamente pensantes traten de irrigar.
La tercera, es el miedo: la intimidación con las armas, con sicarios, con matones de todos los pelambres, es inocultable; en las regiones en que domina determinado grupo armado —de los tantos que, bajo distintos nombres, pululan en este país desordenado— son las pistolas las que le imponen al asustado poseedor de la cédula de ciudadanía a favor de quién debe ejercer con ella en mano el supuesto derecho al sufragio universal.
La cuarta, es la ingenuidad del elector, el creer que esta vez sí los que llegarán al poder lo sacarán del estado de pobreza, o de desempleo, o de carencias en que se encuentra.
La quinta, es una razón meramente burocrática: la necesidad de conservar el puesto que se tiene, o que lo conserve el jefe de familia, o que, si no se tiene, se consiga; es el tradicional voto que el día de las elecciones sale a depositar en las urnas toda nuestra frondosa burocracia y, por supuesto, el ejército constituido por sus familias y por todos aquellos que de ella dependen.
La sexta, es que en un país de tanta violencia, la gente se apega, en su desespero, a cuanto mesías llegue, empuñando las armas en la mano, a ofrecerle la perspectiva paradójica de acabar, a punta de bala, con tanta violencia. Se crean, entonces, ídolos indestructibles que, aprovechan la violencia para convertirla en una bandera política sempiterna que, una y otra vez, los convierte en los líderes que la nación necesita, con lo cual acaban por tornarse irremplazables.
De hecho, si se observa la historia reciente de Colombia, se concluirá, sin mayor esfuerzo mental, que las Farc han elegido indirectamente a los últimos presidentes, cuando menos desde Andrés Pastrana.