Bucaramanga en los años 70 // CECILIA VANEGAS Y LA LEGIÓN DE MARÍA (Memorias). [Capítulo III]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

 

“¿Quién es Esta que va subiendo cual aurora naciente, bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército formado en batalla?

Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.

Él hace proezas con su brazo; dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén”.

“Oh María, sin pecado concebida,
Ruega por nosotros que recurrimos a Ti”.

“Oremos.
Oh Señor Jesucristo, medianero nuestro delante del Padre, que constituiste a la santísima Virgen, tu Madre, madre nuestra y medianera ante de Ti, haz que cuantos a Ti acudieren para pedirte beneficios se gocen de haberlo conseguido todo por Ella. Amén”.

 

 

Este era el inolvidable texto de la Catena Legionis, de su Antífona y de sus oraciones finales. El presidente del “praesidium”, Gerardo Cediel, iniciaba su lectura y los demás lo íbamos acompañando en coro, o le respondíamos en coro, según el caso. Coro en el que, inevitablemente, sobresalía la voz de sousafón del hermano vice-presidente Salomón Montaña.

Era el hermano Salomón Montaña un hombre de cabellos de esos que llaman popularmente “mechi-parados”, de aspecto ligeramente fornido y una sonrisa amable que contrastaba con su aparente gravedad de trato. Sabíamos que vivía en uno de los barrios del norte, quizás en San Rafael o Chapinero, y yo no entendía por qué se venía hasta San Laureano en lugar de tomar parte del “praesidium” que seguramente funcionaba en la parroquia de su barrio. Aunque más tarde habría de meditar yo mismo sobre si acaso allá en su lejano barrio no existía la Legión de María o si era que quizás él laboraba en el centro de la ciudad y por eso nuestra célula legionaria le quedaba cerca de su lugar de trabajo. Creo recordar —y digo que creo, porque no estoy bien seguro de ello— que era esto último lo que sucedía: que mientras retornaba del trabajo a su barrio. a bordo de un atestado bus urbano, ya no alcanzaba a llegar a la hora en punto en que comenzaba la sesión del “praesidium” de aquel lugar.

Cualquiera que fuese la razón, lo cierto era que el hermano Salomón Montaña había llegado a ser el vicepresidente de nuestro “praesidium” y yo mismo presencié, casi recién llegado yo a aquella asociación religiosa, ya no como “observador”, sino como miembro activo, su reelección en el cargo, misma que él nos agradeció con una corta intervención en la que se puso a nuestras órdenes para lo que se nos ofreciera.

 

 

El padre Ignacio Parra Fonrodona era el guía espiritual del “praesidium” al que pertenecía Cecilia y ella me comentaba que, a diferencia del nuestro, aquel sacerdote era bastante serio, estricto y muy comprometido con la puntualidad y la disciplina. Lo que recuerdo de él era que usaba anteojos transparentes —tan transparentes como yo me imaginaba que debía ser su alma—, era algo gordo, talvez de estatura mediana y solía vestir de camisa blanca y pantalón oscuro, y, a diferencia del padre Facundo, en el cuello de su camisa utilizaba siempre el “clergyman”, aunque algunas veces lo vi luciendo el negro traje talar tradicional de los presbíteros.

 

 

Las obras de misericordia se habían convertido en el punto neurálgico de las discusiones suscitadas en el interior de nuestra célula sobre la naturaleza del trabajo legionario y el hermano Salomón Montaña lo abordó siempre, con su particular elocuencia serena, enfatizando en que ellas eran no solo materiales, como yo parecía estarlo entendiendo, sino también espirituales, y que estas —las obras de misericordia espirituales— tenían también una gran importancia dentro de la Iglesia y eran más acordes con el ámbito propio del trabajo legionario.

En efecto, yo, alumno del Instituto Tecnológico Santandereano —plantel al cual sabía que también se le denominaba Instituto Técnico Superior Dámaso Zapata, sin que hasta ese momento tuviera claro el porqué— tenía pleno conocimiento del trabajo desplegado por el entonces capellán, padre Augusto Pinilla Ruiz, un sacerdote joven, de rostro blanco e impecablemente rasurado, quien, al frente de un entusiasta grupo de alumnos de los cursos superiores (que pertenecían a la Séptima División, esto es, a los cursos de 7o. de bachillerato, pues el bachillerato técnico, a diferencia del bachillerato clásico, duraba siete años) desarrollaba una dinámica tarea consistente en recoger ropa que estuviera en perfectas condiciones, alimentos tales como paquetes de Pastas Gavassa y papeletas de Café Constancia, medicamentos básicos y útiles escolares, todo ello con destino a un pueblecito santandereano llamado Cepitá, del que yo por entonces percibía como ubicado en los extramuros del fin del mundo.

Esta misma idea fue la que yo llevé al seno de mi “praesidium”, pero no tuvo la entusiasta acogida que yo esperaba. Entonces, en lugar de aceptar que por ahí no era la cosa, me di a la tarea de insistir, con una tozudez apenas comprensible en un muchacho de 17 años, mas con el fin de darle una base religiosa a mis planteamientos acudí al catecismo del padre Gaspar Astete, librillo del que entonces ignoraba la antigüedad, pero del cual, en cambio, tenía perfectamente claro que saberlo de memoria y ponerlo en práctica sin chistar constituía el pasaporte que tendría que presentar ante San Pedro para poder ingresar sin contratiempos a los Cielos.

 

 

Nuestro guía espiritual, el padre Facundo García, parecía estar de acuerdo conmigo, pero trataba de paliar el choque de pareceres con una posición conciliadora, que yo siempre atribuí más a su caballerosidad que al hecho de que pudiera querer imponerse, fungiendo de mediador, en ejercicio de la autoridad que le otorgaba su investidura eclesiástica.

De todos modos, a la polémica se añadió un ingrediente surgido de parte mía y fue el haber invitado a las sesiones a mi compañero de estudios y de alguna forma vecino de barrio Herman Óscar Osorio Muñoz, a quien le había sugerido, y él lo había aceptado con entusiasmo, ingresar a la Legión de María.

 

 

Estudiante también del Instituto Tecnológico Santandereano, Herman Oscar había ido a parar allí luego de su paso por el Instituto Tecnológico Salesiano, establecimiento próximo a su casa y del que poco habría de escucharle hablar excepto por lo que contaba acerca de un tal cura Bejarano, del que —según él— se sabía dentro del estudiantado que conducía a los alumnos a quienes iba a castigar hasta un sitio para llegar al cual había que subir unas escaleras, y allí los golpeaba, por lo cual los muchachos descendían las escalinatas llorando. A ese lugar, por cierto, los estudiantes le daban un nombre, pero no lo recuerdo.

Herman Óscar había establecido conmigo una amistad cercana y debido a ella comencé a frecuentar su casa, y él la mía, de modo que conocí a su único hermano, de nombre Jean Raúl —quien estudiaba una carrera de ingeniería en la UIS y estaba aprendiendo a rasgar el tiple— y a sus dos hermanas, Ángela y Laura, de quienes me contó que eran gemelas, aunque yo diferenciaba muy bien el carácter dulce y la actitud sonriente de esta, por una parte, y el carácter fuerte y el rostro adusto de aquella, por la otra, lo que hizo que congeniara muy rápido con Laura y, en cambio, casi no lograra aproximarme bien a Ángela, a pesar de que sentía también por ella el mismo aprecio que experimentaba hacia su hermana.

Dicho sea de paso, más tarde habría de ser sorprendido con la revelación de más de una persona próxima a esa familia respecto a que Ángela era una chica de excelente humor, con talento natural para contar chistes graciosos e imitar a ciertos personajes, y que en las reuniones era muy divertida, mientras que la seria y socialmente distante resultó ser Laura.

En otras palabras, con las hermanas Osorio se vino a cumplir la inmortal sentencia que José Manuel Marroquín plasmara en su inmortal poema “La perrilla”, del cual el único declamador que recuerdo es a Álvaro Jerez Rodríguez, quien la recitó, precisamente en el Tecnológico Santandereano, durante una sesión literaria, mientras extendía los dos brazos primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha como si estuviera toreando.

“La perrilla”, para quienes ya lo olvidaron, y para quienes nunca lo han sabido, comienza con estos versos:

“Es flaca sobremanera
toda humana previsión,
pues en más de una ocasión
sale lo que no se espera”.

 

 

Una tarde en que llegué a la casa de Herman Óscar y mientras avanzaba hacia su interior, sentí una campana que sonaba en el televisor —el cual se encontraba prendido y a alto volumen— y unas risas que restallaban en la sala, y fue cuando me encontré con que todos estaban viendo un programa de humor. Era un programa de humor nuevo en el que un personaje disfrazado con un traje de antenas y una gran letra CH sobre el pecho, y armado de una especie de martillo gigantesco con el que golpeaba a los que fungían de malos, miraba de vez en cuando hacia los televidentes y decía: “¡No contaban con mi astucia!”.

—¿Quién es ese?—, pregunté sonriendo y sin dejar de mirar hacia la pantalla.

Fue Jean Raúl el que me contestó con una pregunta:

—¿No ha visto al Chapulín Colorado?—, me dijo, sonriendo también, mientras volvía la mirada hacia mí al tiempo que el programa se interrumpía para dar paso a unas propagandas.

—No—, le contesté con sinceridad girando la cabeza de un lado a otro.

—Véalo—, me dijo riéndose y sin apartarme la vista—-. Es excelente.

 

 

Pues bien; la llegada de Herman Óscar al “praesidium” fue recibida con amabilidad, pero también con evidente cautela. Se le dijo que por el momento estaría como invitado mío y que, si cumplía con los requerimientos de la organización, sería recibido como miembro.

Herman Óscar, que era dueño de una gran sencillez, por momentos rayana en una timidez manifiesta, asintió con la cabeza y una sonrisa de humildad, y procedió a sentarse.

Contrario a lo que seguramente se esperaba, mi invitado comenzó a dar muestras de no tener intención alguna de participar en las discusiones, pues apenas las seguía con la mirada y su emblemática sonrisa.

 

 

Saber que el hermano vicepresidente Salomón Montaña se encontraba en la puerta de mi casa, pues yo acababa de ser informado de su presencia y de su manifestación de que me necesitaba, fue para mí no solo una gran sorpresa, sino además el presagio de que se me avecinaban momentos difíciles.

Pero verlo junto al presidente del “praesidium”, el sonriente Gerardo Cediel, y al lado de alguien más a quien me presentó como un directivo de la Casa de la Legión —de la que yo había escuchado decir no solo que quedaba ubicada en la calle 49 con carrera 27 A, sino que era la máxima autoridad de la organización en la ciudad— fue la plena confirmación de mis temores.

 

 

El hermano Salomón me saludó con su sonrisa de siempre y me extendió su mano obrera de hombre curtido en el trabajo material honesto. Sus acompañantes hicieron lo mismo. Me dijo que querían hablar conmigo en privado. Yo los invité a seguir, pero el presidente me dijo que en la legión era muy importante que los temas internos se ventilaran en confidencialidad y que, por ello, me agradecían la hospitalidad, pero que les gustaría que habláramos en privado. Yo les pregunté si tenían en mente algún sitio y me dijeron que no, que yo escogiera libremente dónde querría escucharlos.

Tener hambre no es precisamente nada exótico en un estudiante de bachillerato por lo cual nada tiene de extraño que piense en un restaurante como el sitio ideal para conversar.

Existía en el costado occidental de la carrera 15 entre calles 41 y 42 un restaurante donde vendían los fríjoles más exquisitos del momento. Se llamaba Restaurante Diana. Allí solía ir yo, unas veces acompañado de uno de mis hermanos, otras veces con Herman Óscar, en algunas ocasiones solo. Fue este lugar el que primero se me vino a la mente cuando me dieron la alternativa de escoger el sitio.

—¿Ustedes conocen el Restaurante Diana?—, les pregunté.

Salomón Montaña hizo un gesto denotando que no. Gerardo Cediel, en cambio, sí manifestó conocerlo, acompañando la frase con su consabida sonrisa. El tercer acompañante guardó un inexpresivo silencio.

—Nos da la dirección y nosotros llegamos allá—, dijo el hermano Salomón. Los demás asintieron, aunque Gerardo Cediel corroboró su conocimiento del lugar:

—Yo llego allá sin problema —dijo sin dejar de sonreír—. Queda ahí a la vuelta de mi casa.

Salomón Montaña y el tercer visitante anotaron tanto el nombre del sitio como la ubicación que yo les di en sus diminutas libretas de apuntes.

—¿Está bien el viernes?—, me preguntó Salomón.

—Sí, el viernes está bien—, le respondí.

—¿A las seis de la tarde le parece bien, hermano?—, me preguntó él mismo.

—Sí, a esa hora es perfecto—, le respondí.

—Bueno —remató el hermano Salomón mientras me extendía la mano con una sonrisa—, allá nos vemos.

—Sí, hermano —le dije sonriendo también—, allá nos vemos.

Entonces, me despedí de los otros dos visitantes y me quedé parado en la puerta mientras los veía a los tres caminando hacia el norte. Era evidente, por los movimientos de sus manos, que iban conversando y yo estaba seguro de que lo hacían sobre mí. Solamente entré a la casa cuando se perdieron de mi vista.

 

 

Anfitriona de trato cálido y amiga siempre amable y acogedora, morenita, pequeña de estatura, de cabello negro y generalmente corto, de ojos negros, mirada vivaz y dueña de una risa fácil —más allá de lo que en contrario pudiera pensar quien no la hubiese tratado de cerca—, mi amiga Cecilia Vanegas era confidente de mis cuitas. Por ello, fue en ella en la primera persona en la que pensé para participarle la inusual visita del hermano presidente Gerardo Cediel, del hermano vicepresidente Salomón Montaña y del enigmático directivo de la Casa de la Legión, así como también la inminente reunión que se llevaría a cabo en el Restaurante Diana y en la cual estaba seguro de que surgirían decisiones trascendentales alrededor de un apetitoso plato de fríjoles.

 

 

[CONTINUARÁ]

 

 

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