Bucaramanga en los años 70 // CECILIA VANEGAS Y LA LEGIÓN DE MARÍA (Memorias). [Capítulo II]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Facundo García era el nombre del cura auxiliar del párroco de San Laureano y quien fungía como nuestro guía espiritual. Era un hombre joven —y lo digo ahora, porque cuando uno es niño o es joven ve a todos los que son mayores que uno como viejos así no lo sean— , un hombre de físico recio, de tez trigueña oscura, pelo ensortijado (y, según lo que yo percibía, intervenido más bien con escasa frecuencia por las tijeras de un peluquero), labios un tanto gruesos, patillas pobladas y una evidente sencillez en la forma como vestía y como nos hablaba.

Hurgando en los vericuetos de mis recuerdos no logro precisar de dónde era oriundo, pero algo en la memoria me dice que debió serlo de algún pueblo cercano, acaso de alguno de los de la subprovincia de Soto Norte, como se conoce ahora la región ubicada al norte de Bucaramanga — de California, quizás —, y lo rememoro un varón de poca parla y de generosa sonrisa. (Aunque uno que otro destello que brilla de súbito en mis recuerdos lo ubica más bien como procedente de algún pueblo de la por entonces para mí enigmática provincia de García Rovira). En todo caso, y como lo dije antes, era de vestir modesto, pues por lo general usaba camisas de dril de manga corta y colores anodinos, pantalones de tela también sencilla y de colores obvios, seguramente también de dril, y zapatos elementales, invariablemente de un color negro sin brillo y atados con un cordón humilde. Ya para entonces buena parte de los curas jóvenes no usaban sotana. El presbítero Facundo tampoco vestía el traje talar, pero a diferencia de sus colegas, no utilizaba tampoco el “clergyman” en el cuello. En otras palabras, lucía como cualquier parroquiano recién llegado a la ciudad a bordo de una chiva y eso permitía que de lejos se le notaran, con una frescura y una hermosura manifiestas, la particular dignidad y el singular encanto de su origen pueblerino.

 

 

La asistencia del joven sacerdote a las reuniones del “praesidium” no eran constantes y, por ello, cuando se hacía presente, la sesión de esa semana adquiría una especial formalidad, algo así como una solemnidad, que ni siquiera la voz grave y profunda del hermano Salomón Montaña —pues era así como nos llamábamos entre nosotros, “hermanos”, o lógicamente “hermanas”, si se trataba de una mujer— lograba imprimirle en su ausencia.

No permanecía durante toda la reunión: tan solo la abría, nos acompañaba durante un corto lapso y luego se levantaba y se despedía, tratando inútilmente de pasar inadvertido con tan solo levantar la mano derecha y agitarla brevemente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda para enseguida abandonar el recinto lo más desapercibidamente que le era posible mientras en su mano siniestra portaba la Biblia y uno que otro libro a manera de portafolio portador de documentos.

Pues bien; con la compañía del padre Facundo o sin ella, lo cierto era que a la salida de la reunión de nuestro “praesidium” —que coincidía con la salida de la reunión del “praesidium” del frente—, nos encontrábamos con Cecilia Vanegas, ahí mismo sobre las baldosas del pasillo de la casa cural, y nos íbamos platicando de las incidencias acabadas de vivir en ambos grupos de legionarios esa noche, casi siempre riéndonos de las inevitables anécdotas —pues, a diferencia de lo que la gente podría creer, en cada “praesidium” siempre había lugar para la risa—, y, entonces, yo la acompañaba hasta su casa para, luego de la inevitable plática en la puerta, despedirnos de mano y proceder a descender hacia la mía llevando conmigo, aparte de la “Catena Legionis”, la íntima convicción de una especie de felicidad espiritual derivada de nuestra fe, de la convicción plena de llevar una vida limpia y del amor inmenso que por aquellos años ardorosos creíamos experimentar hacia el género humano.

 

 

Yo era todavía por entonces menor de edad. Tenía, en efecto, diecisiete años y en la Legión de María solamente se aceptaban personas con cédula de ciudadanía, no —como era mi caso— portadoras apenas del librillo marrón que expedía la Administración Postal Nacional, allá en el costado norte de la calle 36 con carrera 18, y que se conocía como tarjeta de identidad. Esa menoría me había imposibilitado ser miembro pleno de la Legión de María en el barrio oriental donde vivía y solo gracias a la intervención del entonces seminarista Gonzalo Jerez, y teniendo en cuenta mi calidad de monaguillo, me habían aceptado como “observador”, bajo el entendido de que algún día ingresaría de verdad, tan pronto cumpliera “los dieciocho”, cosa que, por cierto, no sucedió jamás porque antes de ese arribo a la mayoría de edad mi familia ya estaba haciendo el trasteo y abandonando aquel barrio del oriente en cuyas calles yo habría de dejar abandonadas tantas y tan hermosas vivencias mientras que ellas a mí habrían de dejarme en la memoria tantos y tan hermosos recuerdos.

 

 

Seguía siéndolo —menor de edad, digo— cuando quise ingresar a la legión en mi nuevo barrio, o más exactamente en mi nueva parroquia, pero esta vez, no sé por qué, hicieron conmigo una excepción, o me dieron una dispensa, o algo sucedió, lo cierto fue que me aceptaron de pleno, con voz, voto y membresía.

Lamentablemente, mi adolescencia ya estaba asociada en aquel entonces a una contradictoria visión, a la vez rebelde y conservadora, del mundo; una visión contradictoria en virtud de la cual al tiempo que cultivaba mi decidida militancia en la Iglesia de mis antepasados, y el amor a la Patria, y el respeto a la bandera, y el apego a las tradiciones familiares y de mi tierra, y el gusto por la música colombiana, y el estudio y práctica de las normas de urbanidad, desaprobaba la injusticia, rechazaba que hubiese niños durmiendo en los andenes, no aceptaba que hubiese familias que no tuvieran nada que comer, condenaba que no todos los que quisieran estudiar en la escuela pudiesen hacerlo porque no había cupos —muchos años más tarde habría de componer y grabar una canción en la que abordaría esos recuerdos entremezclándolos literariamente con la realidad escolar de los nuevos tiempos—, y no consideraba por todo ello que fuese correcto que una asociación cristiana se dedicara solamente a realizar un trabajo espiritual y dejara de lado lo que yo consideraba que constituía el meollo de las necesidades humanas, esto es, sus necesidades materiales: la falta de pan, de techo, de lecho y de vestido. Y fue esa concepción personal, que hoy juzgo irresponsable porque yo no era quién para pretender modificar la esencia misma de una asociación de vieja data que me había recibido de manera excepcional a pesar de no satisfacer el requisito de la edad y cuyas normas he debido, simplemente, limitarme a acatar, obedecer y cumplir, la que terminó desencadenando el que mi paso por la Legión de María fuese tan fugaz como lo fue.

 

 

Sucedió, en efecto, que muy pronto empecé a sugerir que el trabajo legionario no se circunscribiera a lo meramente espiritual —cuando por reglamento era a ello a lo que, de hecho, estaba circunscrito— y que se extendiera a llevarles ropa a los pobres, medicamentos a los enfermos y lápices a los niños marginados que en condiciones de desventaja se le enfrentaban a la ignorancia. No vale la pena ya rememorar detalles de lo acaecido; basta con decir que dentro de las sesiones se suscitaron fuertes debates y el “praesidium” comenzó a poner en evidencia quebraduras en su unidad, principalmente entre los jóvenes por una parte y las personas mayores por la otra. En honor a la verdad, tengo que reconocer hoy, tantos lustros después, la ecuanimidad con la que siempre manejaron la cuestión tanto el presidente como el vicepresidente del “praesidium” y, por supuesto, su guía espiritual, quienes jamás me cortaron el uso de la palabra, ni se refirieron a mí o a mis planteamientos con nada diferente al respeto.

Hasta que un fin de semana cualquiera fue el paseo.

 

 

He tratado de ubicar el sitio campestre a donde “viajamos” ese día partiendo, tal y como invariablemente se hacía en aquellos años, de la Puerta del Sol —por entonces un enrevesado cruce de vías a ras de piso— y tomando, como también se hacía siempre en aquellos tiempos, la serpiente de asfalto que conducía hacia Floridablanca. Debió ser al seminario, pues al menos no logro ubicar en la memoria paseo campestre alguno al que nos llevaran del colegio que no tuviera como destino el Seminario Mayor de Floridablanca. Aparte de mi avío, yo llevé de compañía mi infaltable guitarra de madera, un instrumento nuevo, grande, de color marrón con rayas negras longitudinales que mi mamá me había regalado de cumpleaños el 2 de noviembre de 1972 luego de que un par de meses atrás ella y mi familia escucharan con satisfacción que, por primera vez en la vida, la voz de su hijo y hermano, apenas apta para vocear el periódico o para anunciar la llegada de los cilindros de gas de veinte libras, sonaba cada hora en la cadena Todelar —en la emisora Radio Bucarica, para ser más precisos— cantando la balada que había compuesto y grabado en los estudios de la misma radiodifusora como homenaje a la artista Rosita, quien se había suicidado en una fiesta de matrimonio en la que se estaba presentando junto con su esposo, el cantautor Pablus Gallinazo. Llevé mi guitarra, digo, y con ella amenicé el paseo, no solo a bordo del bus en su recorrido de ida, sino también en la finca o sitio campestre escenario del mismo, llenando los aires y los atormentados oídos de mi paciente auditorio —Cecilia dentro de él, por supuesto— con el incipiente repertorio que ya por entonces repetía en una que otra serenata y que habría de repetir muchas veces en las numerosas serenatas venideras con las que habría de despertar a mis víctimas, digo: a mis oyentes, con mi voz sin méritos metida siempre a la fuerza dentro del mágico mundo de la música.

 

 

Fue al regreso del paseo, a bordo del mismo bus que nos había llevado, cuando sucedió la primera campanada de alerta: a una broma que le hice desde mi asiento, el hermano del presidente del “praesidium”, Josué Cediel, un hombre mayor que su consanguíneo, pero de menor estatura y mucho menos sonriente que este, me respondió con la seca frase de moda en aquellos tiempos para denotar que el interlocutor no era de nuestro agrado:

“Usted —me dijo secamente— conmigo no charle”.

Cecilia —quien iba a mi lado, portando en su cabeza una cachucha y sobre sus ojos unas gafas oscuras— se volvió hacia mí mientras que el hostil hermano legionario se alejaba, asiéndose de los asientos, hacia el puesto del chofer.

—No le haga caso—, me dijo.

—¿Qué le habrá disgustado?—, le pregunté tratando de mirarla a los ojos, más allá de la oscuridad de sus gafas.

—No le haga caso—, me insistió, reforzando su pedido con un gesto de la boca.

 

 

Josué Cediel era muy activo como colaborador de la parroquia; nunca supe si desempeñaba algún cargo en ella, pero para decirlo gráficamente tenía pinta de sacristán. Era bajo de estatura y pocas veces solía sonreír. Sin embargo, nunca antes había sido inamistoso conmigo. Por ello, y a pesar de la insistencia de Cecilia, descendí del bus y lo abordé esbozando una sonrisa.

—¿Por qué está disgustado conmigo, hermano Josué?

Su respuesta fue primero el silencio. Pero instantes después me contestó la pregunta mirando hacia el piso:

—Yo no soy hermano suyo.

Cecilia llegó en mi auxilio; me tomó del brazo y me pidió que la acompañara a su casa.

—¿Vamos, Óscar?—, me preguntó mientras me miraba.

—Vamos—, le dije.

Josué se había alejado.

—Algo le pasa—, le dije a Cecilia.

—No le haga caso—, volvió a decirme.

Y empezamos a caminar hacia su casa.

En la siguiente reunión del “praesidium” comenzaría a comprender con claridad lo que estaba sucediendo. Y entendería también que las personas a veces se van de nuestro lado sin darnos oportunidad de manifestarles nuestro aprecio. Pues aunque Josué seguramente no lo creyó jamás, yo lo estimaba a él mucho más de lo que él a mí y ese afecto sin espera de retorno habría de ser una constante — infortunadamente generada por la tozuda e inútil defensa de mis ideas — a lo largo de toda mi agitada existencia.

 

 

[CONTINUARÁ]

 

 

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