VICKY. Crónica de una época. CAPÍTULO III. Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro de Número de la Academia de Historia de Santander y Miembro del Colegio Nacional de Periodistas

 

Deben ser un poco más de las once de la noche y el raudo e inmenso autobús interdepartamental avanza casi a oscuras; únicamente tiene prendidas las lucecitas interiores que escasamente me permiten ver a mi más cercano alrededor. Ya no tengo claro entre qué municipio y qué municipio vamos. Me he despertado luego de quedarme dormido finalmente, después de intentar en vano luchar contra el sueño, al soporífero paso de esos minutos interminables que generan el hastío y la soledad, y que solamente podemos enfrentar echando mano a los recuerdos. Tres muchachos a los que seguramente el chofer ha recogido en algún pueblo intermedio van, como los malos humoristas, riéndose de sus propios chistes. De pronto, el más bajito de ellos, en su inconfundible acento rolo, cuenta uno que me hace sonreír y con ello logra descongelar el hielo de esos momentos aburridos, que amenazan con tornarse eternos. “¿Ustedes quieren ir al Cielo?”, les pregunta a sus sonrientes amigos. “Bueno —se contesta él mismo, sin esperar la respuesta—, entonces no usen zapatos, sino botas”. “¿Y eso por qué?”, le pregunta uno de sus amigos sorprendido. “Sí —lo respalda el otro en seguida—. ¿Qué tiene que ver con ir al Cielo el calzado que uno use?”. Y el chistoso les dice: “Claro, porque al Cielo solamente suben las almas de-botas”.

El chiste, que me resulta gracioso, a pesar del protuberante descache ortográfico, es el último de la sarta porque el conductor acaba de encender la radio a un volumen que, aunque bajo, me permite entender con claridad lo que están diciendo en aquella entrevista en la que detiene el dial. Están entrevistando a Vicky, que es noticia porque ha regresado al mundo del disco, de los escenarios y de la música después de años de ausencia. La conversación es amena, sencilla, cálida, casi coloquial, y la matizan con fragmentos de sus nuevas canciones. La cantautora de “Llorando estoy” ha vuelto con nuevas composiciones, todas tiernas, todas tristes. Quizás por las circunstancias en que la escucho, y en que han optado por escucharla con atención también los tres amigos y el chofer, y como supongo que lo estarán haciendo mis compañeros de viaje, desde aquella noche de carretera siempre tuve la impresión de que Esperanza Acevedo era una mujer triste, de que vivía solitaria y hasta alcanzó a asaltarme alguna vez el presentimiento perturbador de que algún día moriría sola. Ella siempre lo negó y lo respaldó con sus agudos apuntes, cargados de humor e ironía, propios de las personas inteligentes. Sin embargo, desde “Llorando estoy”, siempre tuve esa sensación, que no me pude quitar jamás a pesar de sus aclaraciones.

Voy de regreso a casa, hacia mi Bucaramanga. He estado en la gélida, lejana, brumosa e impersonal capital de mi país, la ciudad donde en cualquier momento cae granizo y en la que un saludo efusivo que uno reciba de la gente hay que celebrarlo destapando una botella de champaña. He tomado el bus en el terminal, ubicado en un sitio sórdido en el que una atractiva y joven mujer de minifalda ha tratado de seducir al joven estudiante pobre que se ha quedado mirándola, más con temor que con deseo, y atraído, más por el desconcierto que le genera el que una chica tan linda esté dedicada a la prostitución, que por su sensualidad manifiesta e indiscutible. El viaje ha sido monótono, alterado en su rutina tan solo por los tres amigos que han roto el tedio con un rosario de chistes y ahora con la voz de Vicky, que está explicando su nuevo disco. A partir de esa noche y durante los años venideros me acercaré más a su discografía hasta que ya no volverá a componer y solo seguirá cantando sus ya conocidas canciones: “Regresa a mí”, “Las estaciones”, “Pobre gorrión”, “Amor qué tienes tú”, “Lloraré”, “Tan sola”, “Payaso”, “Amigo caminante”, “Amor amargo”, “Sola con la lluvia” y “Nunca comprendí”, entre muchas otras.

 

 

Esperanza aparecerá en los discos como compositora, pero Vicky será la que figure como el personaje estelar de los fonogramas, que jamás han sido los compositores, sino los intérpretes, tratamiento que ella criticará en entrevista a El Tiempo, entrevista que no será publicada y a la cual solamente se referirá el diario cuando ella muera. “Es raro que digas “me gusta esa canción”; raro, porque te enamoras del intérprete, y debería ser del compositor”, dice el matutino que ella dijo. (El Tiempo, 16 de marzo de 2017).

El candidato presidencial por el partido liberal Luis Carlos Galán Sarmiento, seguro presidente de la República para el período 1990-1994, reconoce en una entrevista televisiva que su artista preferida es Vicky. Desde ese momento tengo la certeza de que, si llega a ser Jefe de Estado, como mínimo le impondrá la Cruz de Boyacá. De hecho, se la merece. Y se la merece más que muchos otros a quienes se la han otorgado sin que se les haya visto cuáles méritos hicieron para haberse hecho dignos de su otorgamiento.

Pero no. El 18 de agosto de 1989, cuando Vicky tiene algo más de cuarenta años de edad, el prestigioso político bumangués es asesinado en Soacha, población cercana a Bogotá, gracias a una deplorable confabulación entre criminales y servidores del Estado, incluyendo dentro de estos a quienes estaban a cargo de coordinar su protección.

 

 

Hoy, cuando ella ya no está, son muchas las cosas que se recuerdan de su paso por la vida. Se recuerda, por ejemplo, que le tenía fobia a viajar en avión y eso, en el sentir de calificados analistas, fue la causa determinante de que no trascendiera más en el exterior de lo que, a pesar de ello, trascendió.

Yo pienso que hubo, sin embargo, otra causa: la de que se propuso cantar ella misma sus canciones y esa radical postura de cantautora terminó perjudicando la proyección de sus obras musicales. Además, se propuso igualmente no cantar canciones ajenas, por lo cual casi todos los temas que grabó en su extensa discografía son de su autoría.

Era, en todo caso, “una persona reservada”. Así la definió el cantautor Harold, también vallecaucano y otra de las figuras que descolló en la misma época. Indicio de ello lo constituye lo acaecido con su libro autobiográfico. Se llama “Canto de gorrión”, lo empezó a escribir desde que era niña y lo publicó en 2014, pero solo lo distribuyó entre personas muy cercanas.

Era de una bondad elemental, pero infortunadamente no pocos se aprovecharon de ella. Como aquella familia paupérrima a la que encontró durmiendo en la calle cerca de su residencia y se la llevó para su casa, le dio albergue, comida y amistad, hasta que un día en que regresó a su hogar lo encontró literalmente desocupado. Como aquel indelicado personaje que pretendió apropiarse de una de sus canciones registrándola a nombre de él, aprovechándose así de que ella no se había preocupado nunca por hacerlo. En esa oportunidad, la justicia falló a su favor y la reconoció como la verdadera autora del tema.

Pero su bondad no era solo hacia los seres humanos más desvalidos. También apuntaba hacia los animales. Su canción “Pobre gorrión”, por ejemplo, se la inspiró un pajarito que, en una lluviosa tarde bogotana, llegó a buscar refugio en una de las ventanas de su residencia. De hecho, vivía en la casa de sus padres con cuatro perritas, a las que cariñosamente llamaba “mis hijitas peluditas”.

Se acompañaba con la guitarra, pero jamás estudió música, por lo cual componía, según explicaba, a lo “desgualeta’o”, “a la troche y moche”.

Siempre respetó la música andina colombiana e, incluso, grabó canciones como el pasillo “Acíbar en los labios” de Jorge Villamil y el precioso bambuco de su propia autoría titulado “A Colombia”, que las emisoras de este país sin identidad se encargaron, como era de esperarse, de silenciar para siempre.

 

 

En la gélida y brumosa madrugada del miércoles 15 de marzo de 2017, Esperanza se encuentra acostada en una de las varias camas de un salón del Hospital San Ignacio, en la fría, nublada y triste Bogotá. Para ese momento don Saulo y doña Graciela ya no están con ella; han muerto años atrás. Tampoco la acompaña ninguno de sus dos hermanos. Esperanza Acevedo Ossa, la magnífica compositora colombiana; Vicky, la estrella refulgente de “El Club del Clan” en los maravillosos años 60; aquella cantante dulce que tanto conmovió los corazones de sus compatriotas, ya no es la jovencita de 19 años que interpretó “Tú serás mi baby” muchos años atrás, sino una dama de sesenta y nueve años que está enferma. Sí, a nuestra Vicky, a Vicky de Colombia —como decidieron rebautizarla sus seguidores— le han diagnosticado cáncer y su única preocupación en la tierra es el incierto futuro de sus cuatro perritas. Junto a ella hay una mujer más joven y más menuda que ella, que casi cuarenta años atrás llegó a Colombia procedente del vecino Ecuador y se hizo su empleada doméstica hasta terminar convirtiéndose en su dama de compañía. Esa mujer se llama Lily Pascuaza. Nadie más está con ella. Atrás han quedado los escenarios luminosos, y el público que corea sus canciones, y los aplausos frenéticos de las multitudes conmovidas con su voz; y la televisión, y la red de radiodifusoras que transmiten al aire su canto, y las páginas extensas de los periódicos que hablan de su última producción discográfica, y los amores y desamores que le prodigó la vida, y las alegrías del éxito; y las lágrimas de las adversidades; y las entrevistas, y los anuncios en las tarimas, y su aparición en los escenarios luminosos, y los chismes de farándula que despedazan honras, y la envidia de cantantes que nunca pudieron reconocer que era mejor que ellas, y la simpatía indeclinable de sus admiradores, y los discos de oro y de platino, y las condecoraciones, y los oropeles de la fama. “Brindemos por la vida —llegará a exclamar en uno de sus valses el famoso compositor huilense Jorge Villamil—. Brindemos por la vida, pues todo es oropel”. Sí, tiene razón: todo finalmente es fantasía.

De pronto, Vicky, la paciente ilustre a la que ya nadie reconocería de lo cambiada que está como producto de su agresiva enfermedad y de la agresividad de sus tratamientos, le pide a la solitaria persona que la acompaña, a su antigua y fiel empleada, que se acueste a su lado. “¿Que me acueste a su lado?”, le pregunta Lily desconcertada. “Sí, mija —le reitera la patrona—. Acuéstate aquí a mi lado y acompáñame; no me dejes sola”. “No, señorita, claro que yo no la voy a dejar sola”. Y Lily le obedece sin poder evitar la vergüenza que le produce acostarse al lado de la artista a la que ella tanto admira y tanto respeta. Los minutos prosiguen su marcha. “Lily”, le dice de pronto a la empleada. “¿Sí, señorita?”, le responde esta, llamándola otra vez como siempre decidió llamarla luego de que su patrona le pidiera recién llegó a su casa que no le dijera señora, ni doña, sino Esperanza o Vicky. “¿Me ayudas a orar?”, le pregunta Vicky respirando con dificultad. “Claro que sí, señorita —le responde Lily—. Oremos por su salud”. “Por mi salud, no —le rectifica la artista—. Oremos para que Dios me lleve ya hoy a su lado; me siento muy cansada y ya quiero irme, Lily”. Entonces Lily rompe a llorar, se levanta decidida de la cama y de pie frente a ella se opone a que esa sea la finalidad de la oración. “No, no, señorita, ¡cómo se le ocurre!— le dice bañada en lágrimas y tratando de sobreponerse a los sollozos—. Vamos a orar, pero no para que mi Diosito se la lleve, sino para que usted se cure”.

Entonces, la artista demacrada, que esa gris mañana se refunde entre decenas de pacientes anónimos de aquel hospital; la estrella de la farándula que hasta ese momento se ha venido apagando en medio de la indolencia de su EPS, con la que ha tenido que pelear para que le autorice los tratamientos y los fármacos que requiere; la gran cantautora que recibió discos de oro y de platino por las millonarias ventas de sus grabaciones discográficas; la talentosa Vicky, se incorpora con dificultad en su lecho de enferma y, entonces, allí, sentada, fatigada, triste, con sus manos juntas y su mirada hacia el piso taciturno, comienza a orar junto a su servidora de tantos años, que no cesa de llorar a su lado. Está muy pálida, muy extenuada y ya para entonces ha perdido por completo su hermoso cabello.

Pocas horas después, ese mismo día miércoles 15 de marzo, la voz de Vicky ya no emerge de su garganta; ya la ilustre paciente no puede hablar y permanece acostada esperando el fin. Entonces, en un momento determinado, agarra la mano de la devastada Lily entre la suya y se la mantiene asida mientras esta le suplica, presa de la desesperación y sumida en un mar de lágrimas: “¡No se vaya, señorita!; ¡señorita, no se vaya! ¡O llévenos con usted, señorita!; ¡llévenos a mí y a sus cuatro hijitas peluditas al Cielo, señorita!; ¡no nos deje aquí!; ¡llévenos, señorita, llévenos!”. Pero su patrona ya no responde. Hasta que, segundos después, Lily siente que la mano que sujeta la suya se va abriendo poco a poco y acaba por soltársela. Entonces, estalla en llanto y en gritos de dolor, pues comprende que Vicky ha muerto. “¡Que alguien venga, Dios mío! —grita con el alma desgarrada—. Que alguien venga, que la señorita se murió!”.

 

 

A los pocos minutos se comenzará a anunciar al país su fallecimiento. La revista Semana dirá que se hizo famosa cantando canciones de protesta. La Sociedad de Autores y Compositores de Colombia (SAYCO), que antes había dicho que nació en Anserma, Caldas, y que tenía 72 años, cometerá un segundo error al decir después que nació en Palmira. Otros dirán otras cosas por el estilo. Unos —como RCN, la FM o Minuto 30— dirán que su muerte la anunció “su hijo”, sin dar el nombre de este, cosa que tampoco podrían haber hecho porque Vicky no tuvo hijos. Otros —como Caracol Radio— no solo se irán por las generalidades y dirán que “nació en el Valle del Cauca”, sino que pasarán por encima de su exitosa aparición en los dorados años 60 y de sus excelsas calidades como compositora para circunscribirse a decir que “cantaba música balada” y que esa música que cantaba “la hizo célebre en la década de los 70”. Y, claro, como era de esperarse, no faltarán los que aseveren que Lily Pascuaza era “su pareja”, dando a entender que hacían vida marital, comentario que exacerbarán con inaudita perfidia cuando meses más tarde, una mañana cualquiera, Lily sea encontrada sin vida cerca a la puerta de la casa que da a la calle mientras el escaso mobiliario que aún sobrevivía hasta esa mañana lo hallan despedazado por las cuatro perritas de Vicky que, a juzgar por sus ladridos desesperados, se morían de sed y de hambre. Las mismas lenguas viperinas de cobardes a la sombra, así como en los años 60 echaron a rodar la especie de que era un hombre, ahora, en la hora de su muerte, pretendieron echar a rodar la bola de que era lesbiana.

Uno de sus más fieles seguidores, el sacerdote católico misionero caldense Gustavo Quiceno Jaramillo, al dar la noticia de su fallecimiento, remató su hermoso escrito con las siguientes palabras sobre Vicky:

Se destacó por ser una mujer honesta, justa, fiel a sus principios, nunca quiso casarse ni tener hijos, por decisión propia, aunque admiradores, novios y hasta marido no le faltaron.

Siempre fue una convencida defensora de los animales. Vivía sola en la casa de sus padres en Bogotá, con varios perros y su ayudante doméstica que le acompañaba hacía más de 30 años.

Dios te bendiga, Esperanza, y te acoja en su santo seno. Gracias por tu existencia y, como canta Abba: “Gracias por la música“”.

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ILUSTRACIONES:

(1) Esperanza Acevedo Ossa, Vicky. Fotografía de los años 60. Arte: Pedro Jesús Vargas Cordero.

(2), (4) y (5) Vicky en diversas etapas de su vida.

(3) Portada del libro autobiográfico de Vicky “Canto de Gorrión”, publicado en el año 2014 y de circulación restringida.

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